Cuando la autorregulación es cosa de risa

16/01/2013
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La producción y emisión del cuestionado programa El valor de la verdad y el brutal asesinato de Ruth Sayas Sánchez, una de sus participantes, han puesto en tela de juicio una vez más el carácter de los contenidos de la televisión comercial en el Perú. ¿Cuáles son los límites? Queda claro que, en programas como el aludido, tales límites tienen que ver única y exclusivamente con el rating y lo que sus cifras significan en materia de ingresos publicitarios. Lo demás importa poco o nada.
 
Es que “la mejor regulación es la que no existe”, esgrimen los propietarios de las principales cadenas de televisión, así como encumbrados periodistas y conductores. Sostienen, como consecuencia lógica de este peculiar razonamiento, que la única alternativa para armonizar la responsabilidad social de los medios de comunicación y la libertad de expresión es la “autorregulación”, y que la herramienta fundamental para autorregularse son los códigos de ética. No hace falta nada más.
 
Ocurre, sin embargo, que la autorregulación ha tocado fondo en reiteradas ocasiones y desde hace varios años en nuestro país. Recordemos brevemente algunos hechos: la venta de las líneas editoriales de los principales canales de televisión de señal abierta en la década de 1990 para apoyar la segunda e inconstitucional reelección del ex dictador Alberto Fujimori, y, en ese contexto, la aparición y apogeo de programas que, como Laura en América, denigraron reiteradamente la dignidad de las personas. ¿Y la autorregulación? Bien, gracias.
 
También a fines de los años 90 la televisión de señal abierta empezó a hurgar en la vida privada de la gente. Montó verdaderas celadas para tratar de “demostrar”, por ejemplo, que algunas vedettes ejercían la prostitución. Siguió y sigue denigrando, “con humor”, a peruanos afrodescendientes y a mujeres andinas. Y cada noche o cada mañana, en los bloques estelares de los principales noticieros de televisión, (casi) chorrea sangre de las pantallas, proveniente de accidentes de tránsito, crímenes pasionales, ajustes de cuentas, asaltos y otros hechos de carácter delincuencial. La Ley de Radio y Televisión aprobada en el año 2004 no cambió las lógicas y criterios de producción: introdujo la obligatoriedad de los códigos de ética pero, en la práctica, la autoridad correspondiente (el Ministerio de Transportes y Comunicaciones) no fiscaliza su cumplimiento.
 
¿Cuáles son los límites? Queda claro que, en programas como el El Valor de la Verdad, tales límites tienen que ver única y exclusivamente con el rating y lo que sus cifras significan en materia de ingresos publicitarios. Lo demás importa poco o nada.
 
En el campo político, durante las elecciones generales del año 2011 la mayoría de canales y diversos medios de comunicación apoyaron decididamente las candidaturas de Pedro Pablo Kusczynski en primera vuelta, y la de Keiko Fujimori en la segunda. En el último tramo de la elección, varios canales no tuvieron ningún reparo en dirigir exclusivamente sus críticas al ahora Presidente de la República, muchas veces partiendo de lecturas inexactas y distorsionadas del plan de gobierno denominado “La gran transformación” y de la propia “Hoja de ruta”. Incluso, un conocido conductor de televisión fue contratado con la clara intención de erosionar la candidatura de Ollanta Humala a través de un programa dominical en horario estelar.
 
El descomunal esfuerzo desplegado por diversos medios de comunicación a favor del fujimorismo no tuvo los resultados esperados, pero evidenció una vez más los grandes límites de la autorregulación en materia del tratamiento informativo plural y equitativo de candidatos y planes de gobierno en el marco de procesos electorales, más allá del legítimo derecho que tiene todo medio de comunicación a expresar —a través de sus secciones editoriales— sus opciones políticas y electorales.
 
¿Es suficiente, entonces, la autorregulación? Definitivamente, no. Países democráticos como Alemania, Francia e Inglaterra en Europa, o Chile en América Latina, han diseñado marcos jurídicos e institucionales que definen con claridad cuáles son las obligaciones y los derechos de los operadores de televisión, sobre la base de cuestiones sustantivas: el hecho de que la televisión (y la radio) operan en el espectro electromagnético, bien público y escaso administrado por los estados; y el rol e influencia que tiene especialmente la televisión en la vida social, cultural y política de las sociedades.
 
La televisión no puede quedar sujeta, entonces, al manejo discrecional de sus propietarios y solo a expensas de la rentabilidad del negocio. En los países referidos, y hasta en el propio Estados Unidos, funcionan órganos reguladores con autonomía de los gobiernos de turno, encargados de otorgar licencias de televisión y de radio, de renovarlas o revocarlas, así como de aplicar sanciones en caso los licenciatarios no cumplan con las obligaciones establecidas por las leyes y reglamentos de cada uno de estos países.
 
En sociedades democráticas funciona, cómo no, la autorregulación, pero en arreglo a marcos regulatorios que buscan equilibrar, con mucho más éxito que en el Perú, la libertad de expresión con el derecho ciudadano a la información, la libertad de empresa con la responsabilidad social, la libertad de opinión con el pluralismo político, religioso y cultural.
 
En la primera vuelta de las elecciones del 2011, el hoy Presidente planteó promover cambios en el marco legal con la finalidad de democratizar el sistema de radio y televisión en el Perú. Aunque la propuesta fue rápidamente neutralizada por los principales grupos mediáticos del país —con el argumento falaz de que se trataba de un intento por coactar la libertad de expresión—, cada cierto tiempo voceros del Gobierno critican a los medios de comunicación especialmente por el carácter de sus agendas y los encuadres periodísticos de ciertos hechos de interés para la actual administración gubernamental. Estamos muy lejos, sin embargo, de un necesario debate público y político sobre un asunto de gran relevancia para la calidad de la democracia, para los valores y principios que orientan nuestra vida en sociedad en general.
 
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