Al instalar la comisión intersecretarial de la Cruzada Nacional contra el Hambre, el titular del Ejecutivo federal informó que en 2011 murieron 11 mil personas por causas asociadas a la desnutrición. Reconoció que 7.4 millones de mexicanos subsisten “en pobreza extrema y carencia alimentaria” y que ambos fenómenos socioeconómicos son “verdaderamente lacerantes”, los padecen por igual habitantes de zonas rurales y urbanas, y para su gobierno “atender la pobreza (extrema) no es una opción, es una obligación ética y moral”.
Los juicios de Enrique Peña podrían registrarse con reflejos rutinarios e ignorarlos, acostumbrados como estamos a los más disímbolos discursos, como aquel de Carlos Salinas ante el Congreso de la Unión donde ante la repulsa de los diputados perredistas presumió que con el muy clientelar y asistencialista programa Solidaridad: “Estamos construyendo un segundo piso para la república”, con sus entonces 24 millones de pobres extremos y 24 archimillonarios en la lista de Forbes.
Para respaldar que la pobreza extrema será la prioridad en la agenda del gobierno que concluye el 30 de noviembre de 2018, el mexiquense y su gabinete legal y ampliado lo abordaron desde las ópticas de sus responsabilidades, menos la que pareciera ser central, que la política económica de los últimos 30 años constituye la más formidable fábrica de pobres a secas y extremos.
Para decirlo en términos de Fausto Cantú Peña, el sólido economista del Tecnológico de Monterrey: “No hay mejor política social que una acertada política económica. En contrario al entusiasmo desmedido que en Luis Enrique Mercado, director entonces del periódico El Economista, producían las políticas salinistas de adelgazamiento draconiano del Estado para favorecer en primer lugar a socios y amigos. Y ante la advertencia de que tal rumbo ensancharía las franjas de pobres, juraba que eso se combatiría con una buena política social, porque “Ésa es otra”.
Es ilusorio, por lo menos ahora, esperar que se establezcan convergencias entre dos de los grandes brazos del quehacer público, entre la política económica, concentradora ilimitada de la riqueza, y la social que atiende los estropicios que produce la primera.
Pero se avanza en la dirección correcta con la aprobación de la reforma a la Ley General de Desarrollo Social, propuesta por el Partido del Trabajo, que pretende cambiar el enfoque asistencialista de la política, al obligar al gobierno a incluir programas de capacitación y formación en las comunidades como forma de superación de la pobreza.
Al carácter moral y ético de la obligación gubernamental, Peña Nieto no agregó el de tipo económico, pues como bien apunta el principal dueño de México, Carlos Slim, ensanchar el mercado interno es una necesidad para que el crecimiento tenga sustento propio, nacional. Y la pobreza en todas sus variantes lo obstruye hasta hacerlo mediocre, como en las últimas tres décadas que alcanzó 2 por ciento anual y con un incremento demográfico superior, lo que significa que no existió crecimiento económico.
Se ve difícil pero no imposible si el protagonismo de la sociedad irrumpe. Ya en la reunión de Palacio Nacional, un orador destacó la necesidad de romper los monopolios existentes en el sector agroalimentario por la gran concentración en granos.
El reto es que de los 7.4 millones de pobres, 3 millones presentan carencias en salud, educación y vivienda; hay 4 millones más que suman a las anteriores, la falta de seguridad social y servicios y 430 mil, además de las mencionadas, tampoco tienen acceso a la alimentación. Y aparte la obesidad es un gravísimo problema de salud pública.