Silencios y complicidades sobre las Expediciones Bowman
08/05/2014
- Opinión
Cuando Aldo González, dirigente zapoteco de la Unión de Organizaciones de la Sierra de Juárez, en enero del año 2009 denunció el Proyecto México Indígena por geopiratería y estar financiado por la Oficina de Estudios Militares para el Extranjero (FMSO, por sus siglas en inglés) del Departamento de Defensa de Estados Unidos, ningún colegio profesional de antropólogos, geógrafos o sociólogos en el país salió en su defensa, frente a la réplica airada de los profesores Peter Herlihy y Jerome Dobson, de la Universidad de Kansas, coordinadores de la investigación, quienes pretendieron acusarlo de ostentar falsamente una representación comunitaria, estar políticamente motivado y hacer cargos sin fundamento. Pasados cinco años desde que se desató esa controversia, y escritos ya numerosos artículos e, incluso, un libro sobre el caso (Joel Wainwright, Geopiracy: Oaxaca, militant empiricism and geographical thought. Nueva York, Plagrave Macmillan, 2012), podemos constatar que las imputaciones de Aldo tenían razones y bases sólidas. Hoy sabemos que el Proyecto México Indígena constituye parte de las conocidas Expediciones Bowman, que de manera concisa implicarían la utilización de la geografía para un mapeo de regiones de interés estratégico para Estados Unidos con fines militares, geopolíticos y de beneficio corporativo.
Uno de los supuestos teóricos más importantes, la razón de ser de las Expediciones Bowman, proviene del teniente coronel Geoffrey B. Demarest, quien antes de formar parte del Proyecto México Indígena, como uno de sus analistas principales, contaba con una hoja de servicios muy distinguidos en favor de los esfuerzos contrainsurgentes del imperialismo estadunidense en América Latina. Demarest fue entrenado en la Escuela de las Américas del ejército de su país, macabro centro de enseñanza de torturadores y golpistas en la región, y fungió como agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Guatemala entre 1988 y 1991, justamente durante el periodo de auge de la guerra sucia, caracterizado por terribles masacres contra poblaciones indígenas. También, el teniente coronel puso en práctica sus conocimientos especializados en Colombia, ¡oh, casualidad!, donde estuvo realizando trabajos de geografía en el terreno hasta el año 2003, cuando escribe un ensayo publicado por la Oficina de Estudios Militares para el Extranjero, con el sugerente título de Mapeando Colombia: información geográfica y estrategia, en el que abiertamente correlaciona sus estudios geográficos con el desarrollo de una guerra contrainsurgente exitosa. Este experto castrense sostiene como su hipótesis principal de trabajo que la propiedad comunal es la matriz de la criminalidad y la insurgencia; es más, en un libro de texto de su autoría titulado Geopropiedad: asuntos externos, seguridad nacional y derechos de propiedad, señala que la posesión informal y no regulada de tierras favorece el uso ilícito y la violencia, y, en consecuencia, propone la privatización como el único camino para el progreso y la seguridad de América Latina. En suma, para este investigador asignado por la FMSO a las Expediciones Bowman es fundamental la desaparición de las formas de propiedad colectiva que sustentan los procesos autonómicos de los pueblos indígenas, ya que el poder estratégico se convierte en la habilidad de retener y adquirir derechos de propiedad alrededor del mundo. Esta tesis en defensa de la propiedad privada –que resulta clave para entender el interés del Pentágono en la tenencia de la tierra en sus borderlands–, así como la participación del teniente coronel Geoffrey B. Demarest en el Proyecto México Indígena y en los esfuerzos explícitamente contrainsurgentes en Colombia, como parte de las Expediciones Bowman, son ocultadas por Herlihy y Dobson en sus refutaciones autocomplacientes y en sus bibliografías. Ellos se presentan paradójicamente como defensores decididos de los pueblos indígenas, de una geografía al servicio de la paz, y se ufanan de que todos los participantes en el proyecto –autoridades universitarias, ayudantes de investigación y sus profesores mexicanos– estaban al tanto que México Indígena era subvencionado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, testimonio que no favorece en nada ni a dichas autoridades ni a los integrantes del proyecto.
Colegios profesionales, facultades, departamentos e investigadores en lo individual optan por un silencio cómodo, e incluso se dan casos de abierta adhesión a proyectos tan objetados como México Indígena. Imagino que el doctor Jeremy Dobson, quien acaba de recibir recientemente más de 3 millones de dólares por parte del Departamento de Defensa, a través de la Iniciativa Minerva, se presentará muy pronto, si no es que ya lo ha hecho, en algún campus universitario de América Central, como asevera en su resumen de investigación, buscando la cooperación académica local, acorde con su habitual generosidad científica, y en ese caso, me pregunto, ¿cómo reaccionarán las autoridades de esos centros del saber y sus profesores-investigadores? ¿Aceptarán nuevamente participar como asociados subalternos –¡naturalmente!– en investigaciones extractivistas con-qué-importa-la-fuente-de-financiamiento, con tal de no quedar fuera de los circuitos de la colonialidad académica realmente existente: visas, estancias sabáticas, revistas indexadas, congresos, en suma, la acumulación primitiva curricular?
Por cierto, ningún colegio profesional de antropólogos, geógrafos, sociólogos o sicólogos de nuestro país se ha pronunciado, ha organizado una reunión pública o de sus agremiados, para debatir en torno a la utilización por Estados Unidos de su respectiva disciplina en quehaceres contrainsurgentes en nuestros terruños, o en las guerras y ocupaciones neocoloniales en otros lares; tampoco parece preocupar demasiado a los colegas que otra Expedición Bowman esté por iniciarse en algún oscuro rincón de nuestra América. A ciencia cierta, ¡ahí habrá un Aldo o una comunidad indígena que denuncie la geopiratería contrainsurgente!
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