Romero, el palabrero de Dios

03/02/2015
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Mural del artista salvadoreño Edgardo Trejo, Usuluteco cuadro monsenor romero small
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La noticia se disparó: desde el “blanquísimo” New York Times hasta el nada progresista La Nación se interesaron en hacer eco de una declaración de martirio en el Vaticano. ¿Desde cuándo la congregación para los Santos y sus aburridos decretos marca la agenda mediática? Bueno, se trata de Monseñor Romero, el eco no podía ser menor. La alegría encontró muchos murmullos y comenzó a despertar discursos.

 
3 de febrero de 2015 es el día de la imposible oficialización: el Papa Francisco firma el decreto que dice que Romero es Mártir por odio a la fe, allanando así el camino a su santificación. En poco más de un mes se cumplen los 35 años del asesinato y tendremos un marco privilegiado para que muchas palabras sean dichas desde infinidad de rincones sobre Oscar Arnulfo Romero, su vida, su muerte y su legado.
 
“Llamativamente” esas palabras vendrán en su mayoría de hombres-poderosos. Entonces quizás sea necesario, volver a mirar a “Monse” para no perdernos entre tanto discurso panfletario que se viene, y así rumear La palabra, sus palabras, los clamores
 
Romero tiene la palabra
 
Hoy como hace 35 años, le es negada la voz a las mayorías en El Salvador. Hace más de 35 años los cuchicheos después de las masacres militares fueron el humus para una organización que enfrentó la locura asesina del poder en El Salvador (con sus millones venidos desde “el Norte”). Hoy los murmullos en los pasajes, tienden puentes en medio de la locura de la violencia de las pandillas, hacen posible la solidaridad en una escala invisible para cualquiera que mire desde afuera y desde arriba.
 
Son millones de susurros que forman clamores en pequeñas casas, que se vuelven templos, lugares de encuentro, de oración, de lucha cotidiana contra el peso de la muerte. Allí el santo de América tiene un altar profundo en el corazón de las mayorías, lejos de los formales delantales del poder.
 
Los palabreros de hoy, sean pobres o diplomáticos adinerados, hablan negando la palabra de los otros, de las otras, de las mayorías. Estos que hablan excluyendo, viven con los oídos cerrados, con el corazón sin grietas. Sean de la Ranfla, de la conferencia episcopal o del gobierno de turno, hablan sin escuchar, mandan mandando.
 
Pero hubo otro palabrero, el Santo de América, el palabrero de Dios. Monse habló y su voz encarnó La Palabra de subversiva vida desde los clamores de las mayorías. A Monse le gustaba decir que había que ser “micrófono de Dios”, y detrás de esto descubrimos una profunda metodología popular: Monse hablaba escuchando, funcionaba como una caja de resonancia para los dolores, esperanzas y luchas de un pueblo crucificado.
 
“El pueblo es mi profeta” una vez nos dijo, y ante muchas chuleadas otro día dijo también, “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. Parece claro entonces, que la profecía de Monse, su fe profunda en “cambiar este sistema de raíz” no venía del catecismo, ni de la doctrina de la Iglesia: su fe mas onda venia de ser transparencia de los sentires del pueblo, de ser eco de sus devenires, de haber echado su suerte con ellos, con ellas. Su muerte martirial fue la consumación de esa cruz compartida.
 
En el pueblo: el lugar del Santo de América
 
Monse lo dijo antes de ser asesinado: “Si me matan resucitaré en el pueblo Salvadoreño”. No dijo en la “santa” iglesia católica, no dijo en la jerarquía y su coro de ángeles, dijo “en el pueblo”. Parece que él si tenía claro quienes tienen la palabra para hablar de Dios: los pobres, el pueblo históricamente oprimido frente a los que ganan explotando. Ahí la resurrección del profeta, es sangre fecunda que salva, que da aliento, que conforta y que vuelve a Dios.
 
Y ahora resulta más fácil comprender que cuando lo llaman mártir por “odio a la fe”, lo que debemos entender es que es mártir por odio al pueblo: mataron a Monse para masacrar al pueblo[1], para dejar de escuchar el eco de los gritos de los muertos en la voz del profeta, lo mataron por odio a la fe en un mundo nuevo, por odio al pueblo.
 

Miguel Cavada, 2010. Foto de la UCA.

“Hay de mi si hablo y no hablo de Monseñor Romero”
 
Era marzo de 2010, un hombre peladito, con barba y barbijo daba clases en el Centro Monseñor Romero (UCA). Cada día yo buscaba el micrófono que amplificaba su voz gastada, como comida por el tiempo, como dolida por los años. Este buen hombre era Miguel Cavada, el hombre que más amó y que más conoció la palabra del Santo de América, en mi opinión.
 
Miguel era uno de los hijos más bonitos de una tradición de palabreros que habían nacido del martirio del Profeta. Tengo que recurrir a mi historia para desplegar este punto: a mis 15 un compañero de bachillerato me habló de un hombre que quiso reinventar la Iglesia y lo mataron, cuando tenía 20 viaje por América Latina y las comunidades de fe que visitábamos hacían eco de un Santo “de este lado del mundo”, cuando llegué a El Salvador una mujer llamada Carmen me llevó a la casa de Monse y me explicó que “Los del reino no acumulamos”, cuando fui a la tumba del Santo conocí un grupo de mujeres que cuidaban la memoria y la subversiva esperanza en tiempos de dictadores como Sáenz Lacalle. Y finalmente al llegar a la UCA y recibir clases con Miguel, entendí la profundidad del legado de “caja de resonancia” de las esperanzas más arraigadas del pueblo: estando en clases y sin voz Miguel nos contó que su esposa le había dicho esa mañana que mejor deje de dar clases que su garganta no estaba en condiciones, y él le respondió, “Como voy a dejar de ir si Romero es la voz de los sin voz”.
 
Así gastó su voz Miguel, haciéndonos escuchar homilías de Monse y platicándolas, mostrándonos que el único camino para una educación que nos salve es el método popular que confía en la palabra del otro, de la otra. Así se gastó Miguel la vida, visitando comunidades y jugando, haciendo eco de la voz del Santo y de las voces del pueblo, que al final son la misma cosa.
 
Así como se confunde el aire que baila por dentro de un caracol y el sonido que nace de él, del mismo modo los clamores del pueblo, La palabra de vida y las denuncias de Romero se hicieron una. Miguel fue testigo, así lo vivió y así lo murió. Quizás por eso su lapida rece: “Hay de mi si hablo y no hablo de Monseñor Romero”.
 
La más preciosa tradición
 
Volver a Monse, será volver a Jesús, volver a los pobres del evangelio, volver a las mayorías que claman en cruz continua. Esta es la preciosa tradición del carpintero de Nazaret, del mensajero de Ciudad Barrios, del guitarrero de Miguel: hablar escuchando, construir jugando, soñar caminando.
 
Ni los teólogos de este lado del mundo, ni la gran iglesia podrán vivir la fiesta del Santo de América, su verdadera Pascua, sin volver a escuchar a los pobres, sin confiar profundamente en la revelación que nace de los susurros de las mayorías. Ahí se esconde los secretos que los poderosos de este mundo no pueden conocer (Lc 10,21), ahí está la verdad de la buena noticia, el abrazo que nos salva en comunidad.
 
¡Que viva San Romero de América! ¡Que sea su gloria del pobre que vive!
 
¡Que los susurros de Dios sigan abriendo grietas entre los gritos del poder!
 
¡Que viva La Palabra, sus palabras, los clamores!
 
¡Que viva el pueblo, único palabrero de Dios!
 
Las Palmas, San Salvador, El Salvador
 


[1] Está probado históricamente que Romero jugó un rol de abogado de los pobres, poniendo con nombre y apellido las denuncias de los campesinos masacrados y al mismo tiempo esta se puede constatar que al “eliminar” a Romero vinieron las peores masacres al pueblo.

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