El reino de los bobos
13/07/1999
- Opinión
Había una vez un reino poblado de bobos. Excepto uno, claro está, el rey!
El rey era el único inteligente, culto, políglota y, sobre todo, bonito. Un
día, para alegría de los súbditos, ordenó Su Majestad imprimir la moneda real.
Decretó que ella sería tan fuerte como las monedas de los reinos más
poderosos. Los bobos aceptaron que, con tal moneda en las manos, tendrían
hacia adelante un futuro de prosperidad y abundancia.
La moneda era fuerte, pero los salarios, magros. Los nobles, en cuyas manos
se acumulaban monedas reales, vieron sus fortunas multiplicarse como los
conejos del reino. Los siervos, obsequiados con insignificancias, eran
tragados por la miseria que les golpeaba a la puerta.
El rey, con todo, considerándose bondadoso, quiso ahorrar la capacidad
productiva de sus súbditos. ¿En un reino con tantas playas, ríos, lagos y
bellezas naturales, no sería una buena propuesta importar los productos
necesarios? Así, alegó el soberano, la población solo tendría el trabajo de
consumir, jamás producir.
Luego el reino pasó a importar carabelas y carabelas de productos. Inclusive
monedas más fuertes de otros reinos, para llenar sus bolsas. Como los
súbditos eran mismo bobos, el rey consideró medida de inferiores empeñar el
reino al Fondo Mayestático de Inversiones, una institución que administraba
la riqueza de las cortes poderosas y jamás permitía que un reino pobre pudiese
tener mejor suerte.
Los bobos aplaudieron cuando el rey decidió entregar las fuentes de riqueza
del reino a los grandes imperios. Todo va a funcionar mejor, prometía el rey,
y la corte se hará más rica. Los bobos creyeron, las fuentes de riquezas
fueron transferidas a los extranjeros y el tesoro real se engordó.
No obstante, el aura de fortaleza de la moneda real se desvaneció cuando el
poder de los magos del reino entró en crisis y, en pocos meses, el tesoro real
perdió tanto de su fortuna que se hizo posible divisar su piso. Y los
problemas con los servicios extranjeros implantados en el reino comenzaron a
tornarse crónicos. Basta decir que las comunicaciones entre los súbditos se
vieron perjudicadas por los mensajeros que quebraban las piernas, caballos que
se deslizaban en el lodo, corneteros que encontraban sus instrumentos
obstruidos.
El rey se vio obligado a devolver a los acreedores del reino el dinero que
recibió por las fuentes de riqueza. De modo que los acreedores se quedaron
con el dinero y las fuentes. Pero los heraldos del reino explicaron a la
plebe que se trataba de una borrasca pasajera. La crisis era mundial, la
tempestad en el país vecino salpicaba en el reino, pero después se recuperaría
la riqueza perdida. Los bobos creyeron.
La reina de lo alto del balcón del palacio, juró que los pobres no serían
afectados por la crisis. Claro, los pobres del reino no tenían salud ni
instrucción, ni vivienda ni tierra, y vagaban andrajosos por los caminos y
encrucijadas. La reina tenía razón. Los pobres no tenían que perder, excepto
el hilo de vida que les quedaba. Pero eso, en opinión de los consejeros del
rey, no sería una pérdida, sería un consuelo.
El secreto del rey era gobernar para la corte y con la corte. Para beneficiar
a la corte, el cortaba lo poco que les quedaba a los súbditos: se recortaron
años a los viejos, obligándoles a morir a los 65 años; estipendios a los
maestros, obligándoles a enseñar lo que no podían aprender; infancia a la
niñez, condenándola al trabajo precoz; fomentos a los agricultores, para que
sus cultivos no amenacen los bellos campos reservados a la caza y a los juegos
de la nobleza.
Cierto día, los bobos sorprendieron a ministros del rey haciendo uso del
carruaje real para llevar a sus familias a paseos. Por un momento los bobos
creyeron que estaban dejando de ser bobos. Pero los heraldos del rey
aclararon que los cocheros debían cumplir con tantas horas anuales de viajes
por los caminos del reino.
Los bobos se contentaron con la explicación, así como se habían conformado
cuando se les dijo que las riquezas substraídas del tesoro real para
beneficiar a ciertos nobles eran perfectamente legales. Como eran bobos, no
cuestionaron.
Y así, el rey y reina vivieron felices para siempre, rodeados de homenajes de
la nobleza rica, bella y saludable. En cuanto a los súbditos... Bien, eso es
otra historia.
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