Se reaviva conflicto social
13/07/1999
- Opinión
Transcurridos tres meses de tensa calma, Ecuador nuevamente es escenario de
la protesta social contra la conducción económica del presidente Jamil Mahuad,
quien -a menos de un año de gobierno- prácticamente se ha quedado solo y cada
vez más aislado, al punto que el tema de su salida ya hace parte del debate
político.
En esta ocasión el detonante de la protesta fue el incremento del precio de
los combustibles, en un 13%. El lunes 5 de julio se inició un paro indefinido
protagonizado por los taxistas, a los cuales se sumó el Frente Patriótico que
agrupa a los diversos movimientos sociales e indígena. El gobierno reaccionó
con el decreto de estado de emergencia, declarando el territorio nacional como
zona de seguridad, y la movilización de las fuerzas públicas (FF.AA. y
policía) para realizar operativos de control y despeje de los bloqueos de
calles y carreteras. También contempla la suspensión de la libertad de
asociación y de reunión.
Además del congelamiento del precio de la gasolina en su valor anterior, el
reclamo de los taxistas incluía la conversión en moneda nacional de sus deudas
en dólares para la compra de vehículos; la derogatoria de la obligación para
el comercio minorista de emitir facturas (que entró en vigencia el 1 de julio)
y la renuncia de la ministra de Finanzas, Ana Lucía Armijos, considerada la
principal artífice de la política económica.
Los movimientos sociales y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del
Ecuador (CONAIE), por su parte, establecieron como objetivos adicionales de
su movilización: la no privatización de áreas estratégicas, salud y educación;
el no pago de la deuda externa; el impulso a un sistema de seguridad social
basado en la solidaridad, equidad y eficiencia; el cambio de la política
económica neoliberal "que entrega a los banqueros más de 1500 millones de
dólares y permite la evasión de impuestos, por parte de los empresarios, por
más de 3 mil millones de dólares". Proponen también el establecimiento de una
agenda política social para enfrentar la extrema pobreza, y la reactivación
productiva, particularmente en el campo. Y la renuncia del presidente Mahuad,
si no cambia la política económica.
Si bien en estas movilizaciones no se ha registrado el fervor de las de marzo,
según sondeos, cuentan con el respaldo de un 76% de la población. El apoyo
al régimen, mientras tanto, ha caído al 12%. Es más, en el plano político,
las diversas fuerzas han anunciado que radicalizarán su oposición, señalando
-cada cual a su manera- que si el presidente no rectifica, debe renunciar.
Al tercer día del paro, la entrada en escena de la Conferencia Episcopal
Ecuatoriana como instancia mediadora abrió perspectivas para una posible
salida al conflicto a través del diálogo con los diversos sectores sociales.
Este conflicto es una nueva expresión del descontento generalizado en el país,
cuyos puntos neurálgicos son, por una parte, la política fiscal, que prioriza
el fiel pago de la deuda externa, aún cuando no hay recursos para las
necesidades básicas del país, y por otra, la crisis del sistema financiero y
la complacencia del gobierno con respecto a la banca privada.
La crisis más grave del siglo
La crisis económica, cuya magnitud se reveló en el angustioso mes de marzo,
ha sido calificada como la más grave del siglo. Una situación semejante solo
se vivió en la década de los 20, cuando en el marco de una recesión
internacional colapsó la banca y una plaga arrasó las plantaciones de cacao,
el primer rubro de exportación a la época.
Una conjunción de desequilibrios estructurales, políticas erráticas,
conflictos y desastres naturales determina este escenario negativo, agravado
al avanzar la década. Las políticas gubernamentales impulsadas desde 1992
favorecieron actividades especulativas y perjudicaron la producción. Para
liberalizar la economía y reformar el Estado se optó por el camino menos
racional y eficaz. Así por ejemplo, una Ley de instituciones financieras
eliminó todo control a este sector, con las consecuencias de manejo voraz y
doloso que hoy se traducen en altos costos sociales y económicos; así también
se han reducido radicalmente roles y atribuciones estatales pero con un
incremento del gasto público, eliminando arbitrariamente entidades y creando
otras, sin ninguna coherencia. Por eso el déficit fiscal y la quiebra del
sector financiero aparecen como los más graves síntomas de la crisis.
En marzo se adoptaron inéditas resoluciones: el congelamiento de los recursos
depositados por el público en el sistema bancario y financiero, que ascienden
a unos 1.000 millones de dólares, y un feriado bancario que se prolongó por
dos semanas; a esto se sumó una reiterada alza del precio de los combustibles,
esta vez del 200%. Tan drásticas medidas, anunciadas oficialmente como la
única salida para evitar la hiperinflación, contradecían el criterio técnico
de la mayoría del equipo económico, pero se impusieron por los compromisos
gubernamentales con algunos banqueros. Para la población quedó claro que sus
depósitos fueron retenidos para sostener entidades bancarias ya quebradas,
ineficientes, que habían desviado los recursos confiados por su clientela
hacia otras empresas, algunas de ellas fantasmas, piramidando capitales.
Cuando han transcurrido cuatro meses, se profundizan los costos económicos y
sociales de ese paquete, sin que como contraparte se vean claros indicios de
solución para la crisis fiscal y del sistema financiero, menos aún para la
reactivación productiva. El panorama se complejiza dados los compromisos
políticos del gobierno con actores y grupos económicos, y las pugnas
distributivas entre las élites. Por añadidura, y para confirmar similitudes
con la crisis de los veinte, dos importantes productos de exportación, el
banano y el camarón, han sido afectados en estos meses por la sigatoka negra
y la mancha blanca, que ha causado pérdidas calculadas en 200 millones de
dólares.
Con el cierre de empresas o la reducción de sus actividades, la tasa de
desempleo abierto, según estimaciones hechas en mayo, había ascendido al 18%,
en el caso de las mujeres llegaba al 22%; de entre la población empleada,
tanto en el sector público como en el privado, la mayoría ha afrontado
retrasos de hasta tres meses en el pago de sus remuneraciones, con las
consecuentes contracción de la demanda y caída en el consumo de los hogares.
Los únicos pagos puntuales corresponden al servicio de la deuda externa, que
absorben más del 45% del presupuesto del Estado.
El no pago de la deuda gana respaldo
El peso de la deuda externa, que en términos per cápita en este año superará
al PIB por habitante, ha llevado a una inusitada unanimidad en torno al no
pago y la renegociación. A los sectores críticos de siempre, esto es
trabajadores, indígenas, mujeres, partidos de izquierda y centro izquierda,
hoy se suman voceros empresariales y de la derecha política. Sus
motivaciones, desde luego, son otras. Acostumbrados a ser beneficiarios
directos e indirectos de los recursos públicos, ahora que las arcas fiscales
están empobrecidas se niegan a cumplir obligaciones como el pago de impuestos,
cuya evasión significa unos 1.500 millones de dólares. Por eso impulsaron la
sustitución del impuesto a la renta por el impuesto del 1% a la circulación
de capitales, reforma desaconsejada por inconveniente por los propios técnicos
del gobierno, pero adoptada en virtud de acuerdos políticos.
Así se ha añadido vulnerabilidad a los ingresos fiscales, ahora alimentados
por impuestos indirectos, los decaídos ingresos petroleros, alzas periódicas
de precios de combustibles, y más endeudamiento externo. Sobre estos
deprimidos recursos persisten las presiones privadas. Así, para salvar bancos
el Estado entregó ya unos 2.000 millones de dólares, y está obligado por Ley
a continuar asistiendo a estas entidades; parte del nuevo endeudamiento
externo tendrá justamente ese destino. También se presiona sobre los bienes
públicos. Los potenciales compradores quieren apresurar las privatizaciones,
para ello el gobierno promueve una Ley Marco para la Modernización y Reforma
del Estado, que otorga al Presidente poderes plenos para venderlo todo, y que
recibió una primera negativa en el Congreso.
Igualmente resulta inusitado que el FMI exija moderación en los excesos
privatizadores, para avanzar en las negociaciones sobre la firma de la carta
de intención, todavía pendiente. Sus condiciones tienen que ver con límites
elementales a las ventajas y asistencia otorgada a los bancos y a sus
accionistas, pide por ejemplo la aplicación transparente de los resultados de
las auditorías realizadas por firmas internacionales, que se revelarán a
finales de julio e implicarán la eliminación de algunas entidades como parte
del saneamiento bancario; plantea así mismo la limitación de la cobertura de
la Agencia de Garantía de Depósitos, que ahora responde por el 100%, y otras
reformas legales para garantizar un mínimo de controles y coherencia en el
manejo financiero. El gobierno, por su parte, cifra en el acuerdo con el
Fondo expectativas y esperanzas para sobrepasar los más críticos
requerimientos de recursos frescos. En medio de su soledad, tal parece que
ese es el único respaldo que le está quedando al régimen.
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