Rehabilitación Crítica de la Utopía a Contratiempo
24/04/2000
- Opinión
El destierro de la utopía
No corren vientos propicios para la utopía. Quizá nunca los hayan corrido y
ésa sea su característica principal: la de tener que avanzar contra viento y
marea. La situación de destierro en que viven hoy las personas y los
proyectos utópicos en nuestro mundo es muy similar a la de los poetas en la
República de Platón. El filósofo griego los expulsa de la República
alegando cosas como éstas: son meros imitadores y no creadores; no
contribuyen a la mejora de ciudades ni han demostrado ser buenos
legisladores ; no han hecho ninguna invención ni han realizado aportaciones
propias de los sabios, ni han sido guías de la educación. "Afirmamos -dice-
que todos los poetas, empezando por Homero son imitadores de imágenes de
virtud y de aquellas otras cosas sobre las que componen; y que, en cuanto a
la verdad, no la alcanzan" (La República, libro X, 600e). El poeta no sabe
hacer otra cosa que imitar. Y el imitador no sabe nada importante sobre las
cosas que imita; no entiende nada del ser; sólo entiende de la apariencia
(ibid., 601 b-c). La imitación no es una cosa seria, sino niñería (id.,
602b).
La utopía es excluida hoy de todos los campos: de las ciencias y de las
letras; de la economía y de la política; de la filosofía y de la teología; e
incluso de la vida y del quehacer cotidianos. Hemos pasado de la tan jaleada
consigna del 68 "seamos realistas, pidamos lo imposible" al "seamos
realistas, atengámonos a los hechos", del "fuera del sistema está la
salvación", al "fuera del sistema no hay salvación", tan afín al principio
eclesiástico medieval excluyente "fuera de la iglesia no hay salvación".
Desde el siglo XVI viene salvándose una vieja y virulenta pugna entre la
razón utópica y la razón instrumental, que adquiere distintos tonos y
modalidades. Primero fue entre la Utopía de Moro y El Príncipe de
Maquiavelo. Después, entre el conservadurismo, defensor del statu quo, y el
liberalismo, defensor de la libertad, entre la revolución burguesa y la
revolución socialista, entre el socialismo utópico y el socialismo
científico, etc. Los contendientes eran siempre desiguales, y la pugna
entre ellos se parecía mucho a la que salvaron el desarmado David (=razón
utópica) y el bien pertrechado Goliat (=razón instrumental).
Hoy son los realistas y pragmáticos quienes contienden contra los utópicos e
ideólogos -a quienes se considera de la misma familia-. La utopía es vista
con desprecio y tratada agresivamente. Es colocada del lado de lo
ideológico. Y, como nos encontramos en el fin de las ideologías, se cree
que también estamos llegando al final de las utopías. Es puesta del lado de
lo irracional. Y, como lo que impera hoy es la razón instrumental, todo lo
que va contra esa razón se considera visceral. Es ubicada del lado de lo
política, económica, social y culturalmente desviado, incorrecto, alocado,
demagógico. Frente a ella se pone como modelo el filosofar y teologizar
correctos, lo política, cultural, económica y religiosamente correcto. Es
situada del lado de lo subversivo y desestabilizador. Y eso, en tiempos de
"orden y concierto" como los nuestros, debe ser combatido -recurriendo a la
violencia, si preciso fuere- hasta su eliminación. Es colocada del lado de
lo imprevisible, lo novedoso, lo sorpresivo. Pero, como lo que predomina en
nuestra civilización científico-técnica es la razón calculadora, la utopía
debe desaparecer o, al menos, invisibilizarse.
La actual entre ambas razones me parece muy bien reflejada en la siguiente
anécdota que cuenta el teólogo holandés Edward Schillebeeckx: "Una vez
aterrizó un europeo con su avión en medio de un poblado de habitantes
africanos que miraban atónitos al extraño pájaro grande. El aviador,
orgulloso, dijo: "En un día he recorrido una distancia para la que antes
necesitaba treinta". Entonces se adelantó un sabio jefe negro y preguntó:
"Sir, ¿y qué hace con los 29 restantes?".
La utopía de la globalización: una trampa en toda regla
Pero lo más llamativo y sorprendente del caso es que, mientras se destierra
a la utopía de todo el territorio de lo humano, se nos hace creer que está
haciéndose realidad a través de la globalización. Ésta sería, según el
neoliberalismo, la traducción política y económica del "mejor de los mundos"
de que hablaba Leibniz. Con el capitalismo democrático, dirá Francis
Fukuyama, la humanidad ha llegado al final de la historia; ya no se puede
aspirar a más. Ha nacido el "hombre nuevo", que era el ideal de la
ilustración. Se ha hecho realidad el reino de Dios en la historia, que ha
sido siempre el viejo sueño de los milenarismos. Consecuencia: carecen de
sentido las preguntas de Kant: "¿qué debo hacer? ¿qué me cabe esperar?". No
hay nada nuevo que esperar, porque el objeto de la esperanza se ha logrado.
No hay nada que hacer, porque todo está hecho. No hay que luchar por la
utopía porque ya se ha hecho realidad.
Y mucha gente termina por creerse a pies juntillas que la globalización
constituye la plena realización de la utopía en el aquí y ahora.
Pero esta argumentación tiene trampa. Y seguro que más de un lector ya la
ha descubierto. Voy a intentar hacerla explícita (1). La globalización es
un proyecto imperial que pretende uniformar las culturas, controlar las
economías y someter todo tipo de heterodoxia al pensamiento único. Es un
manto con el que se quiere ocultar el fenómeno de neocolonización del mundo
por el capital multinacional. Es, a su vez, una construcción ideológica, y
no la descripción del nuevo entorno económico; una interpretación errónea de
la realidad que sustituye a una descripción exacta (2)
De cómo un bello término puede pervertirse
Y, sin embargo, la actual situación de destierro de la utopía no debe
sorprender a los utópicos. Porque ése es su estado natural. Ése es
precisamente el significado etimológico de utopías: ou-topos, no- lugar.
Así lo vio ya el propio Platón, verdadero creador del pensamiento utópico en
el IX libro de la obra ya citada La República. El filósofo griego diseña
un modelo ideal de ciudad, que, en un primer momento, cree posible construir
en la tierra. Incluso lo ve realizable en una ciudad griega, donde los
ciudadanos serán "buenos y civilizados" (470 e) y "se portarán como personas
que han de reconciliarse" (471a, p.329).
Sin embargo, al final del libro IX, en un texto lleno de grandeza y
profundidad como pocos en la literatura antigua, da un giro copernicano,
expresa su escepticismo en torno a la posibilidad de realizar la ciudad
ideal en la tierra y afirma que esa ciudad "no existe más que nuestros
razonamientos, pues no creo que se dé en lugar alguno de la tierra" (592b,
subrayado mío). El no-lugar es, sin duda, la verdadera identidad de la
utopía.
Si de Platón damos el salto a Tomás Moro, padre de la literatura utópica y
creador del neologismo en la obra Utopía (1516), descubrimos el carácter por
naturaleza paradójico de dicho concepto. Utopía significa "en ninguna
parte", es decir: un lugar que, por mucho que lo busquemos, no lo
encontraremos en ningún lugar; una presencia que resulta ausente; una
realidad que es irreal; una alteridad que carece de identificación. Eso se
comprueba con sólo repasar algunos detalles del libro de Moro. Amaurote, la
capital de la isla imaginada por Moro, es una ciudad fantasma; su río,
Anhydris, no lleva agua; su jefe, Ademus, es un príncipe que no tiene
pueblo. Los alaopolitas son habitantes sin ciudad; sus vecinos, los
acorios, son habitantes que no tienen país. Como fácilmente puede
apreciarse, estamos ante una complicada y consciente prestidigitación
filológica que tiene un doble objetivo: mostrar la plausibilidad de un mundo
al revés y denunciar la legitimidad de un mundo supuestamente al anverso.
La ficción de Moro, comporta, a su vez, una serie de contradicciones en las
que se basan los críticos de la utopía para descalificarla. Utopía es una
ciudad ejemplar, pero aislada del resto del mundo; una sociedad sin
conflictos, pero armada hasta los dientes; una ciudad libre, pero que
alquila esclavos; una ciudad feliz, pero que impone un cúmulo de exigencias
ridículas, impropias de una comunidad de personas adultas.
La utopía ha sufrido un proceso de deterioro que se refleja en la propia
definición de algunos diccionarios, que acentúan su ingenuidad, su carácter
irreal, quimérico, fantasmagórico. Tales derivaciones nada tienen que ver
con el sentido que se le da en el pensamiento y la literatura utópicas. Lo
que se han impuesto en el lenguaje ordinario , en la vida social es una
caricatura. Así, a las personas utópicas se las considera carentes de
sentido de la realidad, de estar en las nubes, de moverse por impulsos
primarios, de actuar sentimentalmente, y no de manera racional. No es que se
las califique de malas, pero sí de ajenas a la realidad.
Recuperación de su verdadero sentido
En realidad, el término utopía es ambivalente, como lo son también mito y -
en cierta medida- ciencia. El sentido más frecuente que suele dársele es
el negativo, el que implica una connotación peyorativa. Utopía sería casi
sinónimo de sueño ilusorio, quimera, fantasía, y se confundiría con lo
meramente desiderativo. Cuando se califica a una persona de utópica se está
diciendo que no tiene los pies en la tierra y confunde el deseo con la
realidad. Ahora bien, utilizar la palabra utopía en ese sentido constituye,
a mi juicio, una derivación patológica de la misma.
Utopía se emplea también en sentido positivo como proyecto o ideal de un
mundo justo, que implica la crítica del orden presente. Crítica y utopía
son las dos grandes líneas que constituyen el pensamiento moderno europeo.
Es mérito de Bloch haber recuperado una palabra tan denostada, liberarla de
su acepción peyorativa y haberla convertido en categoría mayor de la
filosofía. Él devuelve a la utopía la credibilidad que había perdido en el
marxismo ortodoxo. Para ello cree necesario renunciar a la oposición entre
socialismo utópico y socialismo científico, y establece la distinción -para
mí, fundamental-entre utopía concreta, decantándose por ésta (3).
Mérito que K. Mannheim es también el haberla introducido en la sociología
del conocimiento. Utopía, para él, no es lo irrealizable sin más, lo
irrealizable de forma absoluta, sino "lo que parezca ser irrealizable
solamente desde el punto de vista de un orden social determinado y ya
existente" (4), es decir, lo que puede realizarse en unas determinadas
coordenadas. Cuando se formula una utopía en el sentido indicado, no se
está proponiendo un imposible; se busca cambiar las coordenadas que la hacen
imposible para que pueda ser realidad. La utopía tiene, por ende, una doble
función, como acabamos de decir: crítica de la realidad existente (función
iconoclasta) y alternativa a la misma (función constructiva).
Creo que es aplicable a esta concepción de la utopía lo que dice Herbert
Marcuse del marxismo en su emblemático libro El final de la utopía: "El
marxismo ha de asumir el riesgo de definir la libertad de tal modo que se
haga consciente y se perciba como algo que en ningún lugar subsiste ni ha
subsistido. Y precisamente porque las posibilidades llamadas utópicas no
son en absoluto utópicas, sino negación histórico social-determinada de lo
existente, la toma de consciencia de las fuerzas que las impiden y las
niegan exigen de nosotros una oposición , muy realista, muy pragmática. Una
oposición muy libre de toda ilusión, pero también de todo derrotismo, el
cual traiciona ya por su mera existencia de posibilidades de la libertad en
beneficio de lo existente" (5).
Ahora bien, con la clarificación conceptual y la recuperación del
significado positivo de la utopía, no se resuelven todos los problemas en
torno a ella, pues el concepto tiene carácter valorativo y no sólo
descriptivo. "Utopía -afirma con razón A. Neusüss- es una categoría
esencial dentro del debate conceptual-político quizá más importante; el que
trata sobre la forma de vida justa y digna de la sociedad y del individuo"
(6).
Llegamos así a la esperanza, que constituye el impulso y la activación de la
utopía concreta.
Vivimos rodeados de posibilidad
La esperanza no es una simple disposición anímica o una cuestión de carácter
que defina sólo a las personas de "naturaleza optimista" y esté ausente de
personas con tendencia al pesimismo. Como ha demostrado el filósofo alemán
Ernst Bloch en su obra El principio esperanza (verdadera enciclopedia de
utopías), la esperanza es una determinación fundamental de la estructura del
mundo, un principio presente y actuante en la realidad objetiva, y un rasgo
constitutivo del ser humano. Principio-esperanza: he aquí la noción central
de la filosofía de la esperanza que voy a intentar explicitar a
continuación.
El determinismo mecanicista entiende la materia como un simple foso de
sustancias químicas e identifica la realidad con lo dado aquí y ahora. La
realidad tiene pasado y presente, pero no futuro. Se ubica en el terreno de
los hechos, de lo "contante y sonante"; se mueve a ras de suelo sin lograr
levantar nunca el vuelo. Sólo considera real y verdadero lo que puede
verificarse empíricamente. Lo demás, o no existe o no es verdadero. El
único lenguaje válido para el determinismo mecanicista es el descriptivo.
En esta visión de las cosas, la realidad es más importante que la
posibilidad; más aún, ésta queda excluida del horizonte de aquélla.
Sin embargo, para la filosofía de la esperanza, la materia es creadora y
activa; la realidad no se reduce a algo inmóvil, sólido, simple, inerte,
pasivo; tiene carácter abierto y dinámico. En la realidad no sólo hay
presencia, sino también -y de manera preferente- posibilidad. La realidad
no es un calco de lo ya acontecido ni el resultado matemático de la suma de
los pasados y presentes. Tampoco debe entenderse como un circuito cerrado
sin comunicación con el exterior. Se nos presenta, más bien, como un
espacio abierto, sin límites, de un torrente de aguas sin compuertas. Se
parece más a una caja de sorpresas que al eterno retorno de lo mismo. Su
principal característica es la novedad, no la repetición.
Diría más. Lo real está en proceso o, mejor, es proceso: está siempre en
marcha, en permanente construcción, en ininterrumpida creación. En dicho
proceso puede suceder todo, nada está decidido de antemano. Por lo mismo,
los hechos no son fenómenos aislados e irreversibles, sino momentos de un
proceso que discurre con fluidez, aunque no siempre en línea recta sino, con
frecuencia, en zig-zag, con avances y retrocesos. Conforme a esta filosofía
de la realidad, no vale decir "las cosas son como son", pues pueden -y deben
ser- de otra manera.
El mundo no se encuentra terminado ni mecánicamente determinado. Ni siquiera
las cosmologías y cosmovisiones que consideran el mundo como creación de
Dios o de los dioses tienen una idea determinista de él. En el mundo -
afirma Bloch- "se dan posibilidades objetivas..., ocurren cosas
verdaderamente nuevas. Cosas que verosímilmente aún no le habían ocurrido a
ninguna realidad... Hay condicionamientos que nosotros no conocemos aún, o
que ni siquiera existen por ahora. Vivimos rodeados de la posibilidad no
sólo de la presencia. En la prisión de la mera presencia ni siquiera
podríamos movernos o respirar" (7).
La persona, ser-en-esperanza
La esperanza está inscrita en las zonas más profundas del ser humano, al
que, en otra ocasión, he definido como "ser-en-esperanza" (8). En el centro
del ser, más allá de los datos, cálculos e inventarios, "hay un principio
misterioso que está en convivencia conmigo", afirma el filósofo Gabriel
Marcel (9). La esperanza es la respuesta de todo ser humano a la situación
de prueba que constituye la vida y al estado de cautividad o alienación que
nos ronda por doquier. La esperanza nos lleva derechamente a desear que la
prueba o el estado de cautividad no dure indefinidamente sino que termine
cuanto antes. Esta idea de Marcel sintoniza con la del filósofo alemán Max
Horkheimer, fundador de la Escuela de Frankfurt, para quien "la teología es
la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no puede
permanecer así, que lo injusto no puede considerarse como la última
palabra"; es la "expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino
no pueda triunfar sobre la víctima inocente" (10). Cuanto mayor es la
conciencia del ser humano de su finitud, de su cautividad y de las pruebas a
que se ve sometido, mayor es su esperanza de verse liberado de ellas.
Siguiendo al poeta Hölderlin, habría que decir: cuanto mayor es el peligro
mayor es la esperanza de salvación.
El ser humano es el guarda-agujas del mundo que no permite que éste vaya a
la deriva, sino que lo guía hacia su plena realización, aunque a veces
provoca su descarrilamiento.
La esperanza está radicada, a su vez, en el horizonte de la
intersubjetividad, del encuentro con el otro. Esperar es, por ende, un acto
constitutivo de la persona y de la comunidad. Mi esperanza incluye el
esperar de los otros y con los otros. La esperanza de los otros y con los
otros activa mi esperar. Mi esperanza sin la de los otros desemboca en
solipsismo. Mi desesperar pone a los otros en el disparadero de la
desesperación. En suma, esperamos y desesperamos en comunidad. En
consecuencia, la esperanza y la des-esperanza son co-esperanza y co-des-
esperanza.
La esperanza como virtud
La esperanza también es virtud. Se mueve en el horizonte ético, pero
?cuidado!, no es una virtud de ojos cerrados, pies quietos y manos atadas,
como se nos ha presentado tradicionalmente. La virtud de la esperanza tiene
los ojos abiertos para analizar la realidad con lucidez, es decir, con
sentido crítico. Tiene la mirada puesta en el futuro y los pies en
movimiento. Gracias a ella, el ser humano emprende el camino hacia la
libertad y se pone en éxodo hacia la tierra prometida. Es esperanza-en-
acción, que lleva derechamente a transformar el mundo. El principio-
esperanza de Bloch se torna compromiso-esperanza. Gracias a él, la
esperanza baja de la cumbres de la abstracción idealista, en que ha vivido
instalada desde la fundación de la ética como disciplina filosófica, se
torna historia o, mejor, "se hace carne", como el Verbo de Dios del prólogo
del Evangelio de Juan, y habita entre los humanos.
La esperanza es la virtud del optimismo, peor no del optimismo ingenuo de
los cuentos de hadas, donde todo se ve de color de rosa, sino del optimismo
militante, que es consciente de las dificultades del camino, si bien cree
que pueden vencerse. Sabe que la acción puede fracasar y no lograr su
objetivo. Más aún, asume el fracaso como momento necesario del itinerario
histórico del ser humano, pero no se queda tumbado al borde del camino, como
si el fracaso fuera la última palabra, el último acto. Cree, más bien, que
puede superarlo. El ser humano puede sentirse afectado negativamente por
las múltiples adversidades de la vida, pero tiene capacidad para
intentarlootra vez, no dándose nunca por vencido. Corrigiendo el viejo
adagio latino, alea non ?acta est! (="la suerte todavía no está echada").
En síntesis, y recurriendo a la espléndida caracterización del teólogo y
filósofo brasileño Rubem A. Alves, podemos decir que la esperanza "es el
presentimiento de que la imaginación es más real y que la realidad es menos
real de lo que parece... Es la convicción de que la abrumadora brutalidad
de hechos que la oprimen y la reprimen no han de tener la última palabra.
Es la sospecha de que la realidad es mucho más compleja que el realismo
quiere hacernos creer, que las fronteras de lo posible no quedan
determinadas por los límites de lo actual, y que, de una forma milagrosa e
inesperada, la vida está preparando el acontecimiento creador que abrirá el
camino a la libertad" (11).
Críticas a la utopía
Frase precientífica del pensamiento humano
A la utopía le llueven las críticas por doquier. Son muchas, muy severas y
proceden de todos los campos. (A veces -todo hay que decirlo- más que
críticas son insultos y exabruptos). Y no puede ser de otra manera porque,
según indicaba más arriba citando a Neusüss, se trata de una categoría
esencial del debate "conceptual-político". Voy a intentar resumirlas.
Hay quienes consideran a la utopía una fase pre-científica e incluso pre-
racional, del pensamiento humano, que ya ha sido superada por la razón
moderna y por la cultura científico-técnica. Las funciones que ella ejerció
en su momento han sido asumidas por la filosofía y las ciencias sociales.
Por ello lo mejor que puede hacerse es eliminarla del actual horizonte
cultural y del debate filosófico-político. Mantenerla, argumentan los
críticos, significaría seguir instalados en el mito.
El pensamiento conservador: miedo a la utopía
El pensamiento conservador también se muestra crítico o, mejor, incómodo con
la utopía. Y ello por varias razones. Al tener una concepción pragmática y
productivista de la realidad y de las relaciones humanas, la utopía le
parece estéril, inútil, ineficaz, La lógica del cálculo, que caracteriza a
dicho pensamiento, torna innecesario el mundo de lo utópico, que rompe
todos los cálculos. El discurso utópico se queda en pura palabrería, se
evade de la realidad y se muestra inoperante, ya que no dispone de los
medios materiales para hacer realidad lo que anuncia. Además, argumenta el
pensamiento conservador, la utopía es profundamente desestabilizadora del
orden establecido, que debe salvarse por encima de todo, ya que es el estado
natural del mundo. Si no se salva el orden, se impone el caos.
Pero lo que más pesa en la crítica de la tradición conservadora -política y
cultural- es el miedo a que se haga realidad la utopía de la justicia e
igualdad en el mundo; en cuyo caso, quienes siempre han detentado el poder y
han vivido en la abundancia, perderían sus privilegios, y quienes se han
sentido excluidos accederían a unas condiciones dignas de existencia.
Planificación, totalitarismo y violencia
A la utopía se la acusa también de autoritaria y violenta. Así Karl Popper
en Miseria el historicismo y La sociedad abierta a sus enemigos. Según él,
la utopía -todas las utopías- busca(n) la realización de lo imposible. Eso
exige implantar una planificación global. Y lo que se consigue por ese
camino es la destrucción de la sociedad, la tiranía o la sociedad cerrada.
La planificación sólo se logra a través de la violencia e imponiendo un
modelo totalitario. El resultado de todo intento de realizar lo imposible
lo expresa Popper muy gráficamente: "La tentativa de llevar el cielo a la
tierra produce como resultado invariable el infierno". Y todavía más: "Ella
engendra la intolerancia, las guerras religiosas y la salvación de las almas
mediante la Inquisición" (12).
¿Qué hacer, entonces, según Popper? Algo tan vaporoso y abstracto como
"ayudar a aquellos que necesitan nuestra ayuda, pero no... hacer felices a
los demás, puesto que esto no depende de nosotros y más de una vez
significaría una intrusión en la vida privada de aquellos hacia quienes nos
impulsan nuestras buenas intenciones" (13). Las buenas intenciones hay que
reprimirlas. A Popper no le parece humanamente posible, ni tampoco deseable,
amar a mucha gente y sufrir con quienes sufren, pues esa actitud terminaría
por destruir nuestra capacidad de ayuda. Ante el sufrimiento y la
injusticia no cabe otra actitud que concretarse en casos concretos y, ahí,
hacer la vida más llevadera a los demás, pero nunca intentar transformar las
estructuras.
Faz utópica de la postmodernidad
También la postmodernidad se encuentra especialmente molesta con la utopía y
hace todo lo posible por eliminarla de su horizonte mental y vital. El
clima postmoderno declara fracasados los grandes ideales de la modernidad.
Y parte de razón no le falta. Sucede, sin embargo, que, en este aspecto, a
la postmodernidad se le puede aplicar el juicio de Bloch sobre la actitud
roma de la modernidad hacia la religión: que no tiene capacidad de
discernimiento y termina por arrojar al niño junto con el agua sucia de la
bañera.
La postmodernidad proclama el final de los grandes relatos y renuncia a
formular proyectos de transformación global de la sociedad. Ahí demuestra
su faz antiutópica. Niega todo valor de la utopía apoyándose en dos bases.
La primera, el idealismo y trascendentalismo que definen a la utopía.
"Tomar partido por una conciencia y una sociedad utópicas es algo necesario
hoy. El fin de la utopía, a fin de cuentas, tiene una virtud incuestionable:
nos baja del cielo a la tierra" (14). La segunda consiste en negar todo
sentido a la historia. "No existe telos alguno de la historia, sino que
ésta, al contrario, se presenta como experiencia repetitiva -a través de
mediaciones simbólicas siempre nuevas y con distintos grados de conciencia-
de la misma imposibilidad de conciliación" (15). Vatimmo matiza un poco
más esta idea y habla del "fin del sentido emancipador de la historia".
Una escatología secularizada
Hay quienes consideran a la utopía como una escatología secularizada. Por
ello la critican con la misma radicalidad con que lo hacen con las
escatologías religiosas que pasan por la historia de puntillas, sin ser
conscientes de los sufrimientos de los seres humanos, y proponen un ideal de
bienaventuranza futura metahistórica, desinteresándose de todo lo que
acontece en la historia. En este sentido creen que la utopía es una especie
de huida hacia adelante, no pisa tierra y se refugia en lo espiritual y
trascendente. Sin duda que hay razones, y muy poderosas, para hacer dicha
crítica, porque mucho de esto han tenido las escatologías religiosas y los
utopismos futuristas. Pero no se cae en la cuenta de que muchas escatologías
religiosas poseen una rica dimensión utópico-liberadora para la humanidad en
el presente y futuro históricos, y que hacen propuestas de salvación en la
historia.
Contra la ingenuidad utópica
Tengo que referirme a un último cuestionamiento, que me parece uno de los
más sólidamente fundamentados. Es el del economista Franz Himkelammert,
quien critica "la ingenuidad utópica, que cubre como un velo la percepción
de la realidad social", muy presente tanto en el pensamiento burgués, que
cree encontrar en el mercado burgués una tendencia al equilibrio de
intereses por mor de una mano invisible, como en el socialista, para quien
la organización socialista de la sociedad constituye la clave de la libertad
total del ser humano concreto (16). Partiendo de estas bases desenmascara
las trampas de tres tipos de pensamiento: el conservador, el anarquista y el
soviético. La ingenuidad utópica posee una fuerte potencialidad destructora
y retorna hoy en la modalidad de la antiutopía. En ese sentido,
Himkelammert cuestiona con especial radicalidad el pensamiento antiutópico
del neoliberalismo actual, representado ejemplarmente en el economista
Friedrich Hayek y el filósofo Karl Popper, quienes presentan la antiutopía
como utopía verdadera (17).
Rehabilitación crítica de la utopía
¿Qué hacer ante las críticas? Yo creo que hemos de tenerlas en cuenta,
analizar sus fundamentos, valorarlas en justos términos, saber de dónde
vienen y qué intereses las mueven.
A su vez, caben varias actitudes ante la utopía. Una muy extendida hoy
consiste en declararla muerta y bien muerta, y no hacer nada por su
recuperación, ya que se mueve en el horizonte de los grandes mitos a los que
debe renunciarse. Yo creo, sin embargo, que, a pesar de las críticas -
algunas de ellas bien fundadas- la utopía no está tan muerta como se nos
quiere hacer ver. Ésa es precisamente la estrategia del pensamiento
antiutópico: alegar que ya no es necesaria la utopía porque se ha hecho
realidad y ya no cabe esperar más. Pero la utopía está suficientemente
enraizada en la realidad y en el ser humano como para que pueda morir, y
menos aún por un decreto del neoliberalismo, su principal adversario hoy.
Otra actitud sería la de apostar por un pensamiento de intención utópica,
pero en clave negativa, sin hacer propuestas, sin ofrecer alternativas. La
oscuridad del presente no deja otro camino que el de la crítica de lo
existente. Dicha actitud debe ser tenida en cuenta para no caer en los
fáciles discursos afirmativos, pero puede ser paralizante y desembocar en
pesimismo.
Una tercera postura, con la que sintonizo, es la de la rehabilitación
crítica de la utopía. Ahora bien, se trata de una utopía no-mitificada,
guiada por un interés emancipatorio y animada por una intención ética, en la
línea expuesta por J. A. Pérez Tapia, para quien la utopía es necesaria
como: imagen movilizadora, horizonte orientador de la praxis, instancia
crítica de la realidad y "perspectiva de la prospectiva" (P. Ricoeur) (18).
Dicha utopía ha de ser rehabilitada no apologéticamente, sino de forma
crítica, insisto, es decir, cuestionando la "ingenuidad utópica", tan
presente en las diferentes teorías y prácticas sociales, como atinadamente
observa Himkelammert.
La utopía debe responder a una visión dialéctica abierta, no determinista,
de la realidad, como ya indiqué más arriba al hablar de la filosofía de la
esperanza. Ha de responder -y mantenerse fiel- a la intención ética que la
anima, consciente de la distancia entre cómo es el mundo y cómo debe ser,
pero con el propósito de aproximar el deber ser al ser. Debe compaginar
adecuadamente la doble dimensión que la define desde su nacimiento: la
crítica y la propuesta. Ha de configurarse como utopía cosmo-socio-
antropológica. En otras palabras: atender a la interrelación individuo-
sociedad-cosmos, sujeto-comunidad-naturaleza, y proponerse como meta el
logro de la autorrealización personal dentro de la realización de la
humanidad y de la liberación de la naturaleza. Debe responder, en fin, a un
interés emancipatorio integral no excluyente.
Con mi amiga Adela Cortina me hago dos preguntas: por una parte, "si no es
irresponsable vivir exclusivamente de principio ideales", que es uno de
los defectos en que incurren los utopismos de toda laya y las éticas de la
intención; por otra, "si no es inmoral el regenar de ellos (de los
principios ideales) y conformarse con lo que hay", que es la táctica de
los realistas y pragmáticos, a los que me refería al principio de este
artículo. Termino esta reflexión con una afirmación de la misma autora que
sirve de guía tanto en mi pensar como en mi actuar utópicos: "Sin futuro
utópico en el que quepa esperar y por el que quepa comprometerse,
carece de sentido nuestro actual presente" (19).
Citas:
(1) Cf. R. Fornet-Betancourt, Aproximaciones a la globalización como
universalización de políticas neoliberales: Pasos n. 88 (1999) 9-21.
(2) Cf. A. Touraine, La globalización como ideología: El País 29-9-
1996, 17.
(3) Cf. E. Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid 1977-1980.
(4) K. Mannheim, Ideología y utopía. Introducción a la sociología del
conocimiento, Aguilar, Madrid 1973, 200.
(5) H. Marcuse, El final de la utopía, Ariel, Barcelona, 1981, 2da. Ed.,
17-18. Subrayado mío.
(6) A. Neusüss, Utopía, Barral Editores, Barcelona, 1971, 24.
(7) E. Bloch, Man as Posibility: Cross Currents 18 (1968) 279 y 281.
(8) J. -J. Tamayo, Para comprender la escatología cristiana, Verbo Divino,
Estella (Navarra) 1993, 19.
(9) G. Marcel, Position el approches concrétes du mysteère ontologique,
Lovaina 1949, 28.
(10) M. Horkheimer, A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1976,
106.
(11) R. A. Alves, Hijos del Mañana, Sígueme, Salamanca 1976, 219.
(12) K. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona 1981,
403.
(13) Ibid.
(14) M. Porta, El final de la utopía: El País, 11-6-1986.
(15) F. Crespi, Ausencia de fundamento y proyecto social, en G. Vattimo y P.
A. Rovatti (eds.), El pensamiento débil, Cátedra, Madrid 1988, 345.
(16) F. Himkelammert, Crítica a la razón utópica, San José (Costa Rica)
1990, 2da. Ed., 13.
(17) Esta crítica constituye la parte central de la obra.
(18) J. -A.Pérez Tapia, Filosofía y crítica de la cultura, Trotta, Madrid
1995, 96-110.
(19) A. Cortina, Ética del camaleón, Espasa Calpe, Madrid 1991. Subrayados
míos.
Juan José Tamayo es teólogo español
https://www.alainet.org/es/articulo/104745
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