El petróleo como fuente rentística internacional y soberanía

29/12/2012
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Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento No. 480: Integración suramericana: Temas estratégicos 06/02/2014
La soberanía es un concepto originariamente territorial. Cuando de recursos naturales se trata, los derechos que los individuos puedan reclamar sobre los mismos nunca dejan de estar sujetos al dominio eminente del Estado y a su poder regulatorio. De hecho, la mayor parte de los componentes del territorio nacional no dejan de ser propiedad pública y, en particular, ello se aplica a la gran mayoría de los minerales.
 
El régimen concesionario
 
Asignar tales derechos es la función más elemental del Estado soberano. Sin embargo, cuando se trata de componentes del territorio nacional muy codiciados internacionalmente como ocurre con los minerales, las compañías mineras internacionales y los países consumidores correspondientes – al fin, los viejos colonizadores – siempre han tratado de minimizar y hasta negar tales derechos soberanos. Ello llevó a los gobiernos latinoamericanos a introducir en sus legislaciones mineras disposiciones mediante las cuales las concesionarias extranjeras tuvieron que comprometerse a no recurrir a sus respectivos gobiernos de origen, y a no pedirles que respaldaran sus causas y las llevaran a arbitrajes internacionales. Así, en Venezuela, el Código de Minas de 1910, en su Artículo 23, establecía que:
 
…las dudas o controversias de cualquiera naturaleza que puedan suscitarse con motivo de la concesión y que no puedan ser resueltas amigablemente por las partes contratantes, serán decididas por los Tribunales de Venezuela de conformidad con sus leyes, sin que por ningún motivo ni por ninguna causa puedan ser origen de reclamaciones extranjeras.
 
Es decir, el régimen concesionario estaba sometido a la exclusiva jurisdicción nacional. No obstante, en este mismo artículo se comprometía la soberanía impositiva del Estado:
 
Todo título de concesión minera reviste el carácter de contrato celebrado entre el Gobierno Nacional y el concesionario, respecto a los derechos y obligaciones establecidos por la presente Ley, inclusive los impuestos…
 
Le tomó a Venezuela 33 años liberarse de esta limitación inaceptable de su soberanía impositiva. En el contexto de la Reforma Petrolera de 1943, en la nueva Ley de Hidrocarburos (a la cual tuvieron que someterse todas las concesionarias) se reconoció el carácter contractual de los impuestos mineros específicos –es decir, las rentas y regalías– definidos tanto por esta Ley como por los títulos de concesión como ‘ventajas especiales’ (Artículo 46), pero se dejó igualmente en claro que las concesionarias estarían sujetas a la soberanía impositiva del Estado en general:
 
Además… los concesionarios pagarán todos los impuestos generales, cualquiera que sea su índole...
 
En 1967, Venezuela creó su primera compañía petrolera estatal, la Corporación Venezolana del Petróleo (CVP). Con su ayuda, el Estado venezolano exploró nuevas formas contractuales con las compañías extranjeras, las cuales serían más ventajosas para el Estado que las concesiones tradicionales. Ello llevó, en 1967, a la reforma del Artículo 3 de la Ley de Hidrocarburos de 1943, con dos propósitos: uno, definir condiciones mínimas para los convenios que iba a suscribir la CVP, superiores a las establecidas para las concesiones; dos, garantizar que la empresa estatal siempre estaría sujeta a la exclusiva jurisdicción nacional:
 
En los convenios se insertará la siguiente cláusula: “Las dudas y controversias de cualquier naturaleza que puedan suscitarse con motivo de este convenio y que no puedan ser resueltas amigablemente, serán decididas por los Tribunales competentes de Venezuela, de conformidad con sus leyes, sin que por ningún motivo ni causa puedan ser origen de reclamaciones extranjeras”.
 
Obviamente, el propósito de esta cláusula era prevenir que se desarrollaran relaciones contractuales entre la empresa estatal y sus socios privados tales que pudieran menoscabarse los derechos soberanos del Estado.
 
En resumen, desde 1943, Venezuela era un país petrolero moderno. El recurso natural se concebía como una propiedad nacional y soberana, de manera que el Estado estaba en condiciones favorables para recaudar toda ganancia extraordinaria que pudiera generar el recurso natural en los mercados mundiales, si esto se consideraba conveniente.
 
El régimen de la compañía nacional
 
Este proceso desembocó, sorpresivamente, en la nacionalización de la industria petrolera, la cual se hizo efectiva el 1º de enero de 1976. Hasta fines de 1973, en Venezuela nadie se había planteado la posibilidad de nacionalizar las compañías petroleras. Fueron las concesionarias que se adelantaron con tal proposición, en diciembre de 1973, después de haberse producido los acontecimientos en el Medio Oriente que conformaron la ‘Revolución de la OPEP’, con la cual los países petroleros del Medio Oriente hicieron valer sus derechos soberanos como Venezuela lo venía haciendo desde 1943.
 
En Venezuela, las compañías tuvieron éxito en desviar el rumbo de la política petrolera nacional, y adelantarse con su proyecto de nacionalización. En 1975, la Ley que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos –popularmente conocida como Ley de Nacionalización– puso fin, formalmente, al régimen concesionario. Tal régimen ya no serviría de base mínima. Asimismo, se eliminó a la CVP, que ya no serviría como brazo ejecutor del Ministerio de Petróleo. En cambio, las concesionarias se iban a convertir en sendas compañías por acciones propiedad del Estado: la Creole (Exxon) se convirtió en Lagoven; la Shell de Venezuela en Maraven; la Mene Grande (Gulf) en Meneven; etc. Todas estas nuevas empresas del Estado quedaron bajo el control firme del antiguo tren ejecutivo venezolano de las concesionarias extranjeras, convirtiéndose así en una verdadera caballería troyana. Las sucesoras de las concesionarias se concibieron, además, como filiales de una sociedad de cartera, Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA), a la cual se encargó del control, supervisión y coordinación de las mismas. Ya no las iba a controlar, supervisar o coordinar el Ministerio de Petróleo, como había sido el caso con las concesionarias extranjeras. En cambio, las funciones del Ministerio de Petróleo, con la nacionalización, se redujeron a las de una gestoría de PDVSA ante el gobierno nacional.
 
La Ley de Nacionalización preveía la posibilidad, en condiciones muy restringidas, de convenios operativos y de asociaciones, estos últimos sujetos a la aprobación del Congreso Nacional. Cuando a partir de 1989, PDVSA adelantó la política de Apertura Petrolera y presentó al Congreso varios proyectos de tales asociaciones, entre las condiciones exigidas se encontraba que a PDVSA se le liberara de la exclusiva jurisdicción nacional y, en cambio, aceptara el arbitraje internacional ante la Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional (CCI), con sede en París. Ello iba a la par con un régimen fiscal por virtud del cual la tasa de regalía se rebajaría al uno por ciento – en el régimen concesionario el mínimo había sido un sexto – y se aplicaría la tasa de impuesto sobre la renta no petrolera (una tasa del 34%, en vez del 67,7% que se aplicaba a PDVSA). En otras palabras, el régimen fiscal aplicable sería más o menos el mismo que el régimen aplicable a cualquier negocio ordinario. Todo ello, además, con el propósito de que PDVSA asumiera el papel de rehén y garantizara a los socios extranjeros, dentro de ciertos límites, una indemnización en el caso de que el Estado llegara a tomar, a lo largo de los próximos 35 a 40 años, medidas fiscales definidas como ‘discriminatorias’ en los convenios de asociación.
 
Al mismo tiempo, muy discretamente y sin que jamás se llegara a relacionarse públicamente con el tema petrolero, PDVSA promovió la firma de Tratados Bilaterales de Inversión (TBIs). De particular importancia iba a ser el tratado con Holanda. De acuerdo a éste, Holanda y Venezuela acordaron que sus nacionales (en su calidad de inversionistas en el territorio del otro Estado contratante), tendrían el derecho de acudir al arbitraje internacional en contra del Estado anfitrión, ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), creado por el Banco Mundial en 1965. Ahora bien, el Tratado Holandés se definía lo que se consideraba una “inversión” y, en consecuencia, lo que podría dar lugar a un arbitraje internacional. Tal definición incluye:
 
[Los] derechos otorgados bajo el derecho público, incluyendo derechos para la prospección, exploración, extracción y explotación de recursos naturales.
 
Por otra parte, calificar estos tratados como bilaterales es muy engañoso. El Tratado Holandés define a las “personas jurídicas” que califican como holandesas por el solo hecho de haberse constituidas “bajo las leyes” de la parte correspondiente. Ahora bien, para cualquier empresa que así lo desee, cuesta muy poco intercalar entre su casa matriz y su filial en Venezuela una empresa constituida en Holanda, con lo cual la filial en Venezuela califica como empresa holandesa. De acuerdo con las leyes holandesas, no se necesita mucho más que un buzón de correo en Holanda, atendido por un bufete local de abogados. Así, en Venezuela se han presentado como empresas holandesas la italiana ENI; las estadounidenses Conoco Phillips, Chevron y ExxonMobil; la china CNPC; la noruega Statoil; y –¡vaya sorpresa!– la Royal Dutch-Shell.
 
PDVSA ya había presentado su primer proyecto de asociación en 1991, y también en 1991 se habían terminado las negociaciones en torno al Tratado Holandés. Sin embargo, hubo resistencia, y ésta sólo se pudo superar con la salida de la Presidencia de la República de Carlos Andrés Pérez (quien en mayo de 1993 cayera víctima de un golpe de Estado jurídico que se lanzó desde la Corte Suprema de Justicia). Pérez se refirió entonces, en su último discurso como Presidente, a la “rebelión de los náufragos”, al hecho de que todos sus oponentes históricos habían logrado de alguna manera organizarse en una acción orquestada para destituirlo cuando sólo le faltaban ocho meses para terminar su período constitucional. En retrospectiva, y a la luz de la experiencia de dos posteriores golpes de Estado fracasados (uno militar y otro económico), ambos promovidos abiertamente por PDVSA, no es difícil llegar a la conclusión de que el jefe de orquesta de este primer golpe de Estado también debe buscarse en aquella cúpula del tren ejecutivo de PDVSA, la cual estaba decidida a imponer a diestra y siniestra la Apertura Petrolera (es decir, la globalización del recurso natural). Además, la Corte Suprema de Justicia estaba comprometida desde el principio con tal política.
 
El hecho es que, durante los pocos meses de la presidencia interina de Ramón J. Velásquez, se aprobó el TBI con Holanda por el Congreso Nacional, se ratificó por el Presidente de la República, y se publicó debidamente en la Gaceta Oficial. Asimismo, se autorizaron los tres proyectos de asociación presentados por PDVSA, con las condiciones señaladas. Más aún, se reformó la Ley de Impuesto sobre la Renta de manera que estos proyectos calificaran como proyectos no petroleros y, en consecuencia, sólo estuvieran sujetos a la tasa de impuesto sobre la renta correspondiente. Finalmente, en junio de 1993, Venezuela firmó el Convenio del CIADI.
 
El Congreso aprobó este Convenio en 1994, y el Presidente de la República, Rafael Caldera, lo ratificó en 1995. Sobre la base de éste, a un laudo arbitral del CIADI se le reconoce la máxima jerarquía posible dentro del ordenamiento legal de cada país miembro:
 
Todo Estado Contratante reconocerá al laudo dictado conforme a este Convenio carácter obligatorio y hará ejecutar dentro de sus territorios las obligaciones pecuniarias impuestas por el laudo como si se tratare de una sentencia firme dictada por un tribunal existente en dicho Estado. (Artículo 54)
 
La Apertura Petrolera siguió adelante, en este mismo riel, con diez asociaciones más y, también, con unas docenas de convenios operativos (que finalmente iban a seguir las mismas pautas). Su norte era la globalización del recurso natural, por una parte, y la privatización de la producción, por la otra, más no la privatización de PDVSA propiamente dicha: la sociedad de cartera que no produce ni petróleo ni gas, no se privatizaría, sino que se convertiría en el nuevo ente regulador, en sustitución del Ministerio de Petróleo, el antiguo ente regulador durante el régimen concesionario. Los promotores de esta política llegaron incluso a imponer su visión en la nueva Constitución de 1999, con el Artículo 303:
 
Por razones de soberanía… el Estado conservará la totalidad de las acciones de Petróleos de Venezuela, S.A., o del ente creado para el manejo de la industria petrolera, exceptuando las de las filiales, asociaciones…, empresas y cualquier otra que se haya constituido o se constituya como consecuencia del desarrollo de negocios de Petróleos de Venezuela, S.A. (Itálicas nuestras)
 
Cuando el viejo régimen político aceptó esta estructura, que suponía no solamente que la empresa nacional se alineara con las compañías petroleras extranjeras en contra del Estado, sino también que el Estado mismo concediera el arbitraje internacional en su contra y pusiera en entredicho la más elemental manifestación de su derecho soberano –el asignar los derechos sobre los recursos naturales y regularlos– no cabe duda que firmó su acta de defunción. El petróleo como fuente rentística internacional, y la posterior distribución de la renta recaudada, habían sido los dos elementos más esenciales de dicho régimen. Por otra parte, el nuevo régimen político promovido desde PDVSA, basado en la inversión extranjera, suponía la globalización del recurso natural y la minimización de la renta petrolera internacional. En otras palabras, era un proyecto esencialmente anti-nacional y, como tal, también estaba destinado al fracaso.
 
Con el colapso de los precios internacionales del petróleo en 1998, también terminó por colapsar el viejo régimen, pero a éste no le siguió el nuevo régimen ideado por PDVSA. Las elecciones generales en diciembre de 1998 terminaron con una aplastante victoria de Hugo Chávez y su Movimiento Quinta República. Y Hugo Chávez, a la cabeza de un vasto movimiento popular, era incontrolable. La vieja PDVSA, desesperada, promovió entonces el golpe de Estado militar de abril de 2002, y en diciembre del mismo año se lanzó el golpe de Estado económico, con el sabotaje a las exportaciones petroleras. Fracasados ambos, luego de la segunda derrota el viejo tren ejecutivo de PDVSA perdió sus posiciones en la empresa. En un último intento, ya desde afuera, se unieron con todas las fuerzas anti-nacionales promoviendo un Referéndum Revocatorio, en agosto de 2004, con miras a destituir al Presidente Chávez, pero una vez más salieron derrotados.
 
El gobierno bolivariano siguió entonces su camino, el cual no podía ser otro que revertir las tendencias anti-nacionales de la Apertura Petrolera. En un complejo proceso de negociación conocido como Migración, el capital privado aceptó una tasa de regalía de un tercio, el papel de socio minoritario con un 40% como máximo, y una tasa de impuesto sobre la renta de 50%. Además, con estas nuevas ‘Empresas Mixtas’ se puso fin a la posibilidad de entablar arbitrajes internacionales (CCI) en contra de PDVSA.
 
Epílogo
 
Si bien la política de Migración tuvo éxito extraordinario, hubo dos compañías que se negaron a participar en la misma: ConocoPhillips y ExxonMobil. ExxonMobil atacó primero a PDVSA con un reclamo de 12 mil millones de dólares, y en seguida –paralelamente– atacó al Estado con un reclamo aún mayor. ConocoPhillips, por su parte, atacó primero al Estado, con un reclamo de 30 mil millones de dólares. Estas cifras, totalmente fuera de proporción con la inversión realizada, demuestra de lo que realmente se tratan estos litigios: se pretende negar al Estado venezolano su derecho soberano, como dueño del recurso natural, de recaudar las ganancias extraordinarias generadas por el mismo en los mercados mundiales. Además, Venezuela tiene pendiente varios casos de minería, donde están en juego los mismos principios y que son muy significativos en sus propios términos (aunque mucho menores que los casos petroleros).
 
Durante esta confrontación, el gobierno venezolano denunció el Tratado Holandés en 2008, y al Convenio del CIADI en 2012. Pero no nos equivoquemos. Aparte de que los efectos de tales denuncias no son necesariamente inmediatos, entre 1993 y 2008 Venezuela firmó, aprobó y ratificó, 23 tratados bilaterales. Dichos tratados refieren, además, a los más variados foros y reglas de arbitraje internacional, y no solamente al CIADI; figuran allí la Cámara de Comercio Internacional de Estocolmo así como UNCITRAL. Casi todos estos tratados contienen la misma definición de “inversión”, con lo cual se califican como disputas de inversión confrontaciones derivadas del ejercicio de los derechos que asisten al país en virtud de su propiedad nacional y soberana sobre los recursos naturales.
 
Y tampoco debemos equivocarnos sobre la situación en América Latina en general, o más específicamente, en los doce países miembros de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). Estos países han suscrito y ratificado un total de 266 TBIs, y casi todos contienen una definición de la “inversión” que cubre el acceso a los recursos naturales. En cuanto al Convenio del CIADI, Brasil y Surinam nunca se hicieron miembros, y antes que Venezuela, ya se habían retirado Bolivia y Ecuador. Pero, con todo, la mayoría sigue siendo miembros del Convenio del CIADI. Y solamente Brasil nunca ha ratificado un TBI. Así, casi toda América del Sur, tan rica en recursos naturales, se encuentra atrapada en una densa red de TBIs, legado del neocolonialismo neoliberal de los años ochenta y noventa.
 
Bernard Mommer es Gobernador por Venezuela ante la OPEP
https://www.alainet.org/es/active/62611?language=en
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