Este mundo de la injusticia globalizada
05/02/2002
- Opinión
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la
vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace
más de 400 años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo
habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que
esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos,
entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se
oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos
de algo sucedido en el siglo XVI) las campanas tocaban varias veces a
lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza,
pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era
sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se
encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la
calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y
menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de
la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar.
La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló.
Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el
umbral. Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen
dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. 'El campanero
no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana', fue la
respuesta del campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?',
replicaron los vecinos, y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese
nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la justicia, porque
la justicia está muerta'.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde
o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio
los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña
parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró
compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse
a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación
continuó.
Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene
el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la
muerte de la justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada
indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del
universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas
ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la
muerte de la justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un
clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando
por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y
mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé
lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al
campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos,
una vez declarada difunta la justicia, volvieron resignados,
cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días.
Es bien cierto que la historia nunca nos lo cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo,
en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto
tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la justicia.
Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de
Florencia, mas la justicia siguió y sigue muriendo todos los días.
Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado,
a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que
muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que
habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que
todos tenemos derecho a esperar de la justicia: justicia, simplemente
justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde
con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le
vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la
espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una
justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres,
una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y
riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable
para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el
alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin
duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre
todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia
sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como
ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que
asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que
morían.
Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para
llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo,
en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que
convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones
y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase
a la comunidad. Hoy el papel social de las campanas se ve limitado al
cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del
campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o,
peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las
campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de
implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres,
aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y
hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio
alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano
más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no
para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más
de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente
ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más
fuerte, por todo el mundo, son los múltiples movimientos de
resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de una
nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos
puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia
protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus
negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código
de aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese
código se encuentra consignado desde hace 50 años en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, aquellos 30 derechos básicos y
esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no se
silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en
día de lo que estuvieran, hace 400 años, la propiedad y la libertad
del campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, tal como está redactada, y sin
necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces,
en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de
objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo,
expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en
fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal
realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y
temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad
racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de
los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a
referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las
aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al
movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo
consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que
hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social
resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me
alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me autorizan a
añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine,
diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón
de los derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por
el gato de la globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos
para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas
concretas del momento, y según la expresión consagrada, un gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar
a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen
interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una
evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra
la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un
sistema democrático general como más probabilidades tendremos de
llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos
humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de
gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos
democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que
podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula
de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y
normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en
el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de
tales representaciones y de las combinaciones políticas que la
necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un gobierno. Todo
esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción
democrática comienza y acaba ahí.
El elector podrá quitar del poder a un gobierno que no le agrade y
poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca
tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el
mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al
poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en
aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con
estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al
que, por definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y
todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja
ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la
democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella
nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos
pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos,
como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros gobiernos,
esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo
tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en
meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva
de producir las leyes que convengan a ese poder, para después,
envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y
particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas
protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente
descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las
galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las
congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero
el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido
se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los
siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy
incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones
necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado
tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de
su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida
política y social, sobre las relaciones entre los estados y el poder
económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que
niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una
existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o,
hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la
componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien
se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un
instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez
más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por
favor.
* Mensaje del premio Nobel de Literatura en la clausura del Foro
Social Mundial. Porto Alegre - Brasil. 31 enero - 5 febrero, 2002
https://www.alainet.org/es/articulo/105597
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