Chusma
28/06/2004
- Opinión
Apenas hay derecha en Venezuela, decorosa pero
apabullada por una ultraderecha brutal y chabacana.
Solo la gente del 13 de abril de 2002, siempre
despreciada, ha sabido enfrentar con solidez esta
versión inesperada, chapucera y venezolana del
neonazismo.
En estos días presencié un debate entre el
socialdemócrata Jack Lang y varios representantes de la
derecha francesa. Los socialdemócratas franceses son
algo pillastres, como en todas partes, pero me aferro a
la impresión de que no llegan a la soltura de Felipe
González. Tal vez me protege la distancia, pero tengo
esa sensación, que me ratificaba la actitud displicente
de Lang. Andando la conversación comprendí mejor. Nunca
había visto a Lang. Solo sabía que fue ministro de
Cultura y también de Educación. Ahora parece que lo
están promoviendo para presidente. Al principio su
gesto me pareció el de un político promedio. Solo la
baja calidad de sus contrincantes me lo encomendó más
tarde. No era arrogante Lang, como pensé, sino que se
impacientaba ante aquellos pusilánimes. La derecha
francesa es, con excepciones, bastante mediocre, como
por cierto en todas partes. Recuerdo cómo un mecánico
sin academia como el fallecido Georges Marchais,
entonces secretario general del Partido Comunista
Francés, los aplastó en todos los debates que llegué a
presenciar, nada menos que a gente de la crema
intelectual derechista como Alain Peyrefitte y Raymond
Barre. Un día enfrentó completa, él solo, a la
Fedecámaras francesa y desquició a aquellos burgueses
vociferantes. Era admirable Marchais. Pero Lang, aun
sin ese brillo, los fue humillando uno por uno.
Estos humillados eran bastante mediocres.
Afortunadamente ya no son como los que colaboraron con
los ocupantes nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Luego de eso, la derecha europea ha sido bastante
modosa, pues el enardecimiento nazifascista quedó
demasiado desacreditado luego de su derrota y de
cometer los peores crímenes que registra la historia,
aun incluyendo el actual Iraq. Solo algunos extremados
como el francés Jean-Marie Le Pen han logrado levantar
el ánimo del pequeño fascista que anida en cada
ramplón.
Me sorprende Venezuela. Uno creía, como Mafalda, que el
mundo quedaba lejos. Pero ahora resulta que el
reaccionario Le Pen es un señor de lo más inteligente y
besucón comparado con la ultraderecha venezolana. La
cosa merece estudio porque resulta que jamás un partido
venezolano, por copeyano que fuese, admitió ser de
derecha, como en Francia, donde todo el mundo habla de
izquierda y de derecha sin sobresaltos. En Venezuela
todos se presentan como progres. Eso sosegaba, porque
al menos les daba vergüenza declararse de derecha.
Pero los cinco últimos años han mostrado su verdadera
faz: que no eran de derecha sino de ultraderecha. La
imbecilidad que despliegan es deslumbrante. Una
escritora nerviosa de la ultraderecha venezolana
escribe un artículo convulso en que se propone
demostrar, si logré captar algo tras aquella espesura
de insultos sin demostraciones, que Hugo Chávez no es
el gran comunicador que dicen, sino un ignorante que no
sabe hablar. Lo acusa de practicar lo que esta autora
de Monte Ávila, y de merecimientos bastante literarios,
llama «analfabetismo escritural». Tú me dirás.
Seguramente hablará en sus libros de «hemorragias de
sangre» o consultará la hora en lo que Rómulo
Betancourt llamaba un «reloj de tiempo». Hasta los
inteligentes y cultos hablan como el peor tinterillo de
Globovisión cuando se acuerdan de Chávez.
A nuestra ultraderecha le ha dado por desatar una
pasión que había reprimido desde la Guerra Federal: el
racismo. Como los partidos de derecha querían ganarse
los votos de la mayoría, pues evitaban manifestaciones
discriminatorias. Me sorprende ahora el racismo
explícito de algunos cuya inteligencia me consta,
porque el racismo es un test para conocer el nivel de
lucidez o de estupidez.
En este capítulo de nuestra historia republicana,
luminoso y vergonzoso, hemos visto no solo racismo,
sino clasismo. Un editorial de El Nacional sostiene sin
timidez que los bolivarianos son «el mismo Lumpen de
siempre». Así sería el aturdimiento que su Editor
recusó el texto cuando se vio inundado de
indignaciones. Nuestra simpática ultraderecha habla de
lo más pierna suelta de «bidentes», 'que tienen dos
dientes'; de Mico Mandante; de hordas, de chusma, de
turbas, etc. Para ella, un bolivariano es algo así como
un cafre, un bárbaro, un vándalo. Los que aprueban el
asalto a la Embajada de Cuba califican de forajidos a
los bolivarianos. Los que no se alarmaron porque
Antonio Ledezma encabezase un cacerolazo de seis horas
a un anciano, nada menos que en el Año Nuevo y le
gritara «¡viejo canceroso!», tiemblan cuando se ven
frente a un bolivariano. Los que no se inquietaban
porque al padre Juan Vives Suriá iban a cacerolearlo en
el hogar de ancianos, donde vivía, temen pasar por la
Esquina Caliente. Los que no se conduelen porque sus
vecinos caceroleen a una moribunda gritándole «¡vete a
morir pa Cuba!», preparan escalofriantes planes de
contingencia contra un asalto imaginario del populacho
bolivariano. Se aprestan para ese asalto pero tienen
vista gorda para la importación de paramilitares
colombianos, que son, junto con Al Qaeda, la pandilla
más sanguinolenta del mundo. ¿Será que consideran que
Enrique Mendoza y Alfredo Peña son gente chic? Y los
intelectuales de la ultraderecha vitorean a Carlos
Ortega. Que hubiesen aclamado al gran novelista Mario
Vargas Llosa no hubiese alarmado y más bien enaltecería
a cualquiera, pero ¿a Ortega? No lograron deshonrarse
más porque tal vez no encontraron a nadie de más bajo
nivel intelectual.
Este período no solo nos ha permitido ver cómo en
Venezuela no había derecha sino ultraderecha, sino cuán
chocarrera era esa gente. Su chabacanería es
directamente proporcional a su antichavismo. Lo
habíamos vislumbrado en la esposa de Nicomedes Zuloaga,
cuando un juez intrépido lo acusó y metió preso,
esposado y todo, por un guiso malo. Aquella matrona
oligarca desplegó su más impulsivo vocabulario en sus
declaraciones epilépticas. Era un resplandor de la
conducta espasmódica que se desataría pocos años
después en la Plaza Altamira a partir del 22 de octubre
de 2002, cuando se acantonaron allí los heroicos
militares que protagonizaron el golpe de abril de ese
año. Las señoronas que habitaban esa plaza asaltaban a
toda persona de color oscuro, bramándole las ofensas
más chabacanas. Perdieron el glamour, si alguna vez lo
tuvieron.
Lo más conmovedor es que esa ultraderecha está
atrincherada en la idea temeraria de que los ignorantes
y chabacanos son los revolucionarios. Es más, ese es el
cimiento mismo de lo que por pereza mental llamaré su
ideario. En su intelecto colonial se percibe como la
élite educada, «blanca y de trato», europea, culta y
otras idioteces. Pero ponle un bolivariano famoso en
uno de sus restaurantes de lujo para que veas
dispararse lo que José Ortega y Gasset llamaba «la más
torrencial chabacanería». Escucharás decir «¡vete a
comer perros calientes!» y otras expresiones propias de
una inteligencia superior. Son los que te dicen desde
el fondo insondable de su ignorancia sin lagunas:
«¿Cómo puede un tipo inteligente y culto como tú apoyar
este gobierno?». He descubierto con pesar que quienes
preguntan eso o no son inteligentes o no son cultos.
Generalmente no son ni lo uno ni lo otro sino todo lo
contrario. Puede que hasta sean inteligentes, pero al
aparecerles Chávez en algún lóbulo cerebral se les
desintegra toda lucidez.
Es fenómeno general en toda la América Latina, donde
apenas hay derecha y sí un raudal de ultraderecha,
desde la Colonia. La secuencia es monótona: gobierno
legítimo y elementalmente justiciero inmediatamente
adversado y derrocado por la CIA con el correspondiente
sangrero. Nicaragua, República Dominicana, Colombia,
Guatemala, Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Ecuador,
Perú, Centroamérica y tres veces Venezuela (en 1902,
1948 y ahora), para solo hablar de la América Latina.
La lista es larga y todos los casos desbordan el
espacio de este artículo. Pero en todas esas ocasiones
se descubre cómo, con una pequeña ayuda de la CIA, la
derecha era ultraderecha fascista, sin embozo ni rubor.
Los más grotescos son los que fueron de izquierda. Y si
tienen piel oscura y/o nacieron en un barrio pobre,
criados en piezas, en piso de tierra, son todavía más
patéticos. ¡Si supieran lo que los señorones dicen de
ellos en privado! Se sonríen de su modo chapucero de
tomar los cubiertos y cuando los ven con un habano de
medio metro ya no pueden contener la merecida
carcajada. Es su problema, ya sé, pero me sigue
pareciendo lastimoso porque muchos de esos personajes
decidieron unilateralmente dejar de ser amigos de uno
para ser aceptados en la orilla de esos elegantes
salones de lo que este proceso nos ha mostrado que era
la verdadera chusma.
Question, junio de 2004
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