Por unanimidad
10/02/2015
- Opinión
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Es sabido que en la fe cristiana lo importante no es afirmar que se cree en Dios, sino saber en qué Dios se cree. Pues bien, monseñor Romero creyó en el Dios de Jesús que se revela como un Dios identificado con los empobrecidos, que camina con su pueblo y que siente el sufrimiento de las víctimas de la injusticia. Ese Dios fue la inspiración de su vida y al que se entregó en su ministerio profético y pastoral. Jon Sobrino, hablando de la fe cristiana, ha señalado que si las personas y comunidades siguen a Jesús; si anuncian el Reino de Dios a los pobres; si buscan la liberación de todas las esclavitudes; si quieren que todos los seres humanos, sobre todo la inmensa mayoría de hombres y mujeres crucificados, vivan con dignidad de ser hijos de Dios; si tienen la valentía de decir la verdad, que se traduce en denuncia y desenmascaramiento del pecado, y la firmeza de mantenerse en los conflictos y persecución que eso conlleva; si en ese seguimiento de Jesús logran su propia conversión del hombre opresor al hombre servicial; si tienen el espíritu de Jesús, con entrañas de misericordia, con corazón limpio para ver la verdad de las cosas; si no se entenebrece su corazón aprisionando la verdad con la injusticia; si al hacer la justicia promueven la paz y al hacer la paz la basan en la justicia; si hacen todo siguiendo a Jesús y porque así lo hizo el Nazareno, entonces están creyendo en Jesucristo.
Si observamos con honradez, podremos reconocer en estos rasgos reseñados por Sobrino el modo de ser creyente de monseñor Romero. Es decir, su fe vinculada a la liberación del mal, al anuncio del Evangelio, a la dignificación del pueblo, a la comunicación de la verdad, a la compasión solidaria, a la conversión y a la coherencia testimonial hasta dar la vida. De ahí que de él se ha afirmado —y la Congregación para las Causas de los Santos lo ha ratificado— que ha sido un mártir jesuánico, es decir, una persona que, en lo sustancial, ha seguido a Jesús, vivió dedicado a la causa del Reino de Dios, y fue difamado, perseguido y asesinado porque vinculó el conocimiento de Dios con la práctica de la justicia, en el mismo estilo de los profetas bíblicos. Por eso hoy es reconocido como el ejemplo más preclaro de mártir. Se compadeció de un pueblo pobre, víctima de la opresión y la injusticia, se puso a su servicio y los defendió de sus opresores. Unir la fe y la justicia es uno de los legados fundamentales de monseñor Romero, tan necesario para el mundo de hoy y tan ausente en muchos ámbitos del cristianismo predominante.
Don Samuel Ruiz, de grata recordación, y otro de los grandes obispos de la fe cristiana del continente latinoamericano, decía que tres cosas se admiraban y agradecían del episcopado de monseñor Romero: su servicio a la fe y a la verdad; su acérrima defensa de la justicia; y su cercanía compasiva y profética con los pobres. Y en su homilía del 30.° aniversario del martirio, el entonces obispo emérito de Chiapas señaló que monseñor Romero “es un pastor ejemplar porque ha sido un obispo de los pobres en un continente que lleva tan cruelmente la marca de la pobreza de las grandes mayorías, se insertó entre ellos, defendió su causa y sufrió la misma suerte de ellos: la persecución y el martirio”.
Y ente la tumba de Romero, dijo: “Contemplan mis ojos un acontecimiento realmente asombroso y sorprendente, pues, estando en una cripta, no descubro yo signos de muerte, sino de vida; no se revelan ante mí gestos de pesadumbre ni de apatía, sino de un dinamismo que transmite una energía poderosa que invade este recinto; no veo rostros de dolor y resignación sombría, sino miradas llenas de una profunda fe y esperanza que contagian. No es la tumba de un hombre muerto la que desde aquí observamos, sino el faro luminoso que nos ha guiado en la búsqueda y en la construcción del Reino de Dios que nos vino a anunciar Jesús”.
Las palabras de Ruiz nos recuerdan la exhortación que hacía el Apóstol Pedro a los pastores de las primeras comunidades cristianas, cuando llamaba a “cuidar de las ovejas de Dios que han sido puestas a su cargo; haciéndolo de buena voluntad, como Dios quiere, y no por obligación ni por ambición al dinero, sino de buena gana; no como que fueran los dueños de los que están a su cuidado, sino procurando ser ejemplo para ellos. Así, cuando aparezca el Pastor principal, recibirán la corona de gloria, una corona que jamás se marchitará”. Este modo de ser pastor lo vimos concretado en monseñor Romero, quien orientó y acompañó al pueblo en sus anhelos de libertad; quien consoló a las víctimas de la represión y la persecución; quien animó a tener esperanza contra toda esperanza, siendo voz de las mayorías oprimidas, arriesgando y dando la vida por buscar justicia para el pobre.
En el espíritu y las palabras de Pedro y de Samuel Ruiz, podemos decir que Dios premió a monseñor Romero con la palma del martirio y acogió con agrado su sacrificio colocándolo al lado de la cruz de Jesús; y Dios, que cumple sus promesas, lo ha resucitado ya en las luchas y en el caminar del pueblo salvadoreño, del pueblo latinoamericano y de todos los hombres y mujeres que luchan por hacer realidad los ideales de equidad, compasión y dignificación de la vida. Esto es lo que ha ratificado, por unanimidad y sin votos contrarios, la Congregación para las Causas de los Santos del Vaticano, gracias al desbloqueo y celeridad que el papa Francisco dio a esta causa.
10/02/2015
- Carlos Ayala Ramírez es director de radio YSUCA, El Salvador.
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