El síntoma escocés
- Opinión
Un fantasma recorre Europa azuzando pretensiones hegemónicas integradoras: el fantasma de la secesión. Sus dones fantasmales no persiguen el propósito de atravesar muros, fronteras y aduanas sino de erigirlos o reforzarlos. Su presencia no es novedosa. No hay que retrotraerse tanto en la historia sino recordar que hace apenas 15 años las prácticas genocidas del dictador Slobodan Milosevic en Yugoslavia, recibieron como respuesta una monstruosa masacre a manos de las fuerzas de la OTAN sobre la población civil y la destrucción de toda la infraestructura vital en nombre los derechos humanos de los kosovares y montenegrinos, además de la propia oposición política democrática serbia. La misma limpieza étnica chauvinista practicada entonces por el mismo criminal, sólo les generó indiferencia a los gendarmes del mundo cuando seis años antes se ejecutaba en Bosnia. Hasta el entonces presidente estadounidense Clinton debió referirse a las consecuencias de la barbarie que encabezaba, lamentando cínicamente la matanza por “errores de puntería”, es decir justificándose mediante la inveterada excusa de los daños colaterales de sus incursiones democratizadoras. Sus acciones no concluyeron con la libre determinación de los pueblos afectados sino con una nueva imposición cartográfica a manos de estos custodios de la caja fuerte europea. Desde entonces, el fantasma secesionista continúa recorriendo cada vez más inflamado, diferentes latitudes del continente, contrariando de este modo las ínfulas de integración económica, política y militar, no necesariamente con la violencia y horror del ejemplo citado o de la actual confrontación en Ucrania.
Un reciente artículo del diario italiano “Corriere della Sera” trazó un mapa europeo con demarcación de los países en los que se gestan y crecen significativos movimientos tanto separatistas y autonomistas, cuanto nacionalistas, a los que les presagia fortalecimiento luego de la experiencia plebiscitaria escocesa, a pesar de la derrota autonomista. Algunos de escaso impacto como el de las Islas Aland, el Valle de Aosta o Friuli, pero otros que podrían conmover la actual –y precaria- cartografía europea, no ya la más ampliamente global sino la acotada y más rica occidental. Comenzando por España, no exclusivamente por la monumental movilización catalana reclamando un referéndum, sino también por el País Vasco y Navarra de vasta tradición independentista, sino también en Galicia, Andalucía, Aragón e Islas Canarias. O en Francia Córcega, Bretaña, Alsacia y Saboya. En el Reino Unido Gales e Irlanda del Norte, además de Escocia. En Bélgica Flandes aunque también Valonia (opuestos entre sí). Cerdeña y la provincia del Véneto en Italia, o el inmenso estado de Baviera en Alemania acompañados por un verdadero archipiélago de comunidades en el centro oriental europeo. El caso ucraniano parece originalmente inverso ya que las intensas, masivas y en ocasiones violentas protestas ciudadanas y movilizaciones contra el gobierno del ahora depuesto presidente proruso Yanukóvich fueron por su renuencia a la firma de un acuerdo de asociación con la Unión Europea. La mayoría ucraniana deseaba transitar el camino de integración, pero los autonomistas de Crimea con apoyo ruso (y consecuente hostilidad europea y norteamericana) lograron la independencia mediante un plebiscito arrasador y la posterior integración de esta península a la Federación Rusa. Desde entonces, esta confrontación se parece más a la guerra de los Balcanes que a los casos anteriormente descriptos.
El debate en torno a los movimientos autonomistas y las experiencias históricas secesionistas ha estado signado prioritariamente, salvo excepciones, por oportunismos ideologistas, cosa que encontramos exacerbado en estos días ante el plebiscito escocés. De este modo se apoyará o no cada alternativa según se considere de izquierda o derecha o por los apoyos que cada opción obtenga de las potencias y bloques hegemónicos en pugna. Pero el derecho a la autodeterminación no es exclusivamente esgrimible frente al sojuzgamiento colonial, ni guarda necesariamente una vinculación mecánica con la conformación sentimental de una conciencia nacional, sino con un proyecto de Estado. La principal variable que permitirá mensurar el carácter más o menos emancipatorio u opresivo será la naturaleza y carácter del proyecto de Estado que surja de la proyectada secesión. En la izquierda “fundadora”, por ejemplo, a diferencia de las posiciones juveniles retrógradas de Marx y Engels (aunque revisadas y madiatizadas en la madurez) tanto Lenin como Kautsky apoyaron el derecho de las nacionalidades a disponer de sí mismas. Sin embargo, una tensión jurídica dilemática e irresoluble para el atrasado sostenimiento capitalista de los estados nacionales y sus legislaciones se presenta en este debate: por un lado el de las comunidades nacionales a decidir sobre sí y por otro el de los estados históricos basados en hechos consumados, generalmente violentos y tradiciones, a defender su integridad. Pero no por ello deberá ponerse en cuestión que la democracia directa, es decir la consulta plebiscitaria, no sólo es un derecho sino el único camino de superación del burocrático y expropiatorio dispositivo de decisión representativo-fiduciario. Existen tanto nacionalidades sin Estado, cuanto Estados plurinacionales. Para ponerlo en términos políticos más enfáticos, cualquiera sea el resultado de una iniciativa por la autonomía o la autodeterminación e inclusive cualquiera sea el la resultante de la confrontación entre principios jurídicos (si el del Estado unificado o el de la democráticamente decidida secesión) no es sin consecuencias para la visibilización de una voluntad comunitaria, para el ejercicio de la democracia directa y el esfuerzo por la concepción de un Estado alternativo. Como mínimo, esa comunidad hace oír con la magnitud que sus votos le concedan su voz y sus demandas. Y siempre se trata de una amplia comunidad con un sentido de pertenencia nacional, no de una clase social ya que la cuestión del Estado en países capitalistas atraviesa al conjunto con todas sus enormes desigualdades, no sólo de propiedad y riquezas sino de toda la gama de capitales simbólicos y cognitivos, que no refleja una vaga expresión de deseos, sino una estructuración política de tales deseos. El caso escocés lo ilustra esta semana. A pesar de haber sido derrotada la opción separatista por una diferencia de 10 puntos en una elección con un nivel inédito de participación ciudadana, el parlamento británico se ve obligado a iniciar un proceso de devolución de poderes al escocés que seguramente tenga repercusiones proporcionales sobre el galés e irlandés del norte y hasta una reforma constitucional.
Aunque en un contexto de respeto institucional, o en otros términos, sin violencia armada, la iniciativa escocesa debe inscribirse en la huella de las luchas de liberación nacional que particularmente en el siglo XX sufrió Gran Bretaña, con la pérdida de colonias de ultramar, de Irlanda y hasta de la pervivencia actual de rémoras thatcheristas plasmadas en el centralismo autoritario londinense en general y de su city en particular que hasta hoy perduran alentadas por su reaccionaria monarquía y su gobierno conservador. La verdadera victoria no es la del statu quo británico que logró conservar -por propia voluntad de la ciudadanía escocesa- a esa nación bajo la tutela de su viejo Estado monárquico, sino la del desafío al imperio a través de la libre expresión directa de sus ciudadanos, sin delegaciones representativas ni negociaciones a sus espaldas. Y fundamentalmente sin coacciones armadas como en Ucrania, Crimea o como resultó en Bosnia.
Es probable además que este proceso de movilización y organización para la consulta haga emerger nuevas referencialidades políticas que a su vez profundizarán la crisis del laborismo, tan dividido como timorato frente a esta encrucijada, además de poner en cuestión el carácter “unido” del reino.
Sudamérica en particular, pero tal vez más ampliamente América Latina en general parecen recorrer con dificultades, timidez y demoras el camino inverso al de la creciente balcanización europea, pero será útil que debata acerca de la experiencia europea, tanto en el plano económico como político. En el primero, porque la experiencia en la zona euro con la desaparición de los bancos centrales nacionales ha instalado un cepo sobre los países más débiles restándoles independencia y los somete a los dictámenes del poder centralizado profundizando sus crisis. En lo político, porque aún está lejos de contar con constituciones que no sólo empoderen a la sociedad sino también permitan confederar a los diversos estados-nación preservando su autonomía e integrando las desigualdades con objetivos superadores. Sin embargo, es la única región del mundo actual que puede tener –aún pequeños- sueños por cumplir frente a la decadencia generalizada del resto y el escepticismo y resignación de sus habitantes, cuando no del horror más descarnado.
En esta parte del mundo el desafío es tan mayúsculo como estimulante.
- Emilio Cafassi, profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar. Editorial del diario La República, Montevideo, domingo 21 de setiembre de 2014.
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