La doble violencia contra los niños
Asesinos a secas
16/08/2014
- Opinión
Cuando una transitoria aunque tensa calma parece instalarse en la Franja de Gaza, la barbarie se exhibe sin pudor unos cientos de kilómetros hacia el noreste con nuevos protagonistas. Las víctimas actuales de los crímenes más horrendos ya no son -según las descripciones de la prensa y analistas- islámicas sino aparentemente cristianas. Ambas expresiones en verdad adjetivan un sujeto tácito: el humano. Se trata de víctimas humanas que la obsesividad segregacionista clasifica adjetivadamente según criterios en ocasiones étnicos, religiosos, ideológicos, de orientación sexual o de cualquier otro tenor. Los muertos, torturados, aterrorizados, despojados, refugiados pertenecen a la especie humana, mucho antes –y con independencia- de sus inclinaciones ideológicas y culturales o de sus orígenes. Subrayar la impotencia de las Naciones Unidas frente a los múltiples focos de matanzas y genocidios ya es un gastado lugar común. A esta altura sólo se debe enfatizar su complicidad y hasta beneplácito con ellos. En particular, la de uno de los estados integrantes del Consejo de Seguridad que las perpetra o bendice: EEUU. Pero la creciente evidencia empírica de la bestialidad interreligiosa desnuda también la potencia tanática que se incuba en el seno de las pasiones religiosas, obligándonos a revisar las tesis clásicas de la izquierda y el progresismo sobre su carácter.
Si la segmentación religiosa actúa como distractivo encubridor de verdaderos genocidios, más lo es aún en el caso de niños, víctimas regulares de las matanzas, como hemos corroborado hace pocos días con la masacre de Gaza, mientras comienzan a llegar datos de equivalentes víctimas iraquíes. Pero se trata de víctimas por partida doble o, en otros términos, doblemente inocentes. Por la violencia simbólica de sus progenitores y la violencia física de sus asesinos y persecutores. Podemos suponer que a los efectos sociológicos cierta tipologización sea descriptivamente útil para alguna caracterización de las poblaciones adultas y que en consecuencia haya segmentos de poblaciones mayoritariamente islámicas, cristianas, judías o de cualquier otra creencia, como podemos apelar a otro tipo de clasificaciones demográficas. Pero incluir a los niños en ellas ya supone otro reconocimiento tácito que es el del adoctrinamiento y su consecuente violencia simbólica. En el libro “El espejismo de Dios”, Richard Dawkins, etólogo profesor de la Universidad de Oxford, concluye que es abrumadoramente probable que los creyentes tengan la misma religión que sus padres, ya que dicha creencia deviene de formas radicales de adoctrinamiento infantil. Con el habitual estilo anglosajón, deduce que “si usted nació en Arkansas y piensa que el cristianismo es verdadero y el Islam es falso, sabiendo muy bien, que usted pensaría lo opuesto si hubiese nacido en Afganistán, usted es la víctima de un adoctrinamiento infantil. Mutatis mutandi si usted nació en Afganistán”. Inclusive tal adoctrinamiento no sólo lo ejercen de manera directa las familias, sino que lo suelen terciarizar en instituciones educativas que sistematizan el amaestramiento, al modo en que se trabaja con los animales domésticos desde los primeros pasos. Que los estados laicos occidentales también convivan con estas prácticas y las apañen, es una prueba más del carácter inconcluso y moroso de la modernidad para con la realización de sus horizontes y expectativas de secularización, laicización e igualdad, aún formal.
No existen niños musulmanes, judíos o cristianos, sino niños musulmanizados, judizizados o cristianizados a fuerza de una represión de sus pulsiones lúdicas, de sus inquietudes y dubitaciones y de sus ansias de conocimientos. Un modo menos físico de formatización ideológica que el de las conversiones mediante cruzadas, inquisiciones o evangelizaciones. Porque las impaciencias cognoscentes infantiles conviven con una enorme fragilidad de su maduración intelectual y con una predisposición al pensamiento mágico que los convierte en presas fáciles de todo tipo de oscurantismos. Y también de los prejuicios ya menos sobrenaturales o más terrenales como la misoginia, el temor al castigo, la culpa, la autopunición y la represión sexual.
Cuando Darwin patea el tablero del creacionismo y produce lo que Freud caracterizó como una de las mayores heridas narcisísticas de la humanidad, no sólo funda el evolucionismo sino con él una potencial pedagogía estimulante de las inquietudes infantiles. Introduce la noción de hipótesis con sus debilidades y enigmas irresueltos como contraposición al axioma. No creo que exista nada más aburrido y desestimulante para un niño –ni para quienes aún no abandonamos algo de su inquietante curiosidad- que obtener una respuesta cerrada y dogmática ante una duda.
Dawkins sintetiza la cuestión en estos términos: “Los libros sobre la evolución son creídos no porque sean sagrados. Son creídos porque presentan abrumadoras cantidades de evidencias que se apoyan mutuamente. En principio; cuando un libro de ciencia está equivocado, alguien eventualmente descubre el error, y éste es corregido en los siguientes libros” (…) “Los fundamentalistas saben que ellos tienen razón, porque han leído la verdad en un libro sagrado, y ellos saben; de antemano, que nada los llevará a ellos a cambiar sus creencias. La verdad del libro sagrado es un axioma, no es el producto final de un proceso de razonamiento. El libro es verdadero; y si la evidencia parece contradecirlo debe ser descartada; no el libro”.
La socióloga argentina Eugenia Zicavo sostiene que “las religiones, todas ellas, se niegan sistemáticamente a saber. En términos de Bourdieu,su palabra es doxa, no necesita hablar, permanece muda porque confía en la tradición, en el sentido común instalado, no tiene nada más que decir. La herejía consiste, precisamente, en cuestionar a la doxa”, y concluye irónicamente (resaltando las oclusiones intelectuales que la doxa porta): “Odas a la tautología: para creer sólo hay que creer”. Obviamente no todos quienes abrazan una fe religiosa quieren aniquilar a los infieles, ni todos los judíos son sionistas o los musulmanes jihadistas. Pero sospecho que hay gérmenes del pensamiento dogmático religioso que pueden mutar hacia el odio y luego a su materialización física. Como sostenía Voltaire en su “Tratado sobre la tolerancia”, “El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres sólo matan para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos”. O dicho de otro modo por el mismo pensador francés, varias de cuyas obras fueron quemadas en la hoguera, “aquellos que pueden hacerte creer en absurdos, pueden también hacerte cometer atrocidades”.
Pero la violencia no reside exclusivamente en la acción ofensiva sino también en la omisión de condena y en la desigualdad solidaria. Dos semanas atrás el parlamento estadounidense aprobó una partida especial de 250 millones de dólares para que Israel perfeccione su escudo anti-misiles. Está muy bien que la ciudadanía israelí cuente con medios tecnológicos que eviten la posible muerte de inocentes. ¿Pero no lo necesita -en mucho mayor medida aún- la población palestina de Gaza, donde llueven bombas y misiles sobre gente indefensa? Dar medios de defensa a unos y negárselos a otros, ¿no es equivalente a participar de la masacre de los indefensos? Si se encontraron medios técnicos para evitar el impacto de misiles, ¿no deberían socializarse hacia todos aquellos potencialmente amenazados por esos ataques? Si la humanidad cuenta con una vacuna para erradicar una peste, ¿no debería contar con ella la humanidad toda? ¿Existe un ranking de prelación sobre las diferentes vidas humanas? El Papa Francisco, alertado por la masacre de cristianos y yazidíes por parte del grupo Estado Islámico (ISIS) -cuya propaganda no sólo vocifera muerte a los infieles sino que además no ahorra imágenes de crucifixiones, decapitaciones, lapidaciones y símbolos del horror- ha movido todos sus contactos en la ONU y redoblado esfuerzos para detener la matanza. Y si bien no logró el cese de ninguno de estos terrores, incluidos los bombardeos estadounidenses a las posiciones de los jihadistas, al menos consiguió que se instale un “corredor humanitario”. El mismo que hubiera sido tan indispensable en Gaza y que trocó por genéricos llamamientos a la paz o por la organización de un partido de fútbol interreligioso. Nuevamente el adjetivo fagocita al sustantivo. Cuando la solidaridad se activa sólo ante el sufrimiento o la muerte de propios (sean cristianos, islámicos, judíos o de la religión que fuere) se está a un paso de avalar y hasta de desear idénticos padecimientos a extraños.
Inversamente, las izquierdas hemos abrevado en fuentes que con ser críticas de los fenómenos religiosos, permanecen presas del determinismo económico que el espacio restante aconseja tratar con detalle en otra oportunidad. Pero en dos palabras, la religión sería una simple excusa ilusoria encubridora de intereses materiales, una mera superestructura. Inversamente, considero a la ideología y a la cultura, tan materiales como la economía y susceptible de idénticas batallas y disputas como en el pedestre campo económico. Los guerreros que se inmolan en nombre de su Dios, no disputan riquezas sino hegemonías dogmáticas.
Así como las víctimas -adultas o infantiles- no deben ser adjetivadas como cristianas, judías o musulmanas sino trágicamente humanas, sus victimarios menos aún. Tan solo simples e iguales asesinos a secas.
- Emilio Cafassi, profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
https://www.alainet.org/es/articulo/102494
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