Bandas criminales y violencia urbana: herencia del Estado policiaco y la cultura mafiosa
23/08/2011
- Opinión
El cuerpo desmayado del adolescente sobre los hombros del padre desesperado por salvar su vida, revela el rostro terrible y cotidiano de la tragedia. Una más de las escenas cotidianas que congelamos instantáneamente en nuestra ya anestesiada memoria. El destino funesto de jóvenes acribillados en cualquier esquina o calle es señal inequívoca del poco aprecio que tiene la vida. De allí que el asesinato continuo de jóvenes se haya convertido en el componente principal del árido panorama urbano que habitamos y en una clara manifestación del punto a que ha llegado nuestra degradada humanidad.
La violencia en Medellín no cesa, al contrario, se comporta como si fuese un monstruo que crece con cada joven que engulle cual tragavidas en calles y esquinas de los barrios. Es una nueva vorágine sangrienta que se alimenta de adolescencia y adquiere, ciertos días, ciertas noches, la fuerza de un huracán cuyas víctimas de jeans, blusa a colores, pantalones cortos o sudadera lleva el nombre de un rapero, un artista, un líder barrial, o de un simple ciudadano/a de a pie.
No hay sitio a salvo de esta vorágine de la muerte en que se ha convertido el conflicto entre bandas o combos de la ciudad. Por eso el reguero de cadáveres que produce a diario la maquila de la muerte que instalaron aquí los intereses de un grupo representativo de terratenientes, empresarios, mafiosos y fascistas criollos (según Medicina Legal en los 6 primeros meses del año van más de 820 homicidios solo en Medellín) nos hace merecedores de los peores calificativos.
La actual lucha entre bandas de jóvenes por su manera de proceder, su simbología y sus pretensiones hereda las características de la cultura mafiosa y paramilitar que conocemos desde los 80s, sobre todo sus rasgos más reaccionarios y autoritarios. Igualmente, reafirma la existencia histórica del conflicto armado en Colombia durante las últimas décadas. Conflicto que poderosos intereses ligados a la industria militar, a las transnacionales, a los terratenientes, las mafias y los grandes empresarios pretenden desconocer para así evadir su responsabilidad ante la sociedad y la justicia.
Quien siga el hilo de la evolución del conflicto en el país sin los atajos y acomodos que le han querido imponer desde el poder y la influencia ideológica que ejercen los medios de comunicación sobre una gran parte de la población, terminará por descubrir que los problemas de hoy están necesariamente ligados a la historia del despojo y la opresión a que han sido sometidos pueblos afrodescendientes e indígenas, comunidades campesinas y urbanas a lo largo de la historia.
El despojo de tierras, el desplazamiento de millones de campesinos, las masacres y desapariciones que han sufrido los sectores social, económica y políticamente más excluidos de la sociedad, ha podido llevarse a cabo gracias a la invención macabra de lo que aquí conocemos como la estrategia paramilitar (Convivir, autodefensas, grupos de defensa privados) con la cual se pensó poner fin a la histórica confrontación con las guerrillas.
Lo que ha sucedido con dicha estrategia paramilitar es bien conocido. Al final del segundo período del gobierno de Álvaro Uribe (2006 - 2010) los diseñadores de tal estrategia creyeron haber alcanzado la meta. Y de ahí en adelante y ante el relativo éxito político y militar, consideraron que era el momento de desmovilizar la máquina de guerra que les sirvió para la preservación de un tipo mafioso e ilegítimo del poder y del statu quo, que incluyó las falsas desmovilizaciones de las que hoy se habla.
Desmovilizaron cerca de 16.000 mercenarios y con mentiras y trampas abultaron la cifra hasta alcanzar unos 35.000, que han costado miles de millones del presupuesto público para mantenerlos en programas de resocialización. Finalmente, extraditaron a los jefes a los Estados Unidos para que no fueran a denunciar abiertamente en Colombia a los verdaderos creadores de dicha estrategia paramilitar. Con esta maniobra, maquillaron el rol central que jugaron las fuerza armadas, la policía, el DAS, cientos de políticos, terratenientes, empresarios y transnacionales en las masacres, despojos de tierras y asesinatos. Finalmente, evadiendo toda responsabilidad jurídica y política cambiaron el discurso y terminaron por generalizar la idea de que hoy en el país no existen más que simples bandas criminales (Bacrim). Pero cómo se pasó de una forma a otra poco se habla.
Es un hecho que desde el Estado se ha apostado por políticas públicas de integración a la sociedad de miles de combatientes provenientes del paramilitarismo con pobres resultados. Pero éstas no son más que paliativos y no políticas sociales de largo alcance que contribuyan a resolver las causas profundas del conflicto.
El problema de la violencia en Colombia no es endémico, ni se transmite por los genes. Sería una estupidez muy grande creerlo. No se trata tampoco como han creído los modernos diseñadores de políticas públicas, de llenar las ciudades de parques bibliotecas con lo bien que vienen a ciudades golpeadas por la vorágine de la violencia, ni de modernos y costosos comandos policiales. Tampoco podía ser, en aras a bajar las cifras de homicidios, negociar con reconocidos capos de la mafia y paramilitares como se hizo con Don Berna y otros. Entregándoles el control del espacio público, puestos, parte del Presupuesto Participativo, los dineros de Fuerza Joven, etc. Como no basta con tener miles de jóvenes en colegios, tecnológicos o universidades con la esperanza de que recompongan sus vidas, las reorienten hacia el bien común y el respeto, lejos de la violencia y la criminalidad. Ya quisiéramos que fuese así.
Porque aparte de estos centenares de miles de soldados de guerras que no eran suyas y a las que fueron inducidos, hay millones que viven la zozobra de no poder resolver los asuntos vitales mínimos como el alimento, un empleo, estudio, vivienda, salud, etc. Más si tenemos en cuenta lo fácil que es ingresar a un combo o banda con la esperanza de encontrar en esa forma absurda de vida la solución a sus problemas de exclusión social y pobreza. Muchos de ellos siguen creyendo que con la criminalidad consiguen una mejor vida.
Pero una cosa es diseñar y poner en práctica una política social de fondo y a largo plazo con el objetivo de resocializar a una generación entera que ha sido reclutada y utilizada para la guerra, y otra muy distinta diseñar políticas públicas donde parece primar más el afán por comprar el crimen o al criminal.
No obstante las políticas de intervención estatales para amortiguar la ola de violencia, los asesinatos de jóvenes en los barrios de las ciudades, de líderes campesinos que reclaman sus tierras y buscan retornar a sus sitios de origen, las amenazas contra líderes comunitarios, artistas y ciudadanos de a pié continúan poniendo en entredicho la regulación de la violencia a partir de dichas políticas públicas.
Se requiere, entonces, una reingeniería a fondo, una solución de raíz que aboque el conflicto histórico que vivimos sin la premura de salir a ofrecer comprar los criminales o los alzados en armas contra el Estado.
Pero para que una nueva manera de enfrentar los problemas y violencia en el país fructifique, es necesario entender cómo han funcionado los ciclos de violencia en distintas épocas. Y para ello es necesario saber que quienes han detentado el poder del Estado han recurrido a la ilegalidad y usado la guerra sucia (guerra también contra la oposición política) cuando el conflicto social y de clases adquiere proporciones inmanejables y no han sido capaces de plantear o llegar a soluciones políticas dentro del marco del estado social de derecho. Sin comprender a fondo esto, quedaríamos a ciegas y sin explicarnos los porqués fundamentales de la dinámica de la violencia ayer y hoy.
De ahí que sea imprescindible deshilvanar el cómo ha podido suceder, de dónde vienen y qué alimenta la mentalidad y el comportamiento de los “nuevos” grupos armados que pululan en ciudades y campos. Lo cual habría que acompañar de una mirada histórica profunda que contribuya a desenhebrar el entramado histórico, a entender las razones de la defensa del Estado y los intereses económicos y políticos, algunas veces a cualquier precio (el fin justifica los medios) por poderosos intereses. Un análisis profundo de nuestra realidad ayer y hoy, nos ayuda también a ubicar en su momento y circunstancias por qué cada cierta época se da la llamada limpieza social, una vez cumplieron su papel los soldados a sueldo de cierto tipo de intereses, de cierto tipo de Estado.
La mayoría de quienes conforman las llamadas bandas criminales o combos expresan las actitudes y comportamientos que han heredado de la llamada cultura mafiosa y paramilitar. Es decir, crecieron bajo la influencia de las actitudes más reaccionarias y autoritarias que hemos vivido a lo largo de las últimas décadas. Los miles de soldados que fueron reclutados a sueldo por poderosos intereses ligados a un tipo específico de Estado autoritario, conservador y de derecha, también fueron influenciados por las alianzas macabras entre grandes empresarios, terratenientes y mafiosos que apostaron a una guerra cuyas secuelas y heridas están abiertas a pesar de la Ley de Víctimas y la restitución de tierras que se proclama.
Oto Higuita
Licenciado en Historia de las Ideas. Universidad de Estocolmo.
Docente y coordinador de colegio de secundaria.
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