Pedir peras al Encino: El obsceno objeto del desafuero
09/09/2004
- Opinión
Durante el año que corre, el proceso dirigido a quitar el fuero al Jefe de Gobierno de la capital mexicana, que solicitó el Ministerio Público a la Cámara de Diputados para enjuiciarlo por la supuesta violación de la Ley de Amparo en el caso El Encino, ha absorbido la atención pública. La razón es sencilla: el mandatario del Distrito Federal es, por mucho, el puntero en las preferencias para la elección presidencial de 2006. Así que si López Obrador, quien ha esbozado un programa antineoliberal, es desaforado y procesado penalmente, quedaría excluido de la contienda. Un sector creciente de la población sospecha que eso es lo que busca el gobierno. Si éste lograra su propósito, las consecuencias serían impredecibles. Según diversos sondeos, la mayoría de los mexicanos piensa que el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es un buen gobernante, dice la verdad sobre el caso El Encino y es víctima de una maniobra política para excluirlo de la contienda electoral de 2006. Pero una parte, aunque está en desacuerdo con el desafuero solicitado por la Procuraduría General de la República (PGR), también piensa que AMLO sí violó la ley al desobedecer el mandato judicial durante un juicio de amparo, o al menos tiene dudas al respecto. En buena medida, esto es fruto de un sistemático bombardeo propagandístico. En los últimos años, de manera persistente, funcionarios del gobierno federal (incluyendo al presidente), diversos "formadores de opinión" afines a éste, y hasta miembros del poder judicial, han repetido en diversas formas que el jefe de gobierno del DF no acata la ley y quiere ponerse por encima de ella, cada vez que éste enfrenta lo que, en su criterio, constituyen actos de corrupción en perjuicio de los intereses ciudadanos. El antecedente: la polémica por la justicia ¿De dónde y cuándo surgió este perfil de AMLO como un gobernante que ignora y "desacata" la ley? Esta imagen fue construida a golpe de repetir el mismo tópico a través de los medios. Pero no fue consolidada, como podría pensarse, a raíz del caso El Encino (que sirvió al Poder ejecutivo para solicitar el desafuero), sino aprovechando un proceso anterior: el caso del predio Paraje San Juan. Así, pues, cuando el gobierno federal, mediante la PGR, inició la acción penal por supuesto desacato a un auto de suspensión en el marco de un juicio de amparo, contaba con esa imagen para dar alguna credibilidad a su actuación. Más adelante revisaremos con algún detalle los recovecos del caso El Encino, con el fin de mostrar que en cada una de sus fases el gobierno del DF se atuvo a los recursos legales, atendió y cumplió al pie de la letra los mandatos de los jueces y en ningún momento manifestó, por acción o por omisión, desprecio hacia las resoluciones judiciales. De ello se desprende que la acción penal iniciada por la PGR carece de todo sustento legal y que este proceso responde claramente a motivaciones políticas, no jurídicas. Pero antes es necesario examinar el antecedente del Paraje San Juan, pues no es posible entender el actual proceso de desafuero en la cámara de diputados sin conocer los desencuentros y factores disparadores del actual conflicto que aquel caso conlleva. Quedará claro que, en efecto, mientras se cocinaba en silencio el proceso de El Encino en los tribunales, preparando la acusación por desacato, el caso del Paraje San Juan sirvió para fraguar la imagen de una autoridad refractaria a someterse a las normas legales. Barrer la escalera de la corrupción Como se sabe, el presunto propietario del llamado Paraje San Juan, un terreno de 298 hectáreas que había sido expropiado años atrás, logró una sentencia a su favor que ordenaba al actual gobierno del Distrito Federal (GDF) el pago de la fabulosa suma de mil 810 millones de pesos como indemnización. Para entonces, las investigaciones ordenadas por el jefe del gobierno sobre el caso ya habían arrojado indicios de lo que en verdad había ocurrido: propietarios inexistentes, documentos falsos, destrucción de pruebas documentales en los registros públicos, falsificación de firmas (el caso de la firma de Marcelo Ebrard), intentos de cohecho, etcétera. Todo ello con la complicidad de funcionarios y la participación de poderosos personajes de la política convertidos en litigantes. En suma, un descomunal fraude, una ofensa a la justicia, que urdía un asalto contra los recursos públicos de los capitalinos, con la bendición de la "ley". Al jefe de gobierno se le notificó el dictamen de la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), del 5 de junio de 2002, que pronunciaba: el asunto del Paraje San Juan "ya constituyó cosa juzgada, esto es, verdad legal, por lo que tiene que cumplirse inexorablemente". Dirigentes políticos (destacadamente del PAN), algunos de ellos abogados y gestores de intereses privados, gritaban que la sentencia debía acatarse sin más; abogados y funcionarios judiciales, vinculados a la política, repetían que la sentencia era "cosa juzgada" y era inatacable, y legisladores que también eran abogados y litigantes hacían lo propio. Una hermosa familia de especímenes híbridos. El caso paradigmático fue el de Diego Fernández de Cevallos (político, legislador y abogado involucrado en estos litigios), quien dictó con voz estentórea: "¡Si hay sentencia que se acate!" En suma, el gobierno del DF sólo debía callar y pagar. Pero el hecho es que AMLO ni calló ni estuvo dispuesto a pagar. En cambio inició un ataque frontal contra esa lógica de aplicación de la "ley" y su "verdad", denunció la corrupción que ocultaba y puso en tela de juicio una administración judicial que aplastaba la justicia. Así, a la ley manipulada por los corruptos, opuso la ley al servicio de la justicia. Fue entonces cuando entró en la lid nada menos que la cabeza del Poder Judicial, buscando desacreditar los empeños legales que desplegaba el jefe de gobierno para evitar el fraude. Aunque AMLO expresamente no se colocaba fuera del cauce del derecho, los involucrados en la lógica que aquél combatía buscaron presentarlo como alguien que quería ponerse por encima de la ley. La campaña fue feroz. En verdad, lo que hizo el jefe de gobierno fue apoyarse en los recursos de la ley para evitar el abuso de ella. Congruente con ello, a principios de octubre de 2003, solicitó la intervención de la Suprema Corte para que, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 97 constitucional,[i] designase "a comisionados especiales que investiguen los hechos constitutivos de violaciones graves a las garantías individuales de los gobernados del Distrito Federal, como resultado de las conductas fraudulentas perfeccionadas a través del juicio de amparo 508/98, así como la conducta de los funcionarios judiciales que han participado en el presente asunto". La respuesta fue fulminante: el 10 de octubre, el presidente de la SCJN, ministro Mariano Azuela Güitrón, determinó que procedía desechar la petición de AMLO "por notoriamente improcedente". Lo más asombroso de esta conclusión era que se rechazaba la petición fundándose en que AMLO no era "gobernador". Evidentemente, la interpretación era, por decirlo lo menos, de una literalidad insólita y banal, que negaba legitimidad a un gobernante elegido en las urnas. Expertos jurídicos y aún funcionarios judiciales, entre otros, consideraron "absurda" esta resolución. Pero si el propósito era parar en seco la impugnación, mediante el argumento de la falta de representación legal del jefe de gobierno, el plan fracasó. AMLO perseveró en el cauce legal, provocando el escándalo en ciertos círculos y, como se verá, la furia del presidente de la SCJN, lo que, a su vez, fue inmediatamente aprovechado para presentar al reclamante como "enemigo" de la ley. Así, como suele ocurrir en estos casos, se invertían las cosas: el interesado en que se aplicara rectamente la ley era señalado como el adversario de ésta. Efectivamente, el 14 de octubre el gobierno del DF presentó ante la SCJN un recurso de reclamación mediante el cual argumentaba que AMLO sí tenía legitimidad para representar los derechos de los habitantes del DF, mismo que la primera sala de la Corte turnó al pleno el 29 de octubre. El propio AMLO acudió a la sede de la Corte el 24 de octubre para entregar una carpeta con abundantes pruebas de las irregularidades involucradas en el caso. Incluso depositó expedientes que mostraban que tres personas se ostentaban como propietarias del predio y revelaban los convenios que suscribió Enrique Arcipreste del Ábrego (el anhelante beneficiario de los mil 810 millones) con los demás a fin de repartirse la indemnización que fuera pagada. Toda una componenda que garantizaba a los implicados sendas tajadas a costa del erario capitalino. Pero el mandatario del DF incurrió en una transgresión política, un acto imperdonable a juicio de sus adversarios. En lugar de esperar calladamente a que la ley hiciera lo suyo, de acuerdo con las reglas tácitas del aparato, habló de las implicaciones del caso y tocó fibras sensibles. Y aquí se dio la ocasión para una de las polémicas públicas más ricas sobre la justicia y la ley de los últimos tiempos. Primero, AMLO dijo que no pagaría, pues ello implicaba utilizar los escasos recursos del presupuesto para convalidar un acto de corrupción: "esto es un asunto de principios —dijo—, si hay corrupción no se puede destinar ni un solo centavo del presupuesto, que es dinero del pueblo". Luego explicó por qué, a su juicio, no luchar contra la resolución lastimaría principios éticos y a la justicia misma. Para ello criticó tanto el enfoque que ve el caso sólo desde "la estrechez de los procesos legales" como la visión que pide acatar sin más sólo por ser "cosa juzgada". Preguntó: "¿Se va a pagar aun sabiendo que es un fraude y se va a cometer una injusticia?" Y para rematar hizo una crítica fuerte a la administración de la ley y al sistema judicial mismo. Si la Corte no tomase cartas en el asunto para investigar las irregularidades, sería "un caso de gran injusticia; no quedaría nada de credibilidad". Argumentó: "Estaríamos dando legitimidad a todo un sistema judicial corrupto, sin credibilidad, sin apego a la legalidad. Un sistema judicial que no busca la justicia".[ii] Entre los principales problemas del país mencionó la corrupción política (y las componendas y el saqueo del erario como sus secuelas), y propuso "limpiarla de arriba para abajo, como se limpian las escaleras". Inmediatamente, un coro de comentaristas manifestó su alarma por esta negativa "a cumplir la ley", y los diputados del PAN ante la Asamblea Legislativa exhortaron al mandatario a obedecer la resolución judicial. "Los desacatos" del jefe del gobierno, dijeron, atentaban "contra la democracia". Y adelantaron una tesis que luego tendría resonancia: "en su lógica autoritaria [AMLO] siempre tiene una amenaza o un chantaje para empujar una supuesta voluntad popular". Todo ello implicaba supuestos muy interesantes, aunque sorprendentes. Según este parecer panista, por ejemplo, litigar en los foros legales para impugnar legalmente una resolución era equivalente a un desacato y un atentado contra la democracia. ¿Cómo se desacata la ley mientras se ejercen recursos de defensa que reconoce la propia ley? Esto nunca se explicó. En realidad, los legisladores panistas estaban más preocupados por el hecho de que las protestas sociales contra las corruptelas, particularmente por parte de los habitantes del predio en litigio, para entonces iban en aumento. Por eso hablaban de que se empujaba "una supuesta voluntad popular". Sin embargo, lo cierto es que por parte de las autoridades del DF nunca hubo señal alguna de desobediencia a los tribunales, sino de no darse por vencido en el empeño de que primara la justicia, para lo cual utilizaban todos los recursos que les ofrecía la misma ley. El propio AMLO indicó que ni las acciones legales ni sus palabras implicaban rebeldía alguna contra la Corte. Si los argumentos del gobierno de la ciudad no resultaban válidos, se acataría la decisión, y se buscarían nuevos medios legales.[iii] Esto ni siquiera aminoró el ímpetu de la campaña. ¿Qué quería decir AMLO cuando afirmaba que no pagaría el fruto de actos de corrupción porque estaba "moralmente impedido" y que se atenía "a las consecuencias"? Hasta donde alcanzo a entender, significaba que —en la eventualidad de que ya no le quedasen opciones legales— , estaba dispuesto a abandonar su puesto para no hacerse cómplice de lo que, en conciencia y en consonancia con los principios que profesa, consideraba inadecuado. ¿Bradbury o Kafka? Pero ninguno de sus adversarios quiso entenderlo así. Para ellos, se trataba simplemente de un ataque a la ley. Y la propaganda arreció: López Obrador era un "peligro" para el estado de derecho. La campaña llegó a su límite cuando el propio presidente de la corte suprema del país se lanzó al ruedo, el 27 de octubre, para defender la "libertad". Utilizando un estilo elíptico (y a veces enrevesado), Mariano Azuela dijo que para "acabar con la libertad [...], que es lo que hace que crezca el pueblo y no sea una simple masa, entonces vemos que acabar con los libros, buscar que no se lea, es un instrumento fenomenal". Aprovechando que hablaba en una feria de libros jurídicos, Azuela tomó como hilo de su discurso la novela Farenheit 451, de Ray Bradbury, la conocida alegoría en torno a la prohibición y quema de libros. Y de ahí extrajo su moraleja: los que no leen "corren el riesgo de ser manipulados por quienes quizás, con sagacidad, utilizan sus propios objetivos para dar apariencia de una democracia populista, donde es el pueblo el que decide qué es lo correcto". Finalmente, alentó a la sociedad a "instruir su intelecto mediante los libros", para evitar que "el pueblo sea un conjunto de seres manipulados que, finalmente, den [la] apariencia de una decisión de todo un pueblo, cuando en realidad no son sino [el] reflejo de aquellos que hábilmente los han sabido manipular". Ni el más distraído de los ciudadanos dejó de advertir que el objeto de las indirectas de Azuela era el jefe de gobierno. Había algo de riesgoso en su alocución sobre el costo de no leer, pues parecía una crítica involuntaria al presidente Vicente Fox, quien no es muy afecto a "instruir su intelecto mediante los libros", e incluso en una ocasión sugirió que existía una relación positiva entre ser feliz y apartarse de la lectura. Pero, al margen de esos detalles, centrémonos en el fondo de la insólita arenga de Azuela. El magistrado presidente advertía, pues, contra la manipulación que podía resultar de no leer. La manipulación, a su vez, podía provocar la "democracia populista", una variante del flagelo contra el que habían alertado antes los legisladores panistas: la supuesta voluntad popular. Azuela proponía una variación radical de la mirada. Mientras AMLO miraba hacia dentro del castillo de la justicia y hablaba a los ciudadanos de los abusos que veía dentro de las paredes de ese palacio, Azuela buscaba desesperadamente desviar la atención hacia otro punto, convencer de que la fuente del mal se encontraba afuera, en la deficiencia de la gente misma. Mientras el primero veía los peligros en la manipulación que se hacía de la ley en los salones y pasillos del sistema judicial, el segundo alertaba de los peligros de ventilar ante la gente lo que allá ocurría, una transgresión que sólo podía desembocar en la manipulación populista. Para uno, la sociedad es finalmente el árbitro del sentido de lo correcto, la que decide; para el otro son los magistrados y jueces los únicos intérpretes de lo correcto y en ellos radica la decisión.[iv] Para uno el principal peligro es la manipulación del derecho en tanto afecta a la justicia, para el otro el riesgo lo constituye la manipulación del pueblo en tanto pone en cuestión el ejercicio del derecho. Para uno la justicia es la sustancia de la ley, para el otro la ley es la sustancia de la justicia. Es por todo ello que para AMLO era importante no apartar la mirada de la arquitectura judicial, para ver sus rincones oscuros, ventilar sus corredores; mientras que para Azuela era vital proteger el castillo de las intromisiones de los que se arriman a sus puertas, pretendiendo ver su interior. Para AMLO el verdadero tema que planteaba el caso del Paraje San Juan era el sentido de la justicia; para su contradictor el punto clave era la majestad de la ley y el derecho.[v] De ahí que Azuela busque un asidero en la mencionada obra de Bradbury para destacar algún amago contra la libertad, una amenaza que es externa al aparato de la ley, que viene del exterior. Pero, para abordar con provecho el problema que le preocupa al jefe de gobierno, la referencia relevante es más bien El proceso de Franz Kafka y la curiosidad de éste por la obscenidad interna de la ley. Es esa obra la que nos presenta el enorme palacio de la justicia como un edificio a cuyas puertas vigiladas el ciudadano (el señor K.) aguarda. Pero aunque esas puertas están hechas para el señor K., éste jamás logra traspasarlas. Al final, antes de sellarlas, el guardia dice: "Sólo tú podías entrar por estas puertas, puesto que están destinadas exclusivamente para ti. Ahora voy a cerrarlas". Como recuerda Slavoj Žižek al analizar este pasaje kafkiano sobre "la puerta de la ley", su sentido profundo es que "no puede transgredirse la frontera que separa la vida cotidiana del lugar sagrado de la ley".[vi] En eso consistió la gran transgresión de AMLO, que provocó la ira en los círculos de poder: su intento de conectar la vida de la gente con la esfera de la ley, esto es, enlazar una resolución judicial que no "veía" o no quería ver la corrupción, con los efectos que ésta provoca en la existencia de los ciudadanos. En el mundo alucinado del castillo, la ley funciona con su propia lógica y sus propias reglas, sus ritos y sus oficiantes. Los profanos deben mantenerse al margen, si acaso a las puertas, jamás hablándole de justicia al tribunal e interpelándolo. Según como se miran las cosas desde el castillo de la ley, sólo la manipulación del pueblo, convertida en "masa", puede incitar a la gente a albergar el deseo insano de hablar al Tribunal. Por lo demás, en el universo kafkiano "los intentos de establecer el modo de funcionamiento del Tribunal mediante el razonamiento lógico están condenados de antemano a fracasar". El señor K. es envuelto en esta racionalidad y, sumergido en ella, está perdido. "El error fatal de K. —dice Žižek— consistió en dirigirse al Tribunal, al Otro de la ley, como una entidad homogénea sobre la que se podría influir con una argumentación consistente, mientras que el Tribunal sólo puede devolverle una sonrisa obscena, mezclada con signos de perplejidad". En efecto, "K. espera del tribunal una acción (medidas legales, decisiones), pero lo que obtiene es un acto" impúdico, que allí puede interpretarse como el deseo decadente que invade el recinto.[vii] El grito del texto kafkiano contenido en esta visión del aparato de la ley es que, en lugar de acciones provechosas, el ciudadano recibe los reflejos apenas visibles (la "luz débil", "el vaho", la "niebla blanquecina" que inundan el recinto del Tribunal y dificultan la vista, según la descripción de Kafka) de una cadena arrolladora y caótica de actos de corrupción. En ese mundo muerto, enloquecido, quizás el comportamiento de K. era más una fatalidad que un error, pues allí no tenía otra opción. Para que ese Tribunal funcione, se requiere que el sujeto se dirija sólo a él y en sus propios términos. En cambio, en el "mundo de la vida" —a que hace referencia Habermas— hay la opción de no dirigirse al tribunal en los mismos términos del desdichado K. Es a eso a lo que apostó AMLO. Finalmente, El proceso ilumina una contradicción entre verdad/justicia y ley que aquí viene perfectamente a cuento. Además, nos permite entender lo que en la maquinaria del Tribunal kafkiano significa realmente la ley: un mecanismo necesario que no se compromete con la sustancia de ninguna verdad, una máscara vacía, una voz sin sujeto. El teatro griego inventó la máscara como persona; la ley enmascara un vacío, una ausencia. De nuevo Žižek ha advertido esta peculiaridad. El rasgo distintivo de la ley, dice, "es que no hay ninguna verdad sobre la verdad. Cualquier garantía de la ley tiene el estatuto de una apariencia, de un semblante; la ley es necesaria sin ser verdadera".[viii] El sacerdote de la novela de Kafka lo dice sin desperdicios: "no es necesario aceptarlo todo como verdadero; sólo hay que aceptarlo como necesario". La necesidad de la ley y la verdad de la justicia se oponen. En ese contexto opresivo, querer que las cosas sean de otra manera, es como pedir peras (justicia/verdad) al olmo (la ley). En el asunto que nos ocupa, hasta ahora, sería tanto como pedir peras a El Encino (y a este caso se puede agregar una larga lista: matanzas de opositores, Paraje San Juan, rescates bancarios, escándalos de Vamos México y Pro-Vida, etcétera). Es a esta fatalidad ominosa a lo que ha querido oponerse AMLO en los últimos años. En respuesta, desde lo más alto del Tribunal (o de la Corte), se proyecta la voz de la ley, como un dios implacable: "¡La ley es necesaria, y todo lo demás sale sobrando!" Pero contra los cálculos de la voz suprema del Tribunal (en su versión kafkiana), la SCJN dio un paso adelante y, el 4 de noviembre de 2003, tomó la resolución de conocer el recurso interpuesto por el GDF en contra del fallo que lo obligaba a pagar la indemnización mencionada. La Corte no pudo abstraerse de la nueva situación creada por la irrupción del debate público. El cambio en los términos en que el GDF se dirigió a la Corte, como por arte de magia, al menos por un momento deshizo el maleficio, disolvió la "niebla blanquecina". Se había abierto una grieta en el monolito de la ley azueliana; se entreabrían las puertas para el señor K. Además, la Corte sentó una jurisprudencia trascendental. Como se recordará, el ministro Azuela quiso cortar por lo sano (es un decir) al sostener que el jefe de gobierno carecía de "legitimación" para solicitar la investigación de los actos fraudulentos, por no ser éste gobernador de una entidad federativa. La Corte aceptó que el jefe de gobierno sí está legalmente facultado para los efectos del artículo 97 constitucional, equiparando sus atribuciones a los gobernadores de los estados de la federación.[ix] De suyo, la decisión de la Corte revestía una enorme importancia. Pero ésta se agigantaba si tomamos en cuenta que a la sazón el gobierno capitalino estaba sometido a una verdadera andanada de demandas de similar carácter al del Paraje San Juan, varias de las cuales supondrían la erogación de indemnizaciones millonarias. El oficial mayor del GDF informó que el monto de esas demandas era de tal volumen que no alcanzaría para pagarlas todo el presupuesto de ese año. En esa eventualidad, el gobierno capitalino se convertiría en una mera ventanilla de pago de las mafias del tráfico de influencia y del fraude en gran escala. Evidentemente, el tipo de demandas que esos grupos habían convertido en una de las bellas artes era ya una industria muy lucrativa; y para enfrentar este fenómeno el gobierno requería la facultad que la Corte le había reconocido. Conviene recordar los casos pendientes entonces: la mina La Mexicana y los predios El Encino (ambos casos litigados contra el gobierno por la misma persona), Los Novillos y Fama Montañesa.[x] Finalmente, por lo que hace al caso de Paraje San Juan, el 23 de noviembre de 2003, la Corte dio entrada a un recurso de nulidad del juicio terminado, por fraudulento, que había interpuesto la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. El caso no está concluido; pero con los recursos que las autoridades y los representantes del DF interpusieron en su momento, el asunto tomó un giro diferente. Con el tiempo, las pruebas acumuladas que apuntan a que hubo un intento de fraude descarado son ya abrumadoras. Fundado en las evidencias, el ministerio público capitalino abrió procesos por diversos delitos contra el demandante Arcipreste del Ábrego y sus cómplices. Habrá que esperar el desenlace. El Encino y el desafuero Al parecer, el caso anteriormente discutido está bien encaminado. Pero, como se dijo al principio, el Paraje San Juan también sirvió de plataforma para hacer propaganda sobre la supuesta poca afección del gobierno capitalino a respetar la ley. Mientras transcurría la batalla pública y legal en aquel litigio, se fraguaba silenciosamente, fuera de los focos públicos, el andamiaje de una acusación de desobediencia a un auto de suspensión que daría pretexto al gobierno federal para solicitar el desafuero de López Obrador en la cámara de diputados. De hecho, en el caso de Paraje San Juan fracasó la intención de llevar al jefe de gobierno a la ratonera del desacato, dado que éste supo utilizar los recursos de la misma ley para oponerse a la lógica de la "cosa juzgada". Era el turno del caso El Encino. Conviene dar un paseo por el bosque encantado del proceso de El Encino, atravesar brevemente sus fases y recovecos. Durante el recorrido podremos observar con cuidado el desempeño de los administradores de la ley y preguntarnos si hubo inobservancia de las resoluciones judiciales por parte del gobernante capitalino. Se verá que no existió desacato alguno y, en cambio, hubo un montaje cuidadoso de la acusación y un manifiesto desprecio tanto de evidencias cruciales como de principios del derecho. Fue un proceso caracterizado por la ausencia de un elemental savoir faire jurídico y aun de elegancia: El 12 de septiembre de 2000, se publica el "Programa Parcial de Desarrollo Urbano de la Zona Santa Fe", que ordena construir las vialidades internas Vasco de Quiroga y Carlos Graef Fernández, atravesando dos pequeñas porciones del predio "El Encino". Por decreto del 9 de noviembre siguiente se expropiaron las dos fracciones necesarias para dotar de servicios públicos a la zona y comunicar un hospital. El 4 de diciembre (un día antes de la toma de posesión de AMLO como jefe de gobierno), la presunta empresa propietaria de las fracciones ("Promotora Internacional Santa Fe, S.A. de C.V.") promueve un amparo contra del decreto expropiatorio, que se radica en el Juzgado Noveno, cuyo titular era Armando Cortés Galván. La demanda alega que se bloquea "todo acceso al predio", a pesar de que el decreto "únicamente se refiere a dos fracciones" del terreno. En consecuencia, se pide la suspensión provisional de las obras. El 6 de diciembre del mismo año, el juez negó la suspensión provisional que había solicitado la empresa. Ésta apeló y obtuvo una resolución positiva del Tribunal Colegiado. Así, el Juzgado Noveno se vio obligado a conceder la suspensión provisional el 13 de diciembre, pero sólo "para el efecto de que las autoridades se abstengan de bloquear y cancelar los accesos al predio". No se indica, pues, que las autoridades deban suspender todas las obras. Pero aquí aparece por primera vez la peculiar coloración de este proceso, pues el juez Cortés Galván advierte que concede la suspensión en "acatamiento a la resolución de la superioridad" (el Tribunal Colegiado), "sin que pase desapercibido —agrega— que en ella se omitió estudiar el requisito previsto en el artículo 124, fracción III de la Ley de Amparo, numeral que en forma conjunta con la fracción II del precepto legal en cita, sirvieron de fundamento para negar la suspensión provisional..." ¿Qué requisitos indican los numerales mencionados de la Ley de Amparo? Respectivamente, que de la suspensión "no se siga perjuicio al interés social" y que los daños o perjuicios que se causasen con los actos (las obras) "sean de difícil reparación". Según el Juez Noveno, con las obras no se seguía ninguna afectación difícil de reparar y, en cambio, la suspensión de las mismas perjudicaba el "interés social" (de la población de la zona y, en particular, de un hospital). En suma, a juicio del juez, la suspensión implicaría poner el interés de la empresa por delante del interés social, sin que hubiera además algún daño irreparable para aquélla. Pero la empresa fue más allá y presentó un incidente contra el GDF por violación de la suspensión provisional, dado que supuestamente éste continuaba las obras. Demostrando que lo cortés no quita lo valiente, con el mismo sentido de la justicia, el 10 de abril, el Juez Noveno resolvió que era improcedente el incidente de la empresa, pues aunque ésta alegaba que se proseguían las obras, ninguno de los documentos que aportaba eran "suficientes para demostrar la violación a la suspensión provisional, toda vez que de ninguno de ellos se advierte que las autoridades [del DF] estén bloqueando o cancelando los accesos al predio de la quejosa con posterioridad al otorgamiento de la medida provisional..." Cuando el juzgado superior de Distrito concedió la suspensión definitiva el 14 de marzo de 2001, fue claro que era "para el único efecto" de que se detuviesen las obras "en la parte de las fracciones expropiadas que servían de acceso" y para que estas entradas (ya existentes en el predio) no se cancelasen. En resumidas cuentas, la orden de los jueces era clara: suspender las obras sólo en las partes que servían de acceso. Cabe preguntarse ahora qué hicieron las autoridades del DF a partir de ese momento. ¿Acaso siguieron bloqueando los accesos, desobedeciendo la orden judicial? Es esa la versión interesada que hacen circular los funcionarios del gobierno y ciertos medios. Pero el curso del proceso no avala esa versión, sino todo lo contrario. Las autoridades del DF obedecieron al pie de la letra las órdenes de los jueces: se abstuvieron de bloquear los accesos y paralizaron los trabajos en los lugares correspondientes. No obstante, el 17 de agosto de 2001, la empresa volvió a la carga: denunció la supuesta violación de la suspensión. Mentía, como quedó en evidencia más adelante. En respuesta, el 27 del mismo mes y año, el secretario de gobierno del DF, a su nombre y del jefe de gobierno, rindió al Juez Noveno un informe sobre el estricto acatamiento de la suspensión. ¿Era la palabra del GDF contra la de la empresa?. No, ya que el Juez Noveno se allegó las pruebas para aclarar el asunto, mediante la inspección ocular del actuario del juzgado, misma que se realizó el 28 de agosto. Vale la pena citar las partes sustanciales del testimonio de este fedatario judicial: [...] me cercioré de la existencia de una vereda de aproximadamente cincuenta centímetros de ancho que presenta condiciones gráficas [sic] irregulares ya que en ella se encuentran piedra, lodo, ramas que pertenecen a la geografía. Haciendo constar que en forma personal puede constatar que a través de esa vereda pude acceder al interior [del] predio que constituye "El Encino", atravesando por una puerta de malla ciclónica [...] Asimismo, hago constar que una vez iniciada la caminata a través de dicha vereda me encontré con una persona de sexo masculino quien manifestó ser el velador del inmueble "El Encino" y refiriéndome además que él vive en el centro del terreno, pudiendo cerciorarme de lo anterior ya que a través de la caminata llegué hasta la casa, en la que había varios perros de diversos tamaños. Lo anterior se llevó a efecto en la parte [sur] del predio que colinda con la Avenida Fernández Graef. Por cuanto a la parte norte del predio que colinda con la avenida Vasco de Quiroga [...] este fedatario judicial tuvo acceso [...] a través de un camino con características geográficas similares a la vereda anteriormente descrita [...] En resumidas cuentas, lo que el actuario indica con su especial estilo es que pudo entrar al predio por los accesos existentes, tanto por su parte sur como por su parte norte; que los caminos no habían sido tocados durante mucho tiempo, pues presentaban condiciones "que pertenecen a la geografía", y que incluso en el centro del terreno vivía un velador, a cuya casa pudo llegar sin dificultad. Por tanto, los accesos no habían sido bloqueados ni allí se realizaban obras, tal como ordenaba el juzgado. La empresa no decía la verdad. En consecuencia, el tribunal correspondiente — atendiendo a esta "verdad" que derivaba de un fedatario judicial— debió concluir que la suspensión no había sido transgredida (como alegaba la empresa), que el GDF estaba obedeciendo la resolución del tribunal y no había violación alguna a la Ley de Amparo. Y eso es lo que probablemente habría ocurrido si el juez Cortés Galván hubiera conocido del asunto. El giro del 30 de agosto de 2001 No fue así. Para el 30 de agosto, el juez Cortés Galván había sido removido por el Consejo de la Judicatura. Evidentemente, este juez no estaba actuando de acuerdo con el guión que debía conducir a la imputación de un delito al jefe de gobierno. Como quedó dicho, incluso se permitió observar la omisión de requisitos previstos en la Ley de Amparo, cuando el tribunal superior otorgó la suspensión al presunto dueño de El Encino. El consejo escogió al juez Álvaro Tovilla León para ocupar el lugar de Cortés Galván. Tovilla León demostraría en el caso El Encino, y más tarde (al ocuparse del caso FOBAPROA-IPAB), que era el hombre requerido. El proceso dio un giro dramático y en adelante mantuvo esa dirección hasta su punto final. Aquél día, el nuevo Juez Noveno declaró fundado el incidente de violación de la suspensión definitiva, haciendo a un lado las pruebas (particularmente el citado testimonio del actuario de su propio juzgado). Con esto la historia del caso cambia completamente, pues comienzan a acumularse los elementos que desembocarían en la solicitud de desafuero contra el jefe de gobierno. El 12 de septiembre, el secretario de gobierno del DF interpuso un recurso de queja en el que destacaba lo ya indicado: ninguna autoridad había dado orden ni ejecutado obra alguna en desobediencia de la suspensión en los lugares señalados por el auto judicial. Fue inútil. El 23 de enero de 2002, el Séptimo Tribunal Colegiado en materia administrativa del Primer Circuito confirmó la resolución del juez Tovilla León. Ocurrió algo digno de mención. La votación fue por mayoría: dos a favor y uno en contra. El voto en contra (que no encontró violación alguna imputable al GDF) fue del presidente de la sala y ponente de la resolución, esto es, del magistrado que había estudiado a fondo el asunto. Pero los dos magistrados restantes del Séptimo Tribunal decidieron esparcir el "vaho" kafkiano en su recinto, pues no se contentaron con ignorar el testimonio del actuario, favorable al GDF, sino que fueron más allá: emitieron un criterio inusitado —digno de figurar en una de las obras de Borges, el autor favorito del presidente Fox, Historia universal de la infamia—, según el cual la autoridad del DF no sólo debía garantizar los accesos para personas, sino también para vehículos. Absurdo, por decirlo suavemente. Vamos por partes. Lo primero es que tal criterio confirmaba los alegatos del GDF, en el sentido de que había cumplido con respetar los accesos, tal y como estaban al momento del auto de suspensión. Pero lo segundo es que, ahora, el tribunal agregaba una nueva obligación (paso para vehículos), que al no haberse cumplido llevaba al juzgado a confirmar la violación de la Ley de Amparo por parte del GDF. Puesto que esos accesos para vehículos no existían al momento de concederse a la empresa la suspensión en el juicio de amparo, ¿el criterio de los jueces quería decir que el GDF debió adivinar esta nueva exigencia y que, con dinero de los contribuyentes, las autoridades capitalinas debieron construirle a la empresa su entrada para vehículos? Mas, suponiendo que las autoridades capitalinas hubieran sido tan obsequiosas, y hubieran procedido a abrir esa vía en el predio antes de la confirmación del Séptimo Tribunal, ¿no habría precisamente la empresa presentado este hecho como prueba de que el GDF continuaba las obras, haciendo caso omiso de la prohibición judicial? Así que se trataba de colocar a la autoridad capitalina en un dilema y responsabilizarla de desacato a como diera lugar: o por no haber hecho una obra adicional (a lo que no estaba obligada) para el paso de vehículos; o por continuar las obras, en el caso de que hubiera abierto el acceso vehicular. A esto se refería Žižek cuando hablaba de la obscenidad interna de la ley que obsesionaba a Kafka. La cosa no quedó allí. El 13 de febrero de 2002, el Juez Noveno continuó su trabajo: dictó un acuerdo que requería a las autoridades del DF el retiro "de toda la maquinaria y equipo de construcción que se encuentre en las fracciones expropiadas a la parte quejosa". El juez Tovilla León hace así una modificación de fondo de la sentencia anterior, pues ahora va más allá de lo que había pedido originalmente la empresa (retirar la maquinaria de las partes que servían de acceso) y extiende la prohibición a todas las fracciones expropiadas. No obstante, de inmediato el GDF instruyó el acatamiento de esta resolución. Y el paso final. El Juez Noveno concedió el amparo en contra del decreto de expropiación del DF, sentencia que fue confirmada por el Séptimo Tribunal Colegiado el 17 de abril de 2002. ¿Acaso el gobierno capitalino ignoró la sentencia? El 20 de agosto siguiente se publicó el decreto del GDF que dejaba sin efectos su decreto expropiatorio del 9 de noviembre de 2000, en acatamiento de la sentencia. Como se sabe, el gobierno capitalino decidió construir una vía alterna para comunicar el hospital, fuera de la fracción del predio origen del litigio, obra que supuso un considerable gasto adicional. Fue inaugurada el pasado 6 de septiembre. Saldos de la batalla Si uno observa el proceso resumido arriba haciendo un esfuerzo de equilibrio (incluso omitiendo las extrañas irregularidades que lo atraviesan) puede verlo como un litigio normal en términos de los estándares nacionales, en el que una de las partes logra su cometido: anular un decreto de expropiación. Los jueces ordenan la anulación del decreto expropiatorio, y el GDF obedece la sentencia. No hubo daño alguno a la parte quejosa. Hasta ahí, el proceso pudo ser olvidado en poco tiempo. La consecuencia nefasta de este proceso, que lo hará memorable, es que en su marco se tejió una maniobra para inculpar de un delito penal a un mandatario legítimo con el propósito de conseguir un obsceno fin político: excluirlo del sufragio nacional que se avecina. El presunto dueño del predio obtuvo su parte: revocar la expropiación; y el gobierno federal colmó el objeto de su deseo: el pretexto para promover la persecución penal de López Obrador. Un oscuro quid pro quo. Ese es el principal saldo sombrío del caso El Encino. Ahora bien, pese a todo, los estrategas de esta confabulación no las tienen todas consigo. El artículo 206 de la Ley de Amparo equipara la desobediencia de un auto de suspensión —delito del que se pretende acusar a AMLO— al delito de abuso de autoridad establecido, a su vez, en el artículo 215 del Código Penal Federal. El problema es que en este artículo no se incluye la conducta que señala el 206 de la Ley de Amparo. Por tanto, no hay una sanción determinada para la desobediencia de un auto de suspensión. Así, pues, dado que según un principio del derecho no puede haber crimen ni pena sin ley, la acusación contra AMLO se desvanece en el aire. Entonces, se preguntará el lector, ¿cómo ha procedido hasta ahora el ministerio público federal cuando se le han presentado casos similares? Aquí es cuando aparece más claramente el carácter faccioso y políticamente sesgado de la acusación penal contra el jefe de gobierno. En todos los casos similares, excepto en el de López Obrador, la PGR ha procedido estrictamente de acuerdo con el criterio antes indicado, esto es, que no hay delito y, por tanto, no procede el ejercicio de la acción penal. La PGR ha sostenido este criterio en varios casos conocidos (en los que se involucra a funcionarios que son de la simpatía del gobierno federal). Sólo a modo de ejemplo, tomemos el caso de dos funcionarios (panistas) de la Delegación Miguel Hidalgo supuestamente responsables del delito en un juicio de amparo (el 744/2002). Aquí la PGR hizo una elaborada argumentación para determinar el no ejercicio de la acción penal, pues "el aludido tipo penal del artículo 206 de la Ley de Amparo no tiene señalado pena alguna" y, continúa la PGR, "el artículo 14 constitucional señala que en los juicios del orden criminal queda prohibido imponer por simple analogía o aún por mayoría de razón pena alguna que no esté decretada por una ley exactamente aplicable al delito de que se trata". Lo que no ha podido explicar la PGR es por qué en unos casos aplica el criterio indicado y únicamente cuando se trata del jefe de gobierno del DF aplica otro, para —ahora sí— proceder al ejercicio de la acción penal. ¿Existen en el "gobierno del cambio" varas legales diferentes para medir, según que el ciudadano sea amigo o adversario del grupo en el poder? ¿En eso vino a parar la justicia en la "democracia": la aplicación de la ley a satisfacción del poderoso en turno, una especie de libidinización de la política? Otra costura que se observa en el caso se refiere al hecho de que el delito de abuso de autoridad corresponde al tipo de delitos dolosos. Es decir, debe existir la intención de cometer el delito. Así que si se acusa a AMLO de abuso de autoridad debe probarse que existen actos en el curso del juicio de amparo que revelan la intención de cometerlo. Un examen del juicio en cuestión prueba que ninguna autoridad del DF realizó acción alguna encaminada a desobedecer las resoluciones judiciales y que, además, hubo un especial cuidado en dejarlo de manifiesto (en diversos oficios, instrucciones e informes). En cada una de sus fases, las decisiones de los jueces fueron acatadas. Así que el alegado delito de abuso de autoridad se cae por su propio peso. La conclusión a la que podemos arribar es clara: la PGR debió, en estricto apego a la ley y a los propios criterios que en casos similares había aplicado, declarar que no había delito y que, en consecuencia, no procedía el ejercicio de la acción penal. Para justificar su actuación en sentido contrario, altos funcionarios del gobierno federal han replicado que el ministerio público no actuó con intención política ni mala fe, pues sólo obedeció un mandato judicial al que estaba obligado (la PGR "no tenía para dónde hacerse", Santiago Creel dixit). Según esto, la PGR estaba obligada a iniciar la acción penal y a solicitar el desafuero de López Obrador; no tenía otra opción. Esta coartada ha sido repetida como un eco interminable por ciertos medios. Es radicalmente falsa. Busca exonerar de toda responsabilidad al gobierno federal, cubrirlo con el velo de la neutralidad de la ley y un mandato judicial. En realidad, para usar la elegante fórmula de Creel, la PGR sí "tenía para dónde hacerse"; por ejemplo, podía hacerse para el lado del derecho. El artículo 21 constitucional establece que la "investigación y persecución de los delitos incumbe al Ministerio Público", mientras la "imposición de las penas es propia y exclusiva de la autoridad judicial". Son dos ámbitos claramente definidos. Así, pues, el Ministerio Público tiene el monopolio de la acción penal y ninguna resolución judicial puede "obligarlo" a ejercerla. Lo que tenemos en el presente caso es una sentencia de un amparo que, en rigor, dejaba en manos de la PGR determinar si ejercía o no la acción penal contra el jefe de gobierno. Entonces, la PGR decidió en el sentido que ya conocemos, retorciendo el derecho. Tendría que asumir, junto con el gobierno federal, la responsabilidad absoluta de su determinación y no buscar descargo o justificación en otra parte. Fue una decisión de una gravedad suprema. Se quiera aceptar o no, involucra una arremetida contra la voluntad popular, pues el proceso de desafuero del jefe de gobierno de la capital ataca directamente el derecho de los ciudadanos a decidir quién gobernará el país, sin que les recorten arbitrariamente las opciones. El asunto no puede reducirse al problema de una persona. Están en juego la legalidad y la vida democrática del país. Es inadmisible que los instrumentos del poder sean utilizados para eliminar políticamente a los adversarios, pretextando razones jurídicas. Un amago autoritario de este tipo es especialmente peligroso en la actual coyuntura. Aún es tiempo de abandonar ese riesgoso rumbo. Pero para ello es necesario que las puertas de ley no sigan selladas por el obsceno objeto del poder que pretende resolverse en el desafuero. México, DF, 10 de septiembre de 2004. * Héctor Díaz-Polanco es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas). Obras recientes: Indigenous peoples in Latin America. The quest for self- determination (Westview Press, Colorado/Oxford, 1997), México diverso (Siglo XXI Editores, México, 2002), ésta con Consuelo Sánchez, y El canon Snorri. Diversidad cultural y tolerancia (UCM, México, 2004). Notas: [i] El artículo 97 dice: "La Suprema Corte de Justicia de la Nación podrá nombrar alguno o algunos de sus miembros o algún Juez de Distrito o Magistrado de Circuito, o designar a uno o varios comisionados especiales, cuando así lo juzgue conveniente o lo pidiere el Ejecutivo federal o alguna de las Cámaras del Congreso de la Unión, o el Gobernador de algún Estado, únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual. También podrá solicitar al Consejo de la Judicatura Federal, que averigüe la conducta de algún juez o magistrado federal". [ii] A menos que se indique lo contrario, las cursivas son nuestras. [iii] En el mismo sentido, el secretario de gobierno indicó que en caso de que no se aceptase integrar la comisión pedida por el GDF, se buscarían otras opciones legales. (La Jornada, 27 octubre 2003). [iv] Llevado hasta sus últimas consecuencias, este criterio implicaría que, una vez que la sociedad mexicana se da unas normas, ya no tiene nada que considerar al respecto ni tiene nada qué decir. Es difícil conciliar este punto de vista, sobre todo si proviene de un jurista, con nuestro actual artículo 39 constitucional. [v] Antes de concluir este escrito, el 8 de septiembre de 2004, el magistrado Azuela volvió al ataque, esta vez para hacer un llamado a salvaguardar "esa majestad del derecho que elimina para siempre el capricho de un gobernante que pretende estar por encima de la ley". Ahora, Azuela no sólo fue más directo en su referencia a López Obrador, sino que adoptó la fórmula utilizada por Vicente Fox frente a los legisladores panistas unas semanas antes, cuando éste los exhortó a votar por el desafuero para evitar que cualquier autoridad quiera ponerse por encima de la ley. El jefe del Poder Ejecutivo y el presidente del máximo tribunal exhibiendo su consonancia respecto al proceso de desafuero. [vi] Slavoj Žižek, Mirando al sesgo, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 244. En el marco de ese universo en el que "el Otro de la ley aparece como incompleto", el autor agrega: "Nunca podemos llegar a la última puerta de la ley". Ibídem, p. 249. [vii] Ibíd., pp. 246-247. Cursivas del original. [viii] Ibíd.., p. 248. Cursivas del original. [ix] Al día siguiente, López Obrador expresó satisfacción por el dictamen del pleno de la Corte, pues con ello "dejo de ser gobernante de la república del limbo y ya soy gobernador o jefe de gobierno del Distrito Federal". [x] Mientras redactaba este texto, el gobierno ganó el caso de La Mexicana en los tribunales. Involucraba unas 20 hectáreas por un valor aproximado de dos mil millones de pesos. Los medios adversos al jefe de gobierno, desde luego, guardaron silencio.
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