Del desastre humanitario al desastre social
13/01/2015
- Opinión
Pronto serán 5 años desde que un fuerte terremoto asoló Haití, matando a más de 220.000 personas. Reconstruir el país aún está pendiente, tanto en el plano humanitario como político.
El 12 de enero 2010, un sismo asoló Haití. El impulso mediático y emocional, la movilización mundial, convergieron en la Conferencia Internacional del 31 de marzo en Nueva York anunciando diez mil millones de dólares para “reconstruir mejor”. Oportunidad perdida, el fracaso de la reconstrucción es principalmente el resultado de un triple fracaso: humanitario, internacional y político.
Fracaso humanitario
“¿Reconstruir mejor?” Poco se ha reconstruido, a menudo precario, los haitianos no viven mejor que antes, y el país sigue siendo vulnerable a los riesgos climáticos. Sin contar la epidemia de cólera introducida por los cascos azules de la ONU en octubre de 2010. Además, los diez mil millones de dólares devenidos en mezcla de promesas, reducciones o cancelaciones de deuda, dinero antes presupuestado y compromisos reales que, de todos modos, se utilizaron principalmente para financiar las intervenciones de los propios donantes. Por último, las “disfunciones” habituales de la ayuda internacional reaparecieron: falta de coordinación, el uso del inglés, la sustitución de los actores haitianos.
Si terremotos de mayor magnitud han producido significativamente menos daños, es que se trata de las condiciones sociales preexistentes que transforman un terremoto en un hecho más o en catástrofe. El 12 de enero 2010 fue precedida por una catástrofe social: la falta de infraestructura y mecanismos de prevención de riesgos, la pobreza, etc. El desastre natural se tornó una pantalla, confundiendo los efectos y las causas, la acción compasiva y la urgencia de cambio para que Haití saliera del ciclo de catástrofes y dependencia. En realidad, lo humanitario suele operar más de acuerdo con su propia lógica que con el contexto en el que interviene.
El fracaso de la “comunidad” internacional
El guion fue acordado: el Estado haitiano, débil y corrupto, habría llegado a su fin por el entusiasmo y buena voluntad occidental. Pero el presidente Michel Martelly, en el cargo desde abril de 2011, todavía cuenta con el apoyo internacional, a pesar de que el país se hunde en la crisis, tras el aplazamiento de las elecciones repetidas. Así, el 12 de enero 2015 marcará tanto el quinto aniversario del terremoto como el fin del mandato de los Diputados y un tercio de los senadores (un tercio ya ha terminado su mandato, sin renovación).
La naturaleza del Estado haitiano es el resultado de la historia, las relaciones sociales y las políticas neoliberales. Económicamente – su presupuesto depende más del 60% de la financiación externa – y políticamente – en particular a través de la presencia desde 2004 de unos 8.000 soldados y policías de la ONU (MINUSTAH) – el Estado está sujeto a la comunidad internacional, general y los EE.UU. en particular. Esto no le impide ejercer un verdadero poder de dominación sobre su pueblo.
Los haitianos sin duda tienen un problema con su Estado. Pero las organizaciones no gubernamentales y organismos internacionales no son la solución a este problema. Por el contrario, son parte de él. De ahí un doble discurso: se llama a fortalecer el Estado haitiano y la lucha contra la corrupción, al tiempo que contribuye al debilitamiento de las instituciones públicas y la consolidación de una élite gobernante que alimenta y se nutre de la desigualdad, la corrupción y la servidumbre del Estado.
La condena moral y las soluciones propuestas por la comunidad internacional apoyan este realpolitik. La tragedia de Haití es que los dos principales actores institucionales – el Estado haitiano y la ONU – que se supone deben garantizar y orientar la reconstrucción, están desacreditados: uno por su autoritarismo y corrupción, el segundo por su negativa a reconocer su responsabilidad de introducir el cólera, ambos por su ultra-liberalismo y desprecio del pueblo.
La reconstrucción se ha convertido al mismo tiempo en una máquina de despolitizar y taparrabos de una política determinada. Por un lado, el desastre y la reconstrucción han sido vaciados de cualquier pregunta embarazosa. La política divide, lo humanitaria reúne. Pero reúne a los haitianos bajo la condición de víctimas y de población pasiva, que debe ser cuidada y administrada por la comunidad internacional. Por otra parte, el choque y la urgencia fueron el catalizador de las políticas ultraliberales donde la zona libre de Caracol es el modelo, y el “Haití está abierto para buisness” la consigna.
La supuesta neutralidad política de la reconstrucción volvió a ponerla al servicio de la institución menos neutral y más política de todos: el mercado. Los haitianos tuvieron derecho a todo: el humanitario y el mercado. Asimismo el mercado humanitario. Pero no a decidir por sí mismos, para hacer valer su experiencia y sus derechos, incluso contra lo humanitario y el mercado.
Haití no es un caso exótico. El uso de las crisis y los choques para avanzar medidas impopulares, bajo la doble máscara del mercado y de la eficiencia, y la reducción de la libertad a la celebración de elecciones para respaldar al “buen” gobierno, para poner en funcionamiento políticas “apropiadas” (ya definidas por las instituciones internacionales), recuerda el tratamiento de la crisis griega. Al final, la reconstrucción de Haití ha hecho converger lo humanitario, el Estado y la comunidad internacional en la misma política de despojo de los haitianos, cambiando el riesgo de un desastre natural por la fatalidad de una catástrofe social.
8 de enero de 2015
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