Afganistán después del talibán

Doble derrota del Imperio

16/11/2001
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
Con la toma de Kabul y Kandahar la Alianza del Norte desoye las órdenes de Washington, irrita al "amigo fiel" pakistaní, favorece a Irán y Rusia (la verdadera ganadora de este tramo de la guerra) y retorna a Afganistán al caos. Pero la segunda derrota del Imperio es más grave aún: la caída del talibán desnuda su orfandad estratégica. Las advertencias del presidente George W Bush, y del jefe del Departamento de Estado, Colin Powell, después que los grupos antitalibán tomaron la ciudad de Mazar e Sharif no sirvieron de nada. La Alianza del Norte siguió de largo, tomó Kabul, llegó a Jalalabad y hasta las puertas mismas de Kandahar, en el sur profundo afgano. La arremetida de los antitalibán, promovida por Washington, parece haber ido más allá y más deprisa de lo aconsejable. Alguien apretó el acelerador y puso en apuros la red de alianzas tejida por Estados Unidos e Inglaterra, sin dar tiempo a que se formara una coalición de gobierno capaz de gobernar Kabul con un mínimo de estabilidad. El último desbarajuste se fraguó durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el pasado fin de semana. No fue suficiente que Bush mencionara la palabra tabú, Palestina, promoviendo un microestado al lado del poderosísimo de Israel, para desbloquear las cosas en Asia Central. Tampoco fueron suficientes la amenaza y el chantaje a la mismísima asamblea de la ONU. "El momento de las muestras de simpatía ha pasado. Ha llegado el momento de la acción", dijo. No es nada frecuente que un país y un mandatario se permitan vapulear a la asamblea mundial de naciones. Algo ha cambiado y no para bien. La ventaja rusa La primera derrota del Pentágono es más que nada una ventaja circunstancial de un viejo enemigo, Rusia que, por primera vez desde su retirada de la región, en 1992, recupera protagonismo. En efecto, la Alianza del Norte sigue respondiendo en gran medida a los intereses nacionales rusos e iraníes. Al haberla armado y mantenido operativa durante los noventa, buscaban contrarrestar la influencia pakistaní plasmada en el régimen talibán. Al empujar a la Alianza cada vez más hacia el sur Rusia cumple el viejo sueño de alejar el frente de batalla de sus fronteras. A mediano plazo, se estima que puede llegarse a una división virtual del país, un Afganistán del Norte controlado por las fuerzas pro iraníes, pro rusas y pro indias, y un Afganistán del Sur donde Pakistán y Estados Unidos tendrían la voz cantante. Resta por saberse si las compañías petroleras que habían diseñado oleoductos que pasarían por Afganistán (como la estadounidense Unocal), mantienen su viejo proyecto, cosa improbable, o lo resignan momentáneamente en aras de reforzar la hegemonía occidental en la zona. Y es que para la estrategia de largo plazo de Washington las cosas se han complicado, ahora que el talibán se desintegra. El eje Pakistán-Arabia Saudí, creado y apoyado por Washington, está obligado a recomponerse luego del colosal fracaso de su engendro. Un primer paso puede ser reagrupar a los combatientes del régimen caído en torno a la frontera pakistaní a la espera de tiempos mejores. La otra clave es el papel que asumirá Pakistán. Puede entregar a Bin Laden y hasta al mullá Omar. Finalmente, es una dictadura narcotraficante corrupta, que sólo piensa en sus intereses inmediatos. Pero quizá la mejor jugada de Washington sea mantener al talibán con bajo perfil, conservando así una buena excusa ante la opinión pública de su país para mantener la ocupación de Afganistán. Derrota de fondo Pero hay algo más preocupante para Washington, algo que está obligando al Imperio a rediseñar a fondo las formas de dominio, con tanta profundidad como para forzarlo a incluir a Rusia en la alianza y aceptar el ingreso de China en la OMC. El objetivo es poner orden en las sociedades civiles árabes e islámicas. La retirada del talibán de Kabul permitió observar que, pese al terror impuesto durante cinco años, reaparecieron las costumbres que venían ganando terreno en la sociedad afgana. Mujeres se quitaron las burkas y hombres se afeitaron sus barbas, unos y otras escucharon música, bailaron, se rieron (con es risa que Darío Fo asegura desconcierta al poder) y, aunque esto es indemostrable, seguramente hicieron el amor hasta caer extenuados, festejando la caída del opresor. En fin, se comportaron como seres humanos que son, como cualquiera de nosotros lo habría hecho en cualquier parte del mundo. Una de las mayores perversiones heredadas del colonialismo y el imperialismo, su principal victoria cultural, es que amplios sectores de la opinión pública y de los medios occidentales han aceptado la idea de que árabes e islámicos (los otros) se mueven por impulsos diferentes a los de las personas de las sociedades "civilizadas". Entre otras, es una falacia creer que es la religión lo que mueve a los pueblos orientales o que las guerras tienen como trasfondo cuestiones étnicas. Sin duda, elementos así influyen en los alineamientos políticos, internos e internacionales. Pero pensar así (cuando en nuestro continente a nadie se le ocurriría que aymaras y quechuas, ecuatorianos y peruanos, por poner apenas dos ejemplos, vayan a la guerra por razones "étnicas") es aceptar un pensamiento etnocentrista y racista. Las diferencias étnicas y religiosas explican animosidades y simpatías, pero las guerras santas las provocan el colonialismo y el imperialismo. La historia del llamado fundamentalismo islámico habla por sí sola. A comienzos de los cincuenta el enemigo principal de Estados Unidos era el nacionalismo panárabe encabezado por Gamal Abdel Nasser. Apenas tomar el poder, en 1952, el régimen promulgó una amplia reforma agraria que liquidó el poder de la aristocracia latifundista que sostuvo al colonialismo inglés y seguía sosteniendo la dependencia del país. Luego vinieron las nacionalizaciones, las grandes obras como la represa de Assuán, y otras que abrieron el camino del desarrollo nacional. En paralelo, la sociedad avanzó en terrenos como la educación y la salud. Una sociedad relativamente abierta como la egipcia, vio robustecida su sociedad civil y asistió al nacimiento de nuevos sujetos y movimientos sociales, y al apoyo juvenil a la causa palestina. El ejemplo cundió. Washington en 1953 empezó a alentar a la monarquía saudí a extender y promover el islamismo para contrarrestar la emergencia de sociedades civiles que en aquellos años miraban esperanzadas a la Unión Soviética, Argelia y Cuba. Había que poner un freno. Y la islamización fue el adecuado. Los saudíes financiaron mezquitas y centros culturales en todo el mundo islámico, donde los jóvenes tenían nada menos que educación, comida y un lugar en la sociedad. Pero la libertades las conquistaron los pueblos árabes a costa de grandes luchas y siempre enfrentándose a los amigos locales de Estados Unidos, que defendieron siempre el velo y la opresión de las mujeres, y atacaron la democracia y las libertades. En este sentido, la religión juega en Oriente el mismo papel adormecedor que el consumismo en Occidente. Washington aprendió que dominar la franja que va del Magreb a Asia Central es clave para su hegemonía mundial. Y aprendió que para eso hay que aniquilar las sociedades civiles, impedir que florezcan libertades y movimientos sociales, asegurarse que el poder lo tengan los viejos reyes feudales de "palo y tentetieso". La experiencia iraní, con el estrepitoso fracaso de la modernización occidentalizante del sha, los convenció de que el camino saudí y pakistaní era el mejor. Allá donde hubo libertades, donde los jóvenes y las mujeres pudieron cambiar su destino de opresión y sometimiento, la situación se tornó ingobernable: Palestina ayer, la Cabilia argelina, hoy. Algo similar sucedió con el movimiento de Bandung: los países donde gobernaban sus principales líderes (Nasser, Nehru, Sukarno y Tito), donde pese a todo hubo intentos de hacer algo distinto y se abrieron las sociedades, fueron agredidos directa o indirectamente por la alianza Washington-Riyad y vieron crecer sólidos movimientos fundamentalistas. Por eso el talibán y el islamismo eran un negocio redondo para Washington, además de ofrecerle algunas ventajas logísticas. Ahora deben construir algo que frene a las masas árabes e islámicas que, en el fondo y en la forma, son tan parecidas a todos nosotros como nunca quisimos creer. Así lo testimonia al corresponsal de The Guardian en Kabul un oficial luego de la retirada talibán: "Mi único deseo y sueño es trabajar, tranquilamente, que haya democracia y que mis hijos vayan a la escuela. Es lo mismo si se trata de los talibán o de la Alianza del Norte. Mientas no sean extranjeros. Yo trabajo para darles de comer a mis hijos". Eso. Somos dos gotas de agua.
https://www.alainet.org/es/articulo/105737?language=en
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS