Debatiendo el papel de los militares en la seguridad pública

01/02/2012
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Desde hace dos décadas el crimen y la violencia han aumentado de manera constante en Centroamérica. El Triángulo del Norte –conformado por Guatemala, El Salvador, y Honduras– ha sido especialmente afectado por los asesinatos y las extorsiones. La tasa de homicidios de El Salvador, actualmente superada únicamente por la de la Honduras posgolpe, ha generalmente sido considerada la más alta en la subregión. En 2011, con 4,354 asesinatos el año más violento de este siglo, la tasa de homicidios per cápita llegó a 71 per 100 mil habitantes. Según datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el istmo centroamericano está experimentando los niveles más altos de violencia no política en el mundo.
 
Para frenar la criminalidad los tres países han recurrido –en mayor o menor medida– a las Fuerzas Armadas. En Guatemala el General retirado Otto Pérez Molina, quien como candidato presidencial ofreció mano dura contra la delincuencia, ganó las elecciones de 2011 y ha anunciado el despliegue de los Kaibiles (una unidad elite del ejército) para combatir el narcotráfico. En Honduras, donde la corrupción policial ha llegado a niveles sin precedentes, el congreso decidió otorgarle a las Fuerzas Armadas poderes policiales independientes mientras que se depure el cuerpo de seguridad.
 
En El Salvador los cambios, de igual si no de mayor envergadura que en las naciones vecinas, iniciaron en noviembre de 2011 con la renuncia de Manuel Melgar como Ministro de Justicia y Seguridad Pública. Estado Unidos, país que responsabiliza a este ex comandante guerrillero por un atentado en la Zona Rosa de San Salvador en 1985 en el que murieron cuatro marines norteamericanos, aparentemente pidió su dimisión a cambio de firmar la iniciativa de desarrollo Socios para el Crecimiento. Posteriormente el Presidente Mauricio Funes nombró en el cargo a uno de sus hombres de confianza y hasta entonces Ministro de Defensa, el General retirado David Munguía Payés. Luego el también ex comandante guerrillero Eduardo Linares renunció como jefe del Organismo de Inteligencia del Estado, y llegaron a este ente un civil cercano a Munguía Payés y un ex asesor militar del mismo General como director y subdirector, respectivamente.
 
Por último, en enero de 2012 el Director de la Policía Nacional Civil (PNC), Carlos Ascencio, fue sustituido por el General retirado Francisco Salinas Rivera, hasta entonces Viceministro de Defensa. Estos cambios, abruptos e inesperados por muchos, invitaron un rotundo rechazo de parte de defensores de derechos humanos y del partido gobernante, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Estos sectores consideran que la llegada de militares a puestos claves en la seguridad pública va en contra del espíritu de los Acuerdos de Paz y viola la Constitución.
 
Los Acuerdos de Paz
 
Los Acuerdos de Chapultepec, firmados en 1992, pusieron fin a una guerra civil de doce años que ocasionó 75 mil muertos y 8 mil desaparecidos. La Comisión de la Verdad, establecida por las Naciones Unidas, determinó que el 85 por ciento de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el conflicto habían sido cometidas por las Fuerzas Armadas, los cuerpos de seguridad (CUSEP), los grupos paramilitares y los escuadrones de la muerte. Las tres fuerzas policiales, adscritas al Ministerio de Defensa, habían sido notorias por su pobre capacidad investigativa, sus abusos y su corrupción.
 
En vista del pasado los Acuerdos de Paz abolieron los antiguos CUSEP y establecieron una policía nacional de carácter civil, democrático, profesional y respetuoso de los derechos humanos. Además limitaron las funciones de las Fuerzas Armadas a la defensa de la soberanía del Estado y de la integridad territorial. Hoy día la Constitución prevé su participación en la seguridad pública únicamente cuando se hayan agotado los medios ordinarios para el mantenimiento de la paz interna y durante un tiempo limitado. La PNC, por su parte, incorporó en su fase inicial a civiles y –en cuotas menores pero importantes– a ex guerrilleros y miembros de los CUSEP. Dentro de la corporación policial las antiguas divisiones políticas persisten hasta hoy, con importantes implicaciones para la prevención y persecución del crimen.
 
El gobierno de Mauricio Funes
 
Para el 2009 Mauricio Funes había formado una alianza electoral con el partido de izquierda. El reconocido ex periodista obtuvo un amplio apoyo, debido en gran parte a los esfuerzos del movimiento Amigos de Mauricio, uno de cuyos fundadores y miembros había sido el General Munguía Payés. La conservadora Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que gobernó El Salvador durante 20 años, había seguido un enfoque anticrimen sumamente represivo. Su expresión más emblemática fueron los planes Mano Dura contra las pandillas (2003-2006) cuyo resultado fue un incremento en el número de homicidios y un mayor grado de organización y sofisticación delincuencial de estos grupos.
 
Reconociendo el fracaso de estas políticas, el gobierno de Funes ofreció enfrentar el crimen de una manera integral, a través de cinco componentes: el control del delito; la prevención social; la rehabilita­ción y la reinserción; la atención a víctimas; y la reforma insti­tucional y legal. La implementación de la política de seguridad y justicia se ha visto obstaculizada por la escasez de recursos. Los avances hasta hoy, limitados pero significativos, consisten en un programa de atención a víctimas, proyectos de prevención social a nivel municipal, y vedas locales de armas (la prohibición nacional de portación de armas no ha prosperado por falta de apoyo legislativo). La PNC, cuyos actuales mandos se distinguen por su compromiso con la prevención y la investigación científica, ha trabajado en mejorar su labor investigativa y la policía de comunidad.
 
Estos pasos, sin duda positivos, probablemente permanecerán incipientes por la llegada de militares a puestos claves de seguridad. El General Munguía Payés, por ejemplo, ha afirmado que el crimen ya se convirtió en una amenaza a la seguridad nacional y requiere ser atacado de una manera más firme. Claramente, sus palabras preparan el terreno para un mayor papel de las Fuerzas Armadas en el combate a la delincuencia.
 
En noviembre 2009, menos de seis meses después de iniciar su mandato, el Presidente Funes se vio confrontado con una creciente tasa de homicidios y acusaciones de incompetencia gubernamental lanzadas por ARENA, el sector privado, y los principales medios de comunicación. En respuesta a estas presiones, en gran parte políticamente motivadas, Funes ordenó el despliegue del ejército, inicialmente por un periodo de seis meses. Desde entonces el despliegue militar ha sido prorrogado anualmente, se aumentó el número de tropas en tareas de seguridad pública, y les concedió mayores atribuciones que en administraciones anteriores. Actualmente las Fuerzas Armadas apoyan las patrullajes policiales en las comunidades más peligrosas, guardan los puntos ciegos fronterizos para frenar el contrabando, y custodian los perímetros carcelarios para evitar la introducción de celulares y otros objetos ilícitos en los centros penales.
 
La participación del ejército goza de un amplio apoyo de parte de una población que está harta de la crónica inseguridad. Según encuestas, las Fuerzas Armadas son consideradas una de las instituciones mejor valoradas en El Salvador por su contribución a la protección civil, las campañas de salud, y la lucha contra el crimen. Sin embargo, un sondeo patrocinado por el periódico digital El Faro y realizado a nivel nacional en 2010 también indica que a más del 72 por ciento de los entrevistados no les importa el tipo de gobierno si este contribuye a resolver los problemas de la gente. Más del 45 por ciento incluso apoyaría un golpe de estado si el país siguiera sin resolver las dificultades económicas y de seguridad pública.
 
Para evitar una progresiva pérdida de confianza ciudadana en las instituciones del Estado y una mayor erosión de la joven y aún frágil democracia salvadoreña es importante que se dé una repuesta integral y eficaz al problema del crimen y la violencia. El despliegue militar, por parecer una respuesta visible y contundente, ha creado la ilusión de una mayor seguridad en las calles. Pero ha producido limitados resultados reales y desvía la atención a medidas estructurales que abordan las raíces del crimen y la violencia.
 
El General Munguía Payés ha calificado la participación militar en la seguridad pública como exitosa. Sin embargo, el número de homicidios sigue constante si no en alza y las pandillas, además de asentarse en otras zonas, han cambiado el modus operandi de las extorsiones. Afirmando –sin sustento empírico– que las maras cometen el 90 por ciento de los asesinatos en El Salvador, el Ministro ha prometido un combate frontal contra las pandillas e incluso se ha comprometido con una reducción del 30 por ciento de los homicidios. Hay que notar que aunque estos grupos son los responsables de casi la totalidad de las extorsiones, debido a los altos niveles de impunidad no puede haber certeza sobre su participación cuantitativa en los homicidios. La casi obstinada insistencia en que las pandillas son los principales victimarios, en un país que históricamente ha sufrido altos niveles de violencia, parece más bien dirigida a justificar el retorno a la Mano Dura.
 
En todo caso, este combate frontal supondría la creación de una unidad antipandillas (entrenada por soldados); mayores atribuciones policiales para las tropas (como investigaciones y allanamientos sin orden judicial); un servicio militar obligatorio de dos años para adolescentes propensos a hacerse pandilleros; un Estado de excepción en algunos lugares del país; y cambios legales que librarían a los policías y militares de responsabilidad penal si causaran heridos o muertos en el cumplimiento de su deber. Esta última medida hace temer que los presuntos delincuentes serán eliminados para reducir la criminalidad. Según una investigación del Los Angeles Times, ya existen informes que involucran a soldados en la desaparición de presuntos pandilleros. Las reacciones a estas propuestas no se hicieron esperar. Mientras las maras intensificaron sus ataques contra policías y militares, la respuesta de otros sectores ha sido de pleno apoyo o de total rechazo. La naturaleza de este debate polarizado se merece algunas observaciones.
 
¿Militarización?
 
La designación de los militares ha provocado indignación y fuertes protestas por parte de los defensores de derechos humanos quienes consideran que el gobierno de Funes está militarizando la seguridad pública. Sin embargo, el rol policial de las Fuerzas Armadas se remonta al año 1993 cuando las reformas policiales no avanzaban con la suficiente rapidez como para hacer frente a los crecientes niveles de crimen. Desde entonces el despliegue castrense ha resultado ser la respuesta más fácil para gobiernos o reacios a abordar la delincuencia de una manera estructural o proclives a privilegiar su rendimiento electoral.
 
El actual clamor se debe a que la Constitución coloca la seguridad pública bajo la dirección de autoridades civiles. Aunque los militares recién nombrados están de baja y técnicamente pueden ser considerados civiles, el punto es discutible. El principal temor es que los militares, entrenados para derrotar a un enemigo y no para proteger a la población, recabar pruebas y realizar investigaciones, impondrían una línea vertical y autoritaria en al ámbito de la seguridad pública. Sin duda, los Generales Salinas y Munguía Payés se encuentran ahora bien posicionados para configurar el enfoque de seguridad pública según su propia visión.
 
Sin embargo, ¿por qué se da la oposición a ex militares, pero no a ex comandantes guerrilleros quienes –durante el gobierno de Funes– jugaron un papel destacado en el gabinete de seguridad (Melgar) y en la PNC (Ascencio)? Los antiguos cuadros del FMLN se habían vuelto combatientes no por vocación, sino por sus compromisos sociales y políticos, pero aún así heredaron la disciplina jerarquizada de una estructura militar. Además, podría argumentarse que la PNC nunca ha sido muy “civil” ya que durante las administraciones de ARENA los mandos policíacos fueron dominados por antiguos miembros de los CUSEP, quienes impusieron un sello autoritario en la corporación.
 
Aunque las preocupaciones sobre un retorno a la Mano Dura (o más bien su continuidad) y sus efectos adversos son legítimas, este rumbo puede ser seguido tanto por ex militares, ex guerrilleros o civiles. El hecho de que la represión constituyó la estrategia por excelencia incluso cuando la PNC estuvo bajo el mando de civiles constituye un ejemplo al respecto. Quienes fueron sustituidos por el Presidente Funes hicieron lo que se pudo hacer bajo circunstancias muy difíciles. Los nombramientos de militares son golpes publicitarios –dados por un mandatario que se preocupa más por su imagen que por las transformaciones estructurales que la sociedad salvadoreña requiere– y probablemente no producirán mejores resultados en la lucha contra el crimen. Algunas de las preguntas que surgen son: ¿Experimentarán las Fuerzas Armadas mayores niveles de corrupción debido a su rol policial? ¿Si los militares fracasan en mejorar la seguridad pública, habrá aún más represión? ¿Habrá más violaciones a los derechos humanos y una mayor erosión del Estado de derecho?
 
La seguridad como cuestión política
 
El Salvador necesita urgentemente un alivio de tanto crimen y violencia, pero es poco probable que esto ocurrirá en el corto a mediano plazo, lidere quien lidere la lucha contra la delincuencia. Durante mucho tiempo el problema del crimen no recibió la debida atención tal que alcanzó un casi inimaginable grado de complejidad. El reto se dificulta por la carencia de recursos y de conocimientos (sobre todo en las áreas de prevención y rehabilitación) además de la poca coordinación interinstitucional e intersectorial. Ésta, a su vez, está ocasionada por la reticencia de poner a un lado los intereses personales e institucionales y la falta de acuerdos sobre la naturaleza de las amenazas de seguridad y las respuestas que implican.
 
En el fondo, el problema del crimen y la violencia implica medidas estructurales, como el fortalecimiento institucional, políticas sociales, y un más estricto control de armas. Aún con las mejores intenciones y muchos más recursos, estas iniciativas no producirán efectos inmediatos. Ante la presión de producir resultados rápidos, los gobernantes –tanto de izquierda como de derecha– acuden a lo más fácil aunque no rinda frutos en el largo plazo. Para que El Salvador –y países en situaciones similares– logra avanzar contra la delincuencia, la sociedad entera (no sólo algunas ONGs, algunos intelectuales, o algunos periodistas) tendrá que debatir este fenómeno y sus posibles soluciones de una manera más razonada, menos dogmática, y menos politizada.
 
Sonja Wolf es investigadora post doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó sus estudios doctorales en University of Wales Aberystwyth. Su tesis analiza las políticas de Mano Dura en El Salvador y los esfuerzos no gubernamentales orientados a promover una política antipandillas integral y respetuosa de los derechos humanos. Es maestra en Relaciones Internacionales por la School of Oriental and African Studies y licenciada en Estudios Europeos por University College London. Ha sido becaria de University of Wales Aberystwyth, British Federation of Women Graduates y Society for Latin American Studies. Su investigación explora la emergencia del discurso pandillero transnacional y sus implicaciones para el control de pandillas.
 
 
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