La guerra y los rostros de la globalización
06/10/2001
- Opinión
Entre el McMundo
Tan impresionante como les pueda parecer a los neoyorquinos, en
Toronto, la ciudad donde vivo, los postes de luz y los buzones
están tapizados de carteles que anuncian la intención de los
activistas contra la pobreza de "cerrar" el distrito comercial
el 16 de octubre. Algunos de los carteles, pegados antes del 11
de septiembre, hasta tienen una foto de unos rascacielos
delineados en rojo -los perímetros de la designada zona de
acción directa-. Muchos han argumentado que se debe cancelar
O16 (la protesta del 16 de octubre) como ha sucedido con otras,
en deferencia al ambiente de duelo -y por miedo a un incremento
en la violencia policiaca-. Pero el cierre sigue en pie. Al
fin y al cabo, los sucesos del 11 de septiembre no cambian el
hecho de que las noches se vuelven cada vez más frías y la
recesión nos amenaza. No cambian el hecho de que en la ciudad
que solía ser descrita como "segura" y... bueno, "quizá un poco
aburrida", muchos morirán en las calles este invierno, así como
el invierno pasado, y el anterior, a menos de que se encuentren
más camas urgentemente.
Y sin embargo no se puede discutir el hecho de que el evento,
con su tono militante y la elección de su blanco, provocará
terribles recuerdos y asociaciones. Muchas campañas políticas
se enfrentan a un cambio repentino muy similar.
La transformación del paisaje semiótico
Tras el 11 de septiembre, las tácticas que se basan en atacar -
aun pacíficamente- símbolos poderosos del capitalismo se
encuentran en un paisaje semiótico totalmente transformado.
Después de todo, los ataques fueron actos de terror horribles y
muy reales, pero también fueron actos guerreros simbólicos, e
inmediatamente fueron entendidos así. Como Tom Brokaw y muchos
otros lo explican, las torres no eran cualquier edificio, eran
los "símbolos del capitalismo estadounidense".
Como alguien cuya vida está completamente ligada a lo que
algunos llaman "el movimiento antiglobalización", y que otros
llaman "anticapitalismo" (y al que yo suelo referirme de manera
descuidada como "el movimiento"), es difícil evitar las
discusiones sobre simbolismo estos días. Especialmente sobre
los signos anticorporativos y los significantes -los logotipos
"alterados culturalmente" (culture jammed), los estilos guerra
de guerrillas, la elección de nombres de marcas como blancos-
que componen las metáforas dominantes del movimiento.
Muchos oponentes políticos del activismo anticorporativo usan el
simbolismo de los ataques al World Trade Center y al Pentágono
para argumentar que los jóvenes activistas, jugando a la guerra
de guerrillas, ahora están atrapados en una guerra real. Ya
comienzan a aparecer los obituarios en los periódicos en todo el
mundo: "La antiglobalización es tan de ayer", se lee en un
típico titular. Está, según el Boston Globe, "en trizas".
¿Es esto cierto? Nuestro activismo ha sido declarado muerto
antes. Es más, se le declara muerto con una ritual regularidad
antes y después de cada manifestación masiva: nuestras
estrategias son aparentemente desacreditadas, nuestras
coaliciones divididas, nuestros argumentos descarriados. Y sin
embargo, aquellas manifestaciones parecen crecer cada vez más,
de 50 mil en Seattle a 300 mil en Génova.
La guerra de los símbolos
Pero sería tonto pretender que nada ha cambiado desde el 11 de
septiembre. Me cayó el veinte de esto recientemente mientras
miraba una serie de trasparencias que había armado antes de los
ataques. Se trata sobre cómo las imágenes anticorporativas son
absorbidas cada vez más por la mercadotecnia corporativa. Una
transparencia muestra un grupo de activistas pintando con un
spray la ventana de un aparador de The Gap durante las protestas
contra la OMC en Seattle. La siguiente muestra recientes
aparadores de The Gap con sus propios graffiti prefabricados -
palabras como "Independencia" pintadas en negro-. La siguiente
imagen proviene del juego de Playstation de Sony "Estado de
emergencia", que caracteriza a unos anarquistas aventando rocas
contra los malvados policías antimotines que protegen una
ficticia Organización Estadounidense del Comercio.
La primera vez que miré estas imágenes, una tras la otra, me
sorprendió la rapidez de la cooptación corporativa. Ahora lo
único que veo es cómo estas fotos de la guerra de imágenes entre
lo corporativo y lo anticorporativo fueron instantáneamente
oscurecidas, sopladas por el 11 de septiembre como los carros de
juguete y las figurillas de acción en una maqueta de una
película de desastres.
A pesar del paisaje trastornado -o debido a él- vale la pena
recordar por qué este movimiento escogió librar luchas
simbólicas en primer lugar. La decisión de la Coalición contra
la Pobreza en Ontario de "cerrar" el distrito comercial vino de
una serie de circunstancias muy específicas y aun relevantes.
Al igual que muchos otros que tratan de meter en la agenda
política los temas sobre desigualdad económica, el grupo sintió
que fue desechado, dejado fuera del paradigma, desaparecido y
reconstituido como un problema de mendicidad que requería de una
nueva y dura legislación. Se dieron cuenta de que lo que tenían
que enfrentar no era un enemigo político local o una legislación
comercial específica, sino un sistema económico; la promesa rota
del capitalismo no regulado y de goteo. Así que se enfrentaban
a un reto estratégico: ¿cómo te organizas contra una ideología
tan vasta que no tiene límites; tan en todos lados que parece no
estar en ninguno? ¿Dónde está el sitio de resistencia para
aquellos sin un lugar de trabajo que cerrar, cuyas comunidades
son constantemente desarraigadas? ¿A qué nos agarramos cuando
tanto de lo que es tan poderoso es virtual: las transacciones
monetarias, los precios en la bolsa, la propiedad intelectual y
los acuerdos comerciales arcanos?
La respuesta corta, al menos antes del 11 de septiembre, era que
agarrabas cualquier cosa que pudieras: la imagen de la marca de
alguna famosa transnacional, una bolsa de valores, una reunión
de líderes mundiales, un acuerdo comercial específico o, en el
caso del grupo de Toronto, los bancos y las oficinas
corporativas que son los motores que echan a andar esta agenda.
Cualquier cosa que, aunque sea de forma pasajera, haga de lo
intangible algo, de lo vasto algo que de alguna manera tenga una
escala humana. En pocas palabras, encuentras símbolos y esperas
que se vuelvan metáforas para el cambio.
Por ejemplo, cuando Estados Unidos lanzó una guerra comercial
contra Francia por atreverse a prohibir la res con hormonas,
José Bové y la Confederación de Campesinos Franceses no
obtuvieron la atención mundial gritando sobre los impuestos a la
importación del queso roquefort. La obtuvieron al "desmantelar
estratégicamente" un McDonald's.
Nike, Exxon Mobil, Monsanto, Shell, Chevron, Pfizer, Sodexho-
Marriott, Kellogg's, Starbucks, The Gap, Rio Tinto, British
Petroleum, General Electric, Wal-Mart, Home Depot, CitiGroup,
Taco Bell, todas han visto cómo sus relucientes marcas son
utilizadas para exhibir a la luz pública todo, desde las
hormonas de crecimiento bovinas en la leche hasta los derechos
humanos en el delta nigeriano; desde los abusos laborales contra
los jornaleros mexicanos en los ranchos en Florida hasta el
financiamiento a las guerras con el producto de los oleoductos
en Chad y Camerún; desde el calentamiento global a los talleres
de sudor (las maquiladoras).
Victorias políticas en riesgo
En las semanas que han transcurrido tras el 11 de septiembre se
nos ha recordado muchas veces que los estadounidenses no están
particularmente bien informados sobre el mundo más allá de sus
fronteras. Eso puede ser cierto, pero muchos activistas
aprendieron durante la década pasada que este punto ciego en las
relaciones internacionales puede ser rebasado al vincular las
campañas a las marcas famosas -una arma efectiva, aunque a veces
problemática contra el parroquialismo-. A su vez, estas
campañas corporativas han abierto las puertas traseras al mundo
arcano del comercio y las finanzas internacionales, a la
Organización Mundial de Comercio, al Banco Mundial y, para
algunos, a cuestionar el capitalismo en sí.
Pero estas tácticas también han demostrado ser, a su vez, un
blanco fácil. Después del 11 de septiembre, los políticos y los
expertos en el mundo inmediatamente comenzaron a incluir los
ataques terroristas como parte de un continuo de la violencia
antiestadounidense y anticorporativa: primero la ventana a
Starbucks, después, supuestamente, el WTC. El editor de New
Republic, Peter Beinart, se agarró de un oscuro mensaje en un
chat anticorporativo en Internet que preguntaba si los ataques
habían sido cometidos por "uno de nosotros". Beinart concluyó
que "el movimiento antiglobalización está, en parte, motivado
por el odio a Estados Unidos", algo inmoral con Estados Unidos
bajo ataque.
En un mundo sano, en vez de alimentar tal reacción, los ataques
terroristas provocarían interrogantes sobre cómo es que las
agencias de inteligencia estadounidenses estaban gastando tanto
tiempo espiando a los ambientalistas y a los centros de medios
independientes en vez de a las redes terroristas que planean
asesinatos masivos. Desafortunadamente, parece estar claro que
la represión contra el activismo anterior al 11 de septiembre se
profundizará, con un incremento en la vigilancia, en la
infiltración y en la violencia policiaca. También es probable
que el anonimato que ha caracterizado al anticapitalismo -las
máscaras, los paliacates y los seudónimos- se vuelva más
sospechoso en una cultura que busca operadores clandestinos.
Pero los ataques nos costarán más que nuestras libertades
civiles. Me temo que bien podrían costarnos nuestras pocas
victorias políticas. Los fondos destinados a la crisis del sida
en Africa están desapareciendo, y los compromisos de ampliar la
cancelación de la deuda seguramente les seguirán el paso. La
defensa de los derechos de los inmigrantes y los refugiados se
estaba volviendo uno de los focos principales de los activistas
de acción directa en Australia, Europa y, poco a poco, en
Estados Unidos. Esto también está amenazado por la creciente
ola de racismo y xenofobia.
Y el libre comercio, que desde hace tiempo enfrenta una crisis
de relaciones públicas, rápidamente es reetiquetado, como ir de
compras y el basquetbol, como un deber patriótico. Según el
representante de comercio estadounidense, Robert Zoellick (quien
frenéticamente trata de que se apruebe el poder de negociación
de vía rápida -fast track- en estos momentos de pensamiento
colectivo patriotero), el comercio "promueve los valores que
están en el corazón de esta prolongada lucha". Michael Lewis
hace una fusión similar entre la lucha por la libertad y el
libre comercio cuando explica, en un ensayo en The New York
Times Magazine, que los comerciantes que murieron fueron un
blanco por ser "no sólo símbolos sino también practicantes de la
libertad. Trabajan duro, aunque sea no intencionalmente, para
liberar a otros de ataduras. Esto los hace, casi por default,
la antítesis espiritual del fundamentalismo religioso, cuyo
negocio se basa en negar la libertad individual en nombre de
algún poder putativo más elevado".
Las líneas de batalla para las negociaciones de la OMC el mes
que entra en Qatar son: el comercio equivale a la libertad, el
anticomercio equivale al fascismo. No importa que Osama Bin
Laden sea un multimillonario con una impresionante red de
exportación que va desde los cultivos comerciales hasta los
oleoductos. Y no importa que esta lucha tendrá lugar en Qatar,
ese bastión de la libertad que ha dejado de expedir visas
extranjeras pero donde Bin Laden prácticamente tiene su propio
programa de televisión en Al-Jazeera, una red subsidiada por el
Estado.
Nuestras libertades civiles, nuestras modestas victorias,
nuestras estrategias habituales, todas están ahora en duda.
"Algunos de la izquierda han dado a entender que la efusión de
compasión y sufrimiento post 11 de septiembre es
desproporcionada, incluso ligeramente racista, comparada con las
respuestas a mayores atrocidades. Seguramente la tarea de
aquellos que dicen aborrecer la injusticia y el sufrimiento no
es administrar de manera tacaña la compasión como si fuera un
bien finito... ¿Acaso el desbordamiento de ayuda y apoyo mutuo
que ha inspirado esta tragedia es tan diferente de las metas
humanitarias a las cuales este movimiento aspira?"
No a la etiqueta "antiglobalización"
Pero esta crisis también abre nuevas posibilidades. Como muchos
han dicho, el reto para los movimientos por la justicia social
es vincular la inequidad económica con el tema de la seguridad,
que ahora nos concierne a todos; insistir en que la justicia y
la equidad son las estrategias más sostenibles contra la
violencia y el fundamentalismo.
Pero no podemos ser ingenuos, como si la muy real y persistente
amenaza de masacre de más inocentes fuera a desaparecer con sólo
una reforma política. Necesita haber justicia social, pero
también necesita haber justicia para las víctimas de estos
ataques e inmediata prevención práctica de futuros ataques. El
terrorismo es, sin duda, una amenaza internacional, y no comenzó
con los ataques a Estados Unidos. Mientras George W. Bush
invita al mundo a unirse a la guerra de Estados Unidos, y
margina a las Naciones Unidas y a las cortes internacionales,
nosotros necesitamos convertirnos en defensores apasionados del
verdadero multilateralismo, y rechazar de una vez por todas la
etiqueta de "antiglobalización".
La "coalición" de Bush no representa una respuesta global
genuina al terrorismo sino la internacionalización de los
objetivos de la política exterior de un país -el sello de las
relaciones internacionales estadounidenses-, desde la mesa de
negociación de la OMC hasta Kioto: eres libre de jugar bajo
nuestras reglas o de ser aislado por completo. Podemos hacer
estas conexiones no como "antiestadounidenses" sino como
verdaderos internacionalistas.
La izquierda tacaña
También podemos rechazar engancharnos en un cálculo del
sufrimiento. Algunos de la izquierda han dado a entender que la
efusión de compasión y sufrimiento post 11 de septiembre es
desproporcionada, incluso ligeramente racista, comparada con las
respuestas a mayores atrocidades. Seguramente la tarea de
aquellos que dicen aborrecer la injusticia y el sufrimiento no
es administrar de manera tacaña la compasión como si fuera un
bien finito. Seguramente el reto consiste en tratar de
incrementar las reservas globales de compasión, en vez de
parsimoniosamente controlarlas.
Además, ¿acaso el desbordamiento de ayuda y apoyo mutuo que ha
inspirado esta tragedia es tan diferente de las metas
humanitarias a las cuales este movimiento aspira?
Las proclamas callejeras -"La gente antes de las ganancias", "El
mundo no está a la venta"- se han vuelto verdades evidentes
visceralmente sentidas por muchos tras los ataques. Hay enojo
ante la búsqueda de ganancias. Surgen interrogantes sobre si es
aconsejable dejar en manos de compañías privadas servicios tan
cruciales como la seguridad en los aeropuertos, o sobre por qué
los rescates financieros se destinan a las aerolíneas y no a los
trabajadores que están perdiendo sus empleos. Hay un enorme
reconocimiento a los trabajadores del sector público. En pocas
palabras, "lo común" -la esfera pública, los bienes públicos, lo
no corporativo, lo que hemos estado defendiendo, lo que está en
la mesa de negociaciones en Qatar- está en una especie de
proceso de redescubrimiento en Estados Unidos.
En vez de asumir que los estadounidenses pueden cuidarse unos a
los otros sólo cuando se preparan para matar al enemigo común,
aquellos interesados en cambiar mentes (y no simplemente ganar
discusiones) deberían de aprovechar este momento para vincular
estas muy humanas reacciones a los muchos campos en los que las
necesidades humanas deben preceder a las ganancias corporativas,
desde el tratamiento del SIDA a los sin hogar.
Como explica Paul Loeb, autor de El alma de un ciudadano, a
pesar del guerrerismo y coexistiendo con la xenofobia, "la gente
parece cuidadosa, vulnerable y extraordinariamente amable.
Puede ser que estos sucesos nos libren de nuestras comunidades
cercadas del corazón".
Sólo símbolos y fachadas
Esto requeriría de un cambio dramático en la estrategia
activista, basado mucho más en la sustancia que en los símbolos.
Es más, por más de un año, el activismo altamente simbólico
fuera de las cumbres y contra las corporaciones individuales ya
era retado por círculos del movimiento. Hay mucho de
insatisfactorio en luchar en una guerra de símbolos: se estrella
el vidrio de una ventana de McDonald's, las reuniones son
enviadas a lugares cada vez más remotos, pero ¿y qué? Siguen
siendo sólo símbolos, fachadas y representaciones.
Antes del 11 de septiembre, un nuevo ambiente de impaciencia ya
comenzaba a surgir, una insistencia en poner por delante las
alternativas sociales y económicas que atiendan tanto las raíces
de la injusticia como sus síntomas, desde la reforma agraria
hasta las compensaciones por la esclavitud.
Ahora parece ser un buen momento para retar a las fuerzas del
nihilismo y de la nostalgia en nuestras filas, mientras abrimos
más espacio para las voces que llegan de Chiapas, Porto Alegre,
Kerala, y mostramos que es posible retar al imperialismo
mientras defendemos la pluralidad, el progreso y una democracia
profunda. Nuestra tarea, nunca tan importante, consiste en
señalar que hay más de dos mundos, exhibir a la luz pública
todos los mundos invisibles entre el fundamentalismo económico
del McMundo y el fundamentalismo religioso de la jihad.
Quizá las guerras de imágenes están llegando a su fin. Hace un
año visité la Universidad de Oregon para hacer una historia
sobre el activismo contra los talleres de sudor en un campus
apodado Nike U. Ahí conocí a la estudiante activista Sarah
Jacobson. Nike, me dijo, no era el blanco de su activismo, sino
una herramienta, una vía de acceso al vasto y muchas veces
amorfo sistema económico.
"Es una droga que funciona como puerta de acceso", me dijo
alegremente.
Durante años, en este movimiento nos hemos nutrido con los
símbolos de nuestros oponentes -sus marcas, sus torres
corporativas, sus cumbres para la foto-. Los hemos usado como
proclamas en las manifestaciones, como puntos focales, como
herramientas de educación popular. Pero estos símbolos nunca
fueron los blancos reales; eran las palancas, las manijas.
Fueron lo que nos permitió, como lo dijo hace poco la escritora
inglesa Katharine Ainger, "abrir una rendija en la historia".
Los símbolos sólo fueron puertas de entrada. Es hora de
transitar a través de ellas.*
(Traducción: Tania Molina Ramírez)
https://www.alainet.org/es/articulo/105746?language=en
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