El racismo y la discriminación, vergüenzas para la humanidad
21/03/2002
- Opinión
Hablando con mucha gente en diferentes países, he constatado que la
lectura de las noticias en la prensa diaria, en estos tiempos aciagos,
nos produce a la mayoría sentimientos dolorosos; en pocas ocasiones
encontramos estímulos para elevar la autoestima, el entusiasmo y la
alegría. Y probablemente el más común de esos sentimientos amargos,
junto a la indignación y la impotencia, sea la vergüenza. Para
mantener viva la esperanza y acrecentar el espíritu de solidaridad,
hay que recurrir a la fuerza de la convicción de que los mejores
valores de la humanidad terminarán por imponerse al imperio del
negocio, el dinero y la guerra.
Vergüenza es lo que se experimenta al leer, en las mismas páginas de
los diarios, la noticia de que la ONU se apresta a celebrar el día
internacional para la eliminación de la discriminación y el racismo,
mientras que con la mayor indiferencia se permite que numerosos
Estados cometan las peores atrocidades en contra de muchos pueblos.
Avergüenza, por ejemplo, atestiguar la tolerancia internacional frente
al genocidio que ante los ojos del mundo está cometiendo el gobierno
de Israel contra el pueblo Palestino. Avergüenza constatar el fondo
racista y discriminatorio tras los argumentos con los que el gobierno
encabezado por Ariel Sharon pretende justificar esos nuevos crímenes
de lesa humanidad. Crímenes que a su vez son utilizados como pretexto
por el fanatismo terrorista que asesina de manera sanguinaria a
civiles israelitas.
Cuando las autoridades de Tel Aviv hablan descaradamente de ocupación,
expropiación o desalojo de los territorios que pertenecen al pueblo
palestino, no puedo dejar de pensar en las prácticas de despojo,
confiscación y usurpación que a lo largo de los últimos quinientos
años hemos sufrido los pueblos indígenas en nuestras tierras,
territorios y recursos.
A pesar de que la lucha contra el racismo y la discriminación
constituye uno de los temas más trabajados en el sistema internacional
desde la creación de las Naciones Unidas, este fenómeno sigue
insultando la dignidad humana en el nuevo milenio. El racismo, ese
agraviante problema histórico que tiene profundas raíces en el
colonialismo y la esclavización de pueblos enteros, continúa vivo y
activo en el mundo de hoy. El racismo y la discriminación racial
constituyen una tragedia que continúa ocasionando violencia contra
muchos pueblos dondequiera que nos encontramos, sea en países del
tercer mundo o en los llamados países desarrollados.
No obstante y a pesar de las tres Conferencias Mundiales contra el
racismo, las Décadas internacionales decretadas por la ONU y la
aprobación y ratificación de Convenciones internacionales dedicadas a
ese tema, nos encontramos en este año 2002 ante una realidad
histórica vigente y persistente. Una realidad que lejos de
desaparecer crece y se extiende en distintas regiones del mundo.
Pero la constatación de estos hechos no niega la importancia de esos
eventos y acuerdos mundiales. El establecimiento del día internacional
para la eliminación de la discriminación y el racismo, es motivo de
satisfacción porque forma parte de un proceso en el que debemos
participar activamente todos los que queremos contribuir a la
construcción de un mundo intercultural, en el que prevalezca la
aceptación recíproca y el respeto mutuo y la diversidad sea reconocida
como un don para la convivencia y la prosperidad de los pueblos.
Sin embargo hay que insistir en la denuncia y perseverar en la lucha
contra esas vergüenzas para la humanidad. Los pueblos indígenas, que
junto a otros pueblos hemos sido las víctimas principales de la
discriminación y el racismo, conocemos perfectamente sus causas y sus
efectos. El desprecio, el odio racial y la pretensión de una absurda
superioridad étnica y cultural, son manifestaciones de las taras y
complejos coloniales que aún persisten en los países en que vivimos.
Por ello, en nuestra voz de denuncia y en el planteamiento de nuestras
demandas, los pueblos indígenas sabemos de qué estamos hablando. Y
también sabemos que nos corresponde un papel y una responsabilidad en
la construcción de sociedades que asuman su diversidad étnica y
cultural como fuente de virtudes y no como motivo de complejos.
Nuestra misión es, junto a la de otros pueblos originarios, aportar al
conjunto de la humanidad una contribución efectiva, partiendo de la
cosmovisión que se nutre de nuestra existencia milenaria. Y eso forma
parte de nuestros sueños, de la utopía a la que nos aferramos a pesar
de estos tiempos de vergüenza e indignidad.
Estoy convencida de que el punto de partida en el proceso de
construcción de ese mundo intercultural, radica precisamente en el
reconocimiento de que el racismo contra nuestros pueblos no es
solamente un fenómeno histórico del pasado, sino un proceso
continuado, real y vigente. Las manifestaciones cotidianas del racismo
y la discriminación implican las limitaciones y deformaciones de
nuestros derechos humanos, incluido el derecho a la vida. Los actos de
genocidio, etnocidio y ecocidio son, en la mayoría de los casos, las
expresiones extremas del racismo.
Esos crímenes se manifiestan también en la negación de los derechos
ancestrales sobre nuestras tierras, territorios y recursos. Como
señalé al principio de estas líneas, ello incluye las prácticas de
ocupación, expropiación, confiscación, usurpación y dominación de
nuestras tierras, territorios y recursos. Como lo demuestra hoy la
agresión que sufre el pueblo palestino, la reubicación y los
desplazamientos forzados fuera de los territorios que les pertenecen
ancestralmente, constituyen claras muestras de la prepotencia, el
racismo y la discriminación. A pesar de todos los tratados y
convenciones internacionales, se nos sigue negando a los pueblos el
derecho a la libre determinación.
La intolerancia de nuestras prácticas culturales y espirituales y de
las formas de vida tradicionales de nuestros pueblos, así como los
ataques a nuestro patrimonio cultural e intelectual, del que forman
parte nuestros lugares sagrados y los de significación histórica, son
abiertas expresiones discriminatorias. Otro tanto ocurre con las
políticas de asimilación, basadas en las pretensiones de superioridad
de un grupo o de una cultura sobre otra, ya no digamos con las
prácticas de exclusión y marginación que se aplican en muchos países
del llamado primer mundo.
Lo dije así, con claridad y contundencia, ante los jefes de Estado y
cancilleres presentes en Sudáfrica en la 3ª Conferencia Mundial contra
el Racismo. Recordé en esa ocasión que entre la primera y la segunda
Conferencias contra el racismo, se cometía en mi país, Guatemala, lo
que ha sido calificado por la Comisión de la Verdad avalada por la ONU
como un GENOCIDIO, del que soy sobreviviente. El ochenta y tres por
ciento de las doscientas mil víctimas fueron indígenas mayas, como mi
madre, mi padre y mis hermanos. Junto a miles de hermanos indígenas
guatemaltecos, continúo buscando la fosa común o el cementerio
clandestino donde puedan estar los restos de nuestros seres queridos.
Hasta la fecha, no hay tribunal en el mundo que asuma con valentía la
persecución penal, el juzgamiento y castigo de estos crímenes contra
la humanidad.
Expresé en ese foro mundial , desde lo profundo de mi corazón, que la
sangre de nuestros muertos, el dolor de nuestra historia, el hambre de
nuestros hijos son verdades incómodas que gritan y son la fuerza de
nuestras razones. Los pueblos indígenas, los pueblos originarios, los
discriminados y despreciados por el racismo, no necesitamos del
reconocimiento de los Estados para ser lo que somos; sobrevivimos a
pesar de ellos. Pero si quieren construir sociedades libres,
democráticas y justas, no pueden prescindir de nosotros.
Espero, por el bien del futuro de la humanidad, que la celebración del
día internacional para la eliminación de la discriminación y el
racismo ayude a la reflexión de quienes controlan y dirigen los
Estados y los organismos internacionales. Ojalá que, con el esfuerzo y
la contribución de muchos, seamos capaces de colocar a nuestras
sociedades frente a un espejo de mil colores que refleje sin temores
y sin vergüenzas, la rica diversidad de quienes poblamos este bello
planeta.
* Rigoberta Menchú Tum. Premio Nobel de la Paz. Embajadora de Buena
Voluntad de Unesco
Ciudad de México, 21 de marzo de 2002.
https://www.alainet.org/es/articulo/105713
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