El factor Dios
19/09/2001
- Opinión
En algún lugar de la India. Una fila de piezas de
artillería en posición. Atado a la boca de cada una de
ellas hay un hombre. En primer plano de la fotografía, un
oficial británico levanta la espada y va a dar orden de
disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los
disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones
podrá 'ver' cabezas y troncos dispersos por el campo de
tiro, restos sanguinolentos, vísceras, miembros amputados.
Los hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos
soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que
quizá no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se
prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta es la
primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una
segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está
clavada en un palo, y los soldados se ríen. El negro era
un guerrillero. En algún lugar de Israel. Mientras
algunos soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro
militar le parte a martillazos los huesos de la mano
derecha. El palestino había tirado piedras.
Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York.
Dos aviones comerciales norteamericanos, secuestrados por
terroristas relacionados con el integrismo islámico, se
lanzan contra las torres del World Trade Center y las
derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa
daños enormes en el edificio del Pentágono, sede del poder
bélico de Estados Unidos. Los muertos, enterrados entre
los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se
cuentan por millares. Las fotografías de India, de Angola
y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se
nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la
agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York,
todo aprecio irreal al principio, un episodio repetido y
sin novedad de una catástrofe cinematográfica más,
realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido
por el técnico de efectos especiales, pero limpio de
estertores, de chorros de sangre, de carnes aplastadas, de
huesos triturados, de mierda. El horror, escondido como un
animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción
para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera
vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al
vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese
suya.
Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una
piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida,
y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un
abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto
mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido
por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda de un
millón de muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de
aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de
aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos
soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena,
de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron
Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis
vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar
cadáveres como si se tratase de basura.
Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido
la cuenta de los seres humanos muertos de las peores
maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una
de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más
ofende a la simple razón, es aquella que, desde el
principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda
matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las
religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido
para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el
contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos
inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias
físicas y espirituales que constituyen uno de los más
tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al
menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el
valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad
evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de
cualquier religión no solo fingen ignorarlo, sino que se
yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para
quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un
nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día
y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización
real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con
infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos
descarados a una inteligencia y a un sentido común que
tanto trabajo nos costo conseguir.
Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no
existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en
nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado
todo, principalmente lo peor, principalmente lo más
horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición fue,
también, como hoy los talibán, una organización terrorista
dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que
deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer,
un monstruoso connubio pactado entre la Religión y el
Estado contra la libertad de conciencia y contra el más
humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a
la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es
lo que la palabra herejía significa. Y, con todo, Dios es
inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha
existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un
universo entero para colocar en él seres capaces de cometer
los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que
son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los
muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de
Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios
convertido en asesino por la voluntad y por la acción de
los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y
sangre las páginas de la Historia. Los dioses, pienso yo,
solo existen en el cerebro humano, prosperan o se
deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado,
pero el `factor Dios´, ese, está presente en la vida como
si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un
dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los
billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden
para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la
bendición divina. Y fue en el `factor Dios´ en lo que se
transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del
World Trade Center los aviones de la revuelta contra los
desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se
dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro
dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá
sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin
culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es terriblemente
igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y
sea cual sea la religión que profesen, ese que ha
intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las
intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello
en lo que manda creer, el que después de presumir de haber
hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una
bestia. Al lector creyente (de cualquier creencia...) que
haya conseguido soportar la repugnancia que probablemente
le inspiren estas palabras, no le pido que se pase al
ateísmo de quien las ha escrito.
Simplemente le ruego que comprenda, con el sentimiento, si
no puede ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo
Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es
el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del
`factor Dios´. No le faltan enemigos al espíritu humano,
mas ese es uno de los más pertinaces y corrosivos. Como ha
quedado demostrado y desgraciadamente seguirá
demostrándose.
https://www.alainet.org/es/articulo/105338
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