Indignación en Puerto Rico

28/09/2005
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El asesinato de Filiberto Ojeda Ríos, líder del Ejército Popular Boricua- Macheteros, ha unido al pueblo de Puerto Rico en el duelo y la indignación. El repudio al crimen ha sido casi unánime en una actitud comparable con la gestada por la lucha que expulsó a la marina de guerra de Estados Unidos de la isla de Vieques. Por sobre diferencias ideológicas y en cuanto al método de lucha que escogió, Ojeda era un hombre muy respetado en Borinquen por su congruencia entre pensamiento y acción. Los fondos obtenidos de acciones revolucionarias los dedicó íntegramente a la causa independentista y a repartir comida y juguetes en los barrios pobres de la isla y de Estados Unidos. Destacado trompetista de la legendaria Sonora Ponceña, dejó el instrumento para entregarse a la lucha armada por la independencia. La gama de los que han condenado el homicidio, con distintos matices, va desde las fuerzas independentistas y socialistas, pasando por la jerarquía católica y los líderes protestantes, al Colegio de Abogados e incluso personalidades del gobierno y los partidos coloniales. No existe palabra más exacta que asesinato para calificar su muerte si se analizan las oscuras circunstancias en que se produjo y los elementos de juicio conocidos hasta el momento. Ojeda había pasado a su segunda clandestinidad desde 1990, mientras esperaba el juicio por la confiscación revolucionaria de siete millones de dólares a un carro de la Wells Fargo en Hartford, Conneticut, en 1983. La casa donde se escondía fue asaltada el 23 de septiembre pasado, no obstante que estaba rodeada hacía tres días. Esa es precisamente la fecha en que se conmemora el Grito de Lares de 1868, cuando se proclamó la república frente a España. ¿Casualidad?, lo dudo. ¿Fascismo bushiano?, es ya regla. ¿Aviso al independentismo?, pronto se sabrá. Mientras los agentes irrumpían en los alrededores de la vivienda las fuerzas independentistas celebraban la efeméride en la Plaza de la Revolución de Lares, donde se escuchó un mensaje grabado de Ojeda. El gobierno y la policía coloniales no habían sido informados del operativo. Solamente se les ordenó acordonar la zona con agentes locales con el fin de impedir el paso. Un periodista logró llegar al cerco y se ofreció para intermediar pero fue rechazado por los federales. Tampoco permitieron el acceso a la casa de cuatro fiscales puertorriqueños que se presentaron después del tiroteo. En el momento de su caída en combate el jefe guerrillero contaba 72 años y tenía por toda compañía a Elma Beatriz Rosado, su esposa, que estaba desarmada. Por esta razón, los únicos testigos de los hechos son ella y los elementos de la FBI participantes en el operativo. Rosado denunció que, contrariamente a la versión de Washington, los agentes iniciaron los disparos. Ojeda, como ya había hecho en 1985, cuando también la FBI lo fue a detener, respondió el fuego. Hirió a uno de los esbirros y, al parecer, poco después recibió un disparo de un francotirador en la clavícula que según la autopsia le interesó el lóbulo superior de un pulmón. Del testimonio del doctor Héctor Pesquera, que en nombre de la familia acompañó a los médicos forenses en la diligencia, se desprende que la herida no era necesariamente mortal y que Ojeda murió desangrado lentamente. Esto obedece a que los de la FBI demoraron 17 horas desde entonces para entrar en la residencia, con el pretexto de que podía haber explosivos en su interior. Como afirmó el abogado y ex oficial de la CIA boricua Ignacio Rivera: “Hay operativos dirigidos a capturar a una persona viva, pero en este caso el operativo… es uno bélico, cuya misión es eliminar a un enemigo, como si hubieran estado en Afganistán o Irak”. Las honras fúnebres a Ojeda movilizaron a miles de personas que se lanzaron a la calle en todas las ciudades de Puerto Rico. Cientos de automóviles se sumaron al cortejo desde San Juan hasta su natal Naguabo, donde ahora reposan sus restos. Por el camino, maestros y escolares, amas de casa, trabajadores, campesinos y estudiantes lo vitorearon levantando los brazos y lanzando flores en una de las manifestaciones de luto más sentidas que se recuerden en la isla. Ojeda había suspendido las acciones armadas y dedicado los últimos años a lograr la unidad de las fuerzas independentistas a las que llamó el día de su muerte a fundirse en una sola organización. “Siempre p´alante” fueron las últimas palabras que, ya herido, escuchó de él su compañera.
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