Riyad-Washington: relaciones peligrosas (fin)
05/12/2001
- Opinión
En el video difundido por el Pentágono en los medios estadounidenses el
13 de diciembre, se ve un Ben Laden muy preocupado por la reacción a
los atentados del 11 de septiembre en Arabia Saudita. En particular,
hace preguntas sobre los comentarios de los predicadores
fundamentalistas en su país natal.
Este interés manifiesto confirma la tesis de que uno de los principales
objetivos de Al Qaeda es la desestabilización del régimen de Riyad, lo
que plantea un terrible dilema tanto para Estados Unidos como para la
familia reinante saudita.
Después del 11 de septiembre, se pudo percibir un cierto malestar entre
Riyad y Washington. Los vínculos de los sauditas con los talibán eran
ya conocidos, pero la negativa saudita a ofrecer al FBI información
sobre los quince kamikaze de Al-Qaeda portadores de pasaportes sauditas
avivó las tensiones.
La prensa estadounidense se desató contra Riyad, y George W. Bush tuvo
que llamar el príncipe Abdallah para tranquilizarlo. Según el diario
saudita Al Hayat, antes del 11 de septiembre, los dos dirigentes habían
tenido un polémico intercambio de cartas donde el príncipe reprochaba a
la Casa Blanca su actitud excesivamente pro-israelí.
Estas tensiones tiene ecos dentro de la misma familia reinante. Se
sabe que el príncipe Sultán, ministro de Defensa saudita, es hostil a
los brotes de agresividad antiamericana de Abdallah y a su celo
excesivo contra la corrupción imperante en el reino.
La relación privilegiada entre Washington y Riyad se remonta al
encuentro entre el presidente Franklin Roosevelt y el rey Abdul Aziz
Ibn Saud en una nave de guerra estadounidense en el canal de Suez, en
1945. Ahí se planteó por primera vez el intercambio de protección
militar norteamericana contra el acceso privilegiado a los recursos
petroleros sauditas, que es el núcleo aún vigente de la relación entre
los dos países.
Las inversiones estadounidenses directas en Arabia Saudita llegan a
cerca de 4.100 millones de dólares (más que en Israel y Egipto). A
parte de las petroleras, una de las empresas norteamericanas más
importantes en el reino es la Vinnell, que entrena a la Guardia
Nacional saudita. Vinnell pertenece al grupo Carlyle, una firma de
inversión que tiene entre sus consejeros retribuidos al ex segretario
de Estado James Baker, al ex secretario de Defensa Frank Carlucci y al
ex presidente George Bush padre.
Según el semanario The Nation, hasta el inicio de los años 80, Riyad
remuneraba directamente a miembros del establishment de Washington como
lobbyistas a favor del reino. Era el caso del ex vicepresidente Spiro
Agnew, de Robert Gray, director de comunicación de la primera campaña
de Ronald Reagan, y de varios oficiales retirados de la CIA.
Ulteriormente, el régimen saudita redujo sus esfuerzos de lobbying
directo y consolidó sus vínculos con Washington a través de canales
menos vistosos pero aún más eficientes. Más allá de los servicios
estratégicos rendidos bajo la forma de ayuda no sólo a los muyahidín
afganos, sino a los contras nicaragüenses o a dictadores anticomunistas
como Mobutu (en Zaire), los sauditas ejercen su influencia en tres
campos.
Primero, compran regularmente armamentos sofisticados por cientos de
miles de millones de dólares. Estos contratos, que mantienen a flote
parte de la industria bélica norteamericana, no reflejan ninguna
necesidad estratégica, sino que fortalecen los grupos de intereses pro-
sauditas en Estados Unidos.
Segundo, los sauditas importan cantidad de otros bienes como
automóviles, computadoras y productos agrícolas. En cuanto a los
contratos con las petroleras norteamericanas, estos representan decenas
de miles de millones de dólares, hecho que no puede dejar indiferente
la actual administración. Los intereses petroleros de la familia Bush
son conocidos, pero se sabe menos que el vicepresidente Dick Cheney fue
presidente y administrador delegado de la petrolera tejana Halliburton
hasta el día antes de anunciar su candidatura.
Finalmente, desde el fin de la guerra del Golfo, el Estado saudita
empezó a comprar una gran cantidad de bonos del Tesoro estadounidense.
Se calcula que el 8% (alrededor de 200 mil millones de dólares) de la
deuda pública norteamericana estaría en manos de los sauditas. Como
escribe el periodista italiano Marco D’Eramo, se podría decir a modo de
metáfora que los sauditas son “el accionista extranjero mayoritario del
Estado norteamericano.”
Esta densa maraña de intereses no solo es difícilmente compatible con
el apoyo casi incondicional de Washington a Israel, sino que se ve
ahora amenazada por el creciente descontento en el reino saudita. Sin
embargo, no parece perfilarse una alternativa seria a un extraño y
perverso “matrimonio de razón” que determina gran parte del destino de
Oriente Medio –y del resto del mundo.
https://www.alainet.org/es/articulo/105727?language=es
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