Pobre meritocracia
15/06/2011
- Opinión
El concepto de meritocracia se refiere a aquellos sistemas políticos donde se accede a los cargos de poder, no por compensaciones a favores políticos o por “haber sudado” la camiseta del partido, como se suele decir (un modo de “pasar la factura”), sino por los méritos (idoneidad, capacitación, experiencia, honradez, etc.) que requiere un determinado cargo público. En el discurso de toma de posesión del presidente Funes, se retoma este concepto cuando se afirma que “éste (la administración Funes), será el gobierno de la meritocracia, no el gobierno de privilegios de familias, de los vicios de las clientelas y de los padrinazgos sombríos. Las personas serán reconocidas por su talento y honestidad y no por sus conectes o apellido”.
Es curioso, que la crisis derivada de la aprobación del decreto 743, ha desnudado varias incoherencias dentro del gobierno y del proceder de los partidos políticos, indistintamente cual sea su proyecto o ideología. En lo que respecta al tema que nos ocupa, hemos podido observar en el transcurso de esta crisis, que por encima del criterio de la meritocracia, ha estado la exigencia de lealtad incondicional al Presidente, incluso en aquellas posiciones discutibles y erróneas como parece ser la de avalar el mencionado decreto. Varias voces que antes eran sumamente críticas – y que hoy tienen algún puesto público – se niegan a opinar sobre esa decisión política tan cuestionada, por miedo a ser despedidos de sus cargos. Es una lástima que lo que, en principio, se consideraba positivo (que gente idónea asumiera cargos en el gobierno), resulte ser ahora una pérdida del pensamiento crítico que la sociedad demanda y necesita.
En definitiva, la problemática a sacado a la luz – entre otras cosas – que el criterio de la meritocracia no ha sido el decisivo; antes que personas eficientes, capaces, honradas y de alta formación académica, son preferibles los funcionarios acríticos, aduladores, acomodaticios, complacientes y portavoces de la versión oficial. Y cuando el funcionario toma algún distanciamiento crítico del gobierno, se le separa del mismo. Un ejemplo reciente de lo que aquí afirmamos, lo constituye el caso del doctor José Fabio Castillo. Luego de sus críticas al Presidente por haber aprobado un decreto que, a juicio del doctor Castillo, evidentemente viola la Constitución, quedó sin efecto su nombramiento como miembro de la Comisión Consultiva del Ministerio de Relaciones Exteriores. En un comunicado difundido en los periódicos del país, el doctor Castillo sostiene que su nombramiento se dio bajo la administración del presidente Armando Calderón Sol, en 1996, y continuó vigente durante las administraciones de los Presidentes Flores y Saca; a pesar – añade – de las fuertes críticas que pública y privadamente hizo a algunos actos de sus gobiernos. Por tal motivo en la nota agradece el hecho de que esos gobernantes respetaron su libre expresión y difusión del pensamiento. El comunicado termina con un agradecimiento más: haberle evitado tener que renunciar por la única razón válida que tiene: haber perdido (él) la confianza en el señor Presidente.
Pero el problema tiene más fondo: es difícil mantener el criterio de la meritocracia cuando existe la tendencia a gobernar autoritariamente; porque, en efecto, es autoritarismo poner bajo censura las opiniones divergentes, castigar las visiones críticas, desconfiar de los funcionarios con cierta independencia de opinión; propio del autoritarismo es también rodearse de la adhesión acrítica y el servilismo. Por eso da pena que aquellos funcionarios que llegaron por sus méritos, hayan terminado siendo silenciados, ahora ya no por el miedo a la persecución política, sino por el miedo a perder el empleo; una forma directa de empobrecer y desacreditar la meritocracia.
Ahora bien, para evitar que el autoritarismo termine considerándose justo, hay que poner en práctica los argumentos y límites primordiales de la democracia, es decir, que todo poder debe estar sujeto a un control, normalmente regido por el ordenamiento jurídico, con vistas al bien común; la separación de los poderes del Estado para que uno limite al otro frenando abusos y protegiendo a los ciudadanos de las violaciones de sus derechos civiles y políticos; la rotación en los puestos de poder para evitar el nepotismo y el gobierno arbitrario (mandarinismo); la aceptación de la crítica externa, sometiéndose a una rendición de cuentas y a la evaluación del desempeño de quienes ejercen poder; el reconocimiento de un contrapoder que le obliga a ser transparente o a verse sustituido por él.
Y para posibilitar que en el gobierno lo justo sea fuerte, se debe conciliar la ética con lo político. En la práctica eso implica reconocer que el poder tiene un carácter de delegación y de servicio; tener la convicción de que el poder verdadero es el que refuerza el poder de la sociedad y así propicia la participación de todos; contrarrestar la seducción o prepotencia derivadas del poder, teniendo presente el carácter simbólico de su cargo, es decir, son los ciudadanos los que han depositado en el funcionario sus ideales de justicia, equidad e inclusión. La legitimidad de los hombres y mujeres del poder depende, en buena medida, de la coherencia con esos ideales; si no se es coherente, la ciudadanía se siente traicionada y engañada. Al parecer, esto ya está ocurriendo en nuestro país.
- Carlos Ayala Ramírez es director de radio YSUCA
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