Kosovo y el nuevo orden internacional
25/05/1999
- Opinión
Al iniciarse nuestro siglo XX, había una sensación generalizada de que las
columnas de la paz y el progreso descansaban sobre cimientos seguros. El
mundo imperial del hemisferio norte controlaba los recursos y las políticas
del mundo colonizado del sur y del oriente. El equilibrio entre las
potencias europeas se había logrado tras el conflicto franco-prusiano de
1870. Los Estados Unidos habían consolidado su propia posición imperial tras
la derrota de los restos del dominio español en el Caribe y las Filipinas.
La "gran ilusión" de una paz permanente se vino abajo en agosto de 1914 en
Sarajevo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria por un
nacionalista serbio, Gavrilo Prinzip, desató la primera guerra mundial. Las
ambiciones imperialistas y las demandas nacionalistas volvieron a brotar,
disfrazadas aquéllas, desnudas éstas. En los Balcanes se inició el siglo más
breve, como lo ha llamado Eric Hobsbaum, sólo para terminar, otra vez, en los
Balcanes en 1999. El siglo más breve y también el más cruel, porque jamás
los logros técnicos y científicos contrastaron de manera más brutal con el
atraso moral y político.
La neo-balcanización de la política internacional en Kosovo no era menos
inesperada que la balcanización de 1914. Entonces, se trataba de distribuir
esferas de influencia entre los países de la Triple Alianza (Alemania, Italia
y Austria-Hungría) y la Entente Cordiale (Francia e Inglaterra), dentro de un
sistema de equilibrio de fuerzas que databa del Congreso de Viena que
reordenó la política europea después del ocaso napoleónico. La Santa Alianza
reaccionaria y monárquica forjada entonces por Talleyrand, Metternich y
Wellington, no logró, sin embargo, apagar los fuegos nacionalistas y
revolucionarios de 1848 ni, a la postre, las revoluciones del mundo
colonizado, empezando por China y México.
Ahora, se trata, ni más ni menos, de ordenar la política global tras el fin
de la guerra fría que, durante casi medio siglo, enfrentó a los EE UU y la
URSS en una política de terror nuclear. Ahora, un nuevo hecho domina todos
los demás. Ya no se trata de una confrontación entre dos grandes potencias
nucleares. Se trata de confrontaciones entre grupos étnicos, nacionalismos
irredentos, fundamentalismos religiosos, afirmaciones culturales. Se trata,
en suma, de la presentación del cahier de doléances, de la lista de agravios
de la aldea local, frente a las nuevas realidades de la aldea global, las
inversiones transnacionales, la especulación financiera, la modernización
uniforme.
Pero si los intereses en juego, así del lado de la aldea local como de la
aldea global, escapan tanto a las jurisdicciones nacionales como a las
internacionales, el tema central para el siglo que viene será la creación de
un orden jurídico internacional que dé cabida a los reclamos de una
globalización atenta no sólo al mercado sino a las sociedades, y a los de una
localización que, de nueva cuenta, proponga los valores de la convivencia
social -educación, salud, cultura, comunicaciones, democracia- desechando los
de la animosidad racial, religiosa o nacionalista.
El poder global
El problema, políticamente, es que hoy el poder global se concentra en una
sola nación, los EE UU de América, por más que ese monopolio decisivo se
enmascare con la OTAN (como ayer con la OEA). El desafío diplomático, en
consecuencia, es que el gobierno de Washington se atenga a las normas de la
convivencia internacional, en beneficio propio y de la comunidad
internacional. Corresponde a ésta, a los Estados-Nación miembros de la ONU y
de los organismos regionales, negociar constantemente con el gobierno
norteamericano, haciéndole ver los peligros que para la propia estabilidad y
prosperidad de los EE UU entraña un mundo de guerras locales proliferantes,
que en muchísimos casos -Yugoslavia es el mejor ejemplo- no pueden ganarse
desde el aire, con bombas ruidosas y aviones silenciosos, sino que
requerirían tropas en tierra. ¿Toleraría la opinión pública de los EE UU,
después de la derrota en Vietnam, el sacrificio de su juventud en las
montañas impenetrables de Yugoslavia, donde ni siquiera la Wehrmacht de
Hitler pudo derrotar a los guerrilleros de Tito?
Más allá de este hecho político aplastante -la hegemonía global del gobierno
de Washington- se encuentra, paradójicamente, el surgimiento de los
minúsculos poderes locales de las culturas soterradas durante las grandes
confrontaciones ideológicas del siglo XX. La Alianza Atlántica en general, y
los EE UU en particular, ya no tienen que vérselas con grandes desafíos
ideológicos como el nazifascismo o el comunismo. Ahora tienen que entender
realidades religiosas, nacionales, tribales, lingüísticas que, en virtud de
su debilidad militar y su fuerza cultural, establece un juego internacional
totalmente nuevo y que pone en estado de flujo todas las categorías
acostumbradas del trato entre las naciones.
Crisis de las ideas de soberanía y autodeterminación, de intervención y
no-intervención, de nacionalismo e internacionalismo. Y, como lo demuestran
tanto Pinochet como Kosovo, nueva vigencia y universalización de los derechos
humanos.
Pongamos ciertos ejemplos para reflexionar en torno a esta crisis. Kosovo es
parte integrante del Estado serbio, tanto como California lo es de los EE UU
o Chiapas de México. Pero el noventa por ciento de la población kosovar es
albanesa. Supongamos que, el día de mañana, las tres cuartas partes de la
población de California es hispanoparlante y de origen mexicano. ¿Cómo
respondería Washington a un separatismo californiano? ¿Cómo, a una voluntad
californiana de reintegrarse a México?
En otras palabras: ¿Qué derecho priva? ¿El de la nación o el de la región?
¿El de la identidad cultural o el de la soberanía nacional?
Me parece que la respuesta no es difícil de dar, aunque su implementación sí
lo es. Un estatuto de autonomía dentro de la unidad de la nación es una
solución factible, como lo demuestran las autonomías españolas. Debería
serlo dentro de la nación mexicana, como lo conceden los acuerdos chiapanecos
de San Andrés. Pero si un tiranuelo como Slobodan Milosevic viola su propia
ley interna, se niega a respetar la identidad albanesa en Kosovo y procede a
una política de genocidio en nombre de la soberanía del Estado serbio, ¿debe
o puede la comunidad internacional intervenir o debe cruzarse de brazos?
¿Debió intervenir la comunidad internacional contra la Alemania nazi cuando
Hitler inició su política de exterminio de los judíos, mucho antes de que
estallara el conflicto mundial de 1939? ¿Se habrían salvado, de esta manera,
seis millones de vidas?
La respuesta, también en este caso, tampoco es difícil.
Antecedente peligroso
La Carta de las Naciones Unidas autoriza el uso de la fuerza, una vez
agotados los recursos de negociación, en casos de amenaza a la paz, actos de
agresión o en legítima defensa, siempre y cuando la autorización provenga del
Consejo de Seguridad. Ya en 1950, EE UU se aprovechó del boicoteo soviético
del Consejo de Seguridad para usar la fuerza contra Corea del Norte. Pero en
esta ocasión, los norteamericanos se han saltado soberanamente al Consejo
para iniciar una acción contra un Estado miembro y, lo que es peor, por
acciones que afectan a la soberanía interna de ese Estado.
El antecedente es peligrosísimo por todo ello. Kosovo es tan parte de Serbia
como California de EE UU o Chiapas de México. Pero la agresión de Milosevic
contra la mayoría albanesa de Kosovo es tan flagrante como podría serlo,
pongamos por caso, la hipotética agresión de EE UU contra una concebible
mayoría latina en California o, si se diese el caso, como una guerra de
exterminio del Gobierno mexicano contra la minoría indígena de Chiapas.
La intervención de EE UU y la OTAN en Yugoslavia se justifica a sí misma como
una causa humanitaria. Y aunque es cierto que ella es razón válida en el
derecho consuetudinario (al que tan adicto es el mundo angloamericano), sólo
tendría plena legalidad si se ciñera al derecho escrito (al que tan adictos
somos los latinoamericanos). La acción en Kosovo no cuenta con la aprobación
del Consejo de Seguridad. Por temor al veto chino o soviético, los
norteamericanos se han saltado al órgano ejecutivo de las Naciones Unidas.
La acción unilateral de la OTAN establece un antecedente muy peligroso: los
organismos regionales pueden actuar sin la aprobación del Consejo de
Seguridad. Es decir, la OEA, dado el caso, podría intervenir militarmente en
un país latinoamericano por "causas humanitarias". Y las mismas, por
supuesto, no faltan. ¿Es menor el drama humano de los kurdos dentro del
Estado turco? Claro que no, sólo que Turquía es miembro de la OTAN y, como
tal, "sin pecado concebida". Las "causas humanitarias" abundan también en el
África subsahariana, pero en este caso, su pecado es ser remotas... y
africanas.
El presidente Bill Clinton tiene una pronta respuesta a estas objeciones: no
actuar en todos los casos no significa no actuar en este caso. Kosovo está
en Europa, y Europa es esencial a la seguridad de EE UU. Pero el principio
de no intervención sigue siendo esencial a la seguridad de las naciones.
Permite las excepciones definidas por los instrumentos internacionales; no es
un principio absoluto. Pero no puede ser sustituido por su antítesis, el
derecho a la injerencia. Cito a uno de los más distinguidos cancilleres
mexicanos de este siglo, Bernardo Sepúlveda: "Los riesgos de aceptar ese
supuesto derecho de injerencia son inmensos. Al abrir la puerta a las
excepciones, se frustra un fin del orden jurídico, que es la seguridad y la
certidumbre. Además, se introduce un elemento de arbitrariedad, al ser la
potencia intervencionista la que juzga y califica la razón de ser de su
injerencia. Un régimen jurídico no admite esos grados de discrecionalidad".
Soberanía en el mundo global
Está en juego, finalmente, el concepto de lo que entenderemos por "soberanía"
en el siglo que viene. Cabe recordar que no se trata de un concepto
expansivo, sino limitado. La soberanía se mide más como excepción que como
regla. Si el Estado es soberano en el orden interno, sólo lo es en la medida
de los límites al abuso del poder. Confundir "soberanía" con el uso y abuso
ilimitados del poder es negarle a la soberanía su fuente misma, que es la
voluntad popular. "El Estado soy yo", dijeron Luis XIV y numerosos
presidentes latinoamericanos. "La soberanía reside en el pueblo", dijeron
Rousseau y todas las constituciones latinoamericanas. Después de las
terribles experiencias del siglo que muere, no cabe duda que la soberanía es
inseparable de la democracia. La soberanía de la tiranía se ha convertido en
un contrasentido.
De allí que, ante las amenazas del mundo dominado por la lógica global
especulativa, la única respuesta para defender la soberanía interna sea, como
lo señala Norberto Bobbio, aumentar el número de Estados democráticos y
democratizar el sistema internacional en su conjunto.
Limitada internamente por la democracia, la soberanía lo es también por la
autolimitación internacional en virtud del principio pacta sunt servanda. Al
participar de la comunidad internacional, el Estado nacional concluye un
pacto de autolimitación que se extiende al requisito de no intervención en
los asuntos internos de otros Estados. Kosovo es asunto interno de Serbia.
Pero Milosevic carece de autoridad democrática. Su invocación es puramente
nacionalista, como pudieron serlo las de Victoriano Huerta en México o
Augusto Pinochet en Chile. Otra hipótesis ilustrativa: ¿debieron intervenir
Inglaterra y Francia en la guerra civil española toda vez que Alemania e
Italia sí intervinieron, asegurando el triunfo de Franco? La no
intervención, como la soberanía, toleran excepciones (pero Sepúlveda tiene
razón: una cosa es la no intervención y sus excepciones; otra, el derecho de
injerencia y las suyas).
En una notable conferencia dictada poco después del fin de la guerra fría,
Miguel de la Madrid hacía notar que hasta ese momento, la estructura de la
organización internacional era una extensión del sistema interestatal, no la
creación de un esquema supranacional. Pero hoy asistimos a la desintegración
de imperios (la URSS), al monopolio del poder global (EE UU), al
desmembramiento de Estados nacionales (Yugoslavia), pero también a la
reunificación de Estados divididos (Alemania), a integraciones regionales (la
CEE, Mercosur, el TLC) y a las autonomías regionales (Canadá, España).
Lejos de desaparecer, concluía De la Madrid, la soberanía encara nuevos
problemas. Bobbio los resume con precisión. Por un lado, vivimos en el
"saint-simonismo" tecnocrático de empresas transnacionales que significan el
triunfo del homo economicus sobre el homo sapiens. Por el otro, resurgen los
fundamentalismos y los localismos. Yo considero que la única postura viable
ante este dilema es separar los aspectos negativos de la globalización
(especulación, inversiones golondrinas, privilegio de la circulación de
mercancía sobre la circulación del trabajo, información dispensable,
darwinismo global) de sus aspectos positivos (transparencia y abundancia de
la información, circulación y aplicación de las tecnologías, inversiones
productivas, universalización de los derechos humanos) y radicar éstos en las
políticas locales de educación, salud, comunicaciones, ahorro y empleo.
Pero el futuro siempre tiene un pasado. Hace casi un milenio, santo Tomás de
Aquino liberó a la sociedad y al Estado de su connotación pecaminosa y las
convirtió, a contracorriente de las verdades adquiridas de la cristiandad, en
encarnaciones del propósito moral e instrumentos para las realizaciones de la
justicia y la virtud.
Con todos los tropiezos que conocemos, la sociedad y el Estado han cumplido,
en gran medida, esa función en la modernidad que acaso previó santo Tomás.
La sociedad y el Estado no deben ser vistos como instrumentos del mal, sino
del bien común.
¿Sabremos elevar la sabiduría tomista, que se adelantó tres siglos al
surgimiento del Estado nacional renacentista y cinco al de los movimientos
revolucionarios francés y norteamericano? ¿Sabremos elevarla a una nueva
sabiduría internacional que le otorgue al derecho de gentes y a sus
instituciones el vigor suficiente, pese a los inevitables tropiezos, pese a
la innata capacidad humana de dañar a nuestros semejantes, para darle una
dosis de "bien común" a la modernidad a la vez global y local, nacional y
multinacional, que limite los abusos del poder (en Washington y en Belgrado)
y le dé un nuevo y positivo sentido a la soberanía y a la autodeterminación,
a la intervención y a la no intervención, a las instituciones internacionales
y a la protección de los derechos humanos?
Mientras tanto, Milosevic viola, asesina y expulsa a la minoría albanesa y la
OTAN destruye a un país y mata, "accidentalmente", a seres humanos. Es más
peligroso, en las guerras modernas, ser ciudadano que ser soldado...
https://www.alainet.org/es/articulo/104626
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