Febrero amargo

22/02/2013
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Se consumó. La decisión de la Suprema Corte de Justicia de desplazar a la jueza Mariana Mota de su intento de investigar decenas de crímenes de la dictadura, disfrazada de un simple traslado, reeditó viejos cuestionamientos a la justicia, puso en el centro del debate la independencia del Poder Judicial y volvió a patentar fuertes diferencias en la izquierda en torno a cómo procesar las violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura. La crónica de los diarios nos habla de centenares de personas concentradas a las puertas de la Suprema Corte y la televisión nos muestra imágenes de una alicaída Mariana Mota, al borde de las lágrimas, cuestionando la decisión. También a muchos coraceros intentando desalojar la sala, donde finalmente la jueza Mota firmó su traslado a la justicia civil. Salvando las diferencias de procedimiento, en el fondo –que siempre es político- el caso encuentra evidentes paralelismos con la remoción, en España, del juez Baltasar Garzón, único de su estirpe en defender causas vinculadas a violaciones de los derechos humanos en el pasado reciente.
 
Ocurre que tras el ropaje jurídico que lo envuelve, el desplazamiento de Mota de una cincuentena de casos vinculados a la represión de la dictadura reviste una simbología provocadora e insultante para los familiares de las víctimas de la dictadura y para la tan cuestionada independencia del Poder Judicial. Con esos casos a cuestas, Mota se aprestaba a concluir varias investigaciones sobre torturas y asesinatos durante la última dictadura. La escalada contra la jueza comenzó en mayo de 2011, luego de que Mota participara de la Marcha del Silencio, que todos los años reclama “verdad”, “memoria” y “justicia” para los delitos cometidos por los militares durante la dictadura. Pero siguió con evidentes presiones sobre el Poder Judicial. Por ejemplo, cuando tras el procesamiento con prisión del coronel Carlos Calcagno por “coautoría de dos delitos de desaparición forzada” de los militantes del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), Gustavo Inzaurralde y Nelson Santana, el ex presidente Jorge Batlle y el ex vicepresidente Gonzalo Aguirre fueron a hablar a la Corte para que sancionaran a la jueza. En declaraciones a la prensa, ambos llegaron a calificar a Mota como “una jueza hitleriana”.
 
¿Por qué habrían de ir Batlle y Aguirre a la Suprema Corte para pedir el desplazamiento de una jueza? ¿Qué los motivó a semejante intromisión en una justicia a la que ellos mismos definen como intocable? ¿Quién se los pidió? Cosas veredes, Sancho, pero la saga continúa. En setiembre del año pasado, por una orden del ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, a la jueza se le prohibió tomar fotografías durante una inspección ocular al Batallón 13, razón por la cual pende sobre las espaldas de Huidobro una denuncia penal por desacato. El accionar de la justicia encontró más de una vez enfrentados al ministro y a la jueza, que también tenía a su cargo el accidente del avión de Air Class. En el marco de la investigación que venía realizando, la jueza determinó la participación en la búsqueda del avión del buzo Héctor Bado, rechazado por Huidobro. El caso Mota reviste aristas inesperadas, propias de una película surrealista. Incluida una conferencia de prensa donde Pedro Bordaberry cuestionó el fallo que procesó a su padre a 45 años de prisión por 11 delitos de lesa humanidad (9 desapariciones y 2 homicidios políticos) y el delito de atentado a la Constitución por el golpe de Estado del 27 de junio de 1973.
 
Es obvio: en el traslado de Mariana Mota el problema no es solamente una decisión judicial, quizás motivada en inminentes fallos que en cualquier caso llegan tarde y que todos sabemos que no irán más lejos de una reparación simbólica. El problema es lo que pasó antes. El problema fueron las tremendas presiones de militares, tupamaros y sus influencias políticas a la justicia. Por parte de la derecha puede ser comprensible. La derecha uruguaya ha tenido y tiene numerosos vínculos con los militares. Vínculos que, por otra parte, no esconde. No es ninguna novedad que los partidos tradicionales ampararon golpistas. Negar esta evidencia sólo indica escasa voluntad de separar en su propia familia el grano democrático de la paja dictatorial. Podría pensarse que los líderes democráticos blancos y colorados deberían ser los primeros en aceptar esta realidad de la historia del Uruguay, porque entonces perderían el miedo a que se señalen los crímenes de la dictadura y sus complicidades intrauterinas. Y ganarían la legitimidad democrática del que reconoce lealmente los desmanes del pasado. Pero no: ambos partidos eligieron seguir siendo partidos bajo sospecha. Como en todos lados, hay blancos y colorados que reivindican ese valor, pero son los menos. Una mayoría sabe que la cultura de la dictadura todavía anida en una parte de sus electores y tiene miedo a molestar.
 
La izquierda asiste hemipléjica a un nuevo caso de debate público sobre el rol de la justicia. Una parte defiende la vía judicial, dos veces rebatida por el juicio de las urnas. Otra parte se esmera en desactivarla. Sería un detalle si esa otra línea no la encabezaran José Mujica y Eleuterio Fernández Huidobro, las figuras más visibles del Movimiento de Liberación Nacional (MLN). En repetidas apariciones públicas, ambos han mostrado reticencias con el camino de la justicia. Primero, a pocos meses para que se plebiscitara el Sí rosado que anulaba la Ley de Caducidad, Mujica sostuvo que la justicia para estos casos tenía “un hedor a venganza de la puta que lo parió”. Antes de asumir, postuló la idea de no tener “viejitos presos”. En marzo de 2011, el presidente visitó en el hospital a Miguel Dalmao, preso desde noviembre de 2010 por el asesinato de la militante comunista Nibia Sabalsagaray, como un “gesto” ante lo que sería un “injusto” procesamiento. En mayo, Mujica visitó el Parlamento para frenar la anulación de la ley de Caducidad, esta vez por la vía parlamentaria. Huele mal, pero las raíces de esta sintonía entre militares y tupamaros vienen de lejos, y empiezan en 1972 con la “tregua armada”, un paréntesis durante el cual unos y otros se comprometieron a investigar los delitos económicos de la oligarquía. Siguió con un vínculo cordial entre ex guerrilleros y sectores de las Fuerzas Armadas, como la logia Tenientes de Artigas, luego de la recuperación democrática y, más acá en el tiempo, desembocó en una nueva etapa, la del diálogo entre “combatientes”.
 
Militares y tupamaros encontraron el término medio, la palabra justa para que la cordialidad se vistiera de complicidad: unos y otros son combatientes que, habiendo ocupado distintos lugares en las trincheras, ahora se saludan como iguales. En el medio: la sociedad; al fondo, a la derecha: la justicia. Ese relato se impuso en el Uruguay de nuestros días, casi sin resistencias. Como si fuera una ironía del destino, la noticia del brindis en el Centro Militar la noche en que se conoció la noticia del traslado de Mota lo dice todo: festejaron los dictadores y sus cómplices. Y no, la justicia no es completamente independiente. Al contrario de lo que se ha dicho durante décadas, el Poder Judicial no es un compartimento estanco, desvinculado de la sociedad o del sistema político. Para empezar, la Corte es un cuerpo colegiado cuyos miembros fueron entrando de a uno. Electos por los dos tercios de la Asamblea General, los ministros de la Suprema Corte son designados por el poder político. Los partidos políticos seleccionan un perfil en base a una evaluación, donde lo político no es un detalle menor. Esas negociaciones parten, por lo general, de los pasillos del Palacio Legislativo. Como si faltaran evidencias del ingrediente político en la justicia, en su momento, los juicios a los militares de la dictadura no podrían haberse gestado sin una expresa voluntad política. Hoy sucede lo mismo, pero al revés: el desplazamiento de Mota pone de relieve una escasa voluntad política de hacer justicia.
 
El debate, sin embargo, es más amplio. Y abarca al Poder Judicial en su conjunto, el único de los tres poderes del Estado uruguayo donde no existe participación popular en los procesos de selección de los magistrados y control de los procedimientos. Otros países han incorporado a sus legislaciones las representaciones gremiales, de centrales obreras, de asociaciones civiles relacionadas con la justicia, entre otras, al proceso de selección de jueces. Incorporando otras miradas e intereses, buscan limitar el poder de los intereses económicos y las corporaciones respecto de las decisiones judiciales. No es el caso de Uruguay, donde el Poder Judicial ocupa un lugar lejano y distante del resto de los órganos del Estado, incluso de la ciudadanía. La mayoría de los uruguayos, incluso los bien informados, no ubica los nombres o los rostros de los cortesanos que ejercitan una cuota relevante de poder en uno de los vértices más altos del poder del Estado. Se sabe poco del sistema judicial. La opinión pública tiene poca data sobre cómo funciona la Corte por dentro. Contado material académico o periodístico se adentra en sus relaciones internas, en la microfísica del poder que se trama a su interior.
 
Una vieja afirmación predica que “los jueces hablan por sus sentencias”, pero la realidad indica que es escasa la información respecto de la cabeza de este poder del Estado. Máxime porque esas sentencias, por lo general, están escritas en jerga inaccesible para los profanos. Amparada en esas distancias, quizás la Corte creyó que este traslado no iba a tener la repercusión que finalmente tuvo. El mensaje, sin embargo, fue mucho más allá que el de un simple traslado. Y revela escaso compromiso con la causa de los derechos humanos. Trasladarla. Sacarla. Apartarla. Ese fue el objetivo de la Corte. La Mesa Política del Frente Amplio, que en otro contexto se hubiese reunido de urgencia para tratar este tema, duerme una siesta carnavalesca, obviamente porque al interior de esa fuerza política hay dos bibliotecas. Y este febrero es amargo. Es amargo para los familiares. Es amargo porque es de suponer que los enemigos de Mota -entre ellos los que quieren esconder lo sucedido con el avión de Air Class, pero también torturadores, asesinos, corruptos, sus cómplices, y la lista es larga- se están frotando las manos. Hubo un brindis en el Centro Militar. Hubo empacho de soberbia, hubo un espejismo de poder, hubo una ilusa convicción de que es posible inmovilizar de un solo golpe los pies y las manos de las generaciones venideras. Por suerte, eso nunca sale bien.
 
18/02/2013
 
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