Algo más que una crisis

Un sistema sin valores

30/07/2002
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"La falsificación y el fraude destruyen el capitalismo", sentenció hace una semana Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos. Enron, Tyco, WorldCom, Xerox, Adelphia, la lista de fraudes gigantescos se amplía cada semana y amenaza la credibilidad del conjunto del sistema. De nada valieron las advertencias lanzadas hace ya tiempo por el propio Greenspan en el sentido de que la burbuja financiera, inflada por la abundancia de dinero fresco a raíz de las privatizaciones de los fondos de pensiones, carrera largada en los ochenta, podía desinflarse en cualquier momento. Una burbuja que conoció un crecimiento espectacular en la segunda mitad de los noventa, a raíz de la euforia ligada a Internet. El final debía llegar, y lo está haciendo, justo en el momento en que la superpotencia muestra signos de creciente debilidad, solo atenuados por la sobreexposición de su poderosa maquinaria militar. Ironías de la vida, es el uso y abuso de esa maquinaria —convertida en el principal argumento de su supuesta superioridad— el talón de Aquiles de Washington, ya que debe financiar su pretensión de policía global con las exiguas reservas que aún mantiene, mientras sus principales rivales, sobre todo la Unión Europea, no dejan de fortalecerse. La paridad alcanzada por el euro con el dólar, en el mes de julio, parece un signo de que los tiempos de la hegemonía del dólar comienzan a erosionarse lentamente. Limitar la debacle El miércoles 24 el Congreso de Estados Unidos acordó redactar de inmediato una ley contra el fraude empresarial. Gracias a ello la Bolsa de Nueva York repuntó un 6 por ciento, y se limitaron las pérdidas de las bolsas europeas. Vale recordar que solo en lo que va del año Wall Street acumula pérdidas en torno al 30 por ciento. De ahí la prisa de los congresistas estadounidenses, que se aprestan a redactar un texto que prevé elevar a 20 años las condenas de cárcel para los directivos acusados de fraude empresarial, que ahora son de solo cinco años. Sin embargo, la cercanía de las elecciones parlamentarias de noviembre hace dudar de la seriedad de los propósitos de los congresistas. En efecto, son millones de empleados, pensionistas e inversionistas los que han perdido sus ahorros por los fraudes de las grandes empresas. Y a ellos el poder político debe darles alguna respuesta que limite la creciente desconfianza que abarca tanto al mundo empresarial como al sistema político de la superpotencia. Los principales diarios del mundo de las finanzas, incluyendo a The Financial Times y a The Wall Street Journal, aceptan que las grandes corporaciones atraviesan "una posición de mala fama" nunca antes vista. Lo novedoso es que la atribuyen a "la ambición corporativa" y a la "pérdida de confianza de los inversionistas". Es esta crisis de confianza lo que más aterra a los dirigentes de Washington, ya que la sumatoria de desconfianzas políticas y económicas parece apuntar hacia una situación de creciente erosión del consenso interno, como no se vivía desde los tiempos de la guerra de Vietnam. En realidad, lo que está en cuestión es el propio Consenso de Washington. Se trata de las políticas que lanzaron a comienzos de los noventa el FMI, el Banco Mundial, el Congreso estadounidense y la Reserva Federal, que promovían la disciplina presupuestaria, cambios en las prioridades del gasto público, liberalización financiera y comercial, apertura de los mercados a las inversiones extranjeras, privatizaciones y achique del Estado, garantías de los derechos de propiedad y desregulaciones. Fue el golpe de gracia a los estados del bienestar y la ocasión para promover la desindustrialización de buena parte del Tercer Mundo, en particular de la mayoría de los países de América Latina. La ideología del Consenso de Washington, denominada neoliberalismo, al promover la desregulación total agudizaba el aspecto especulativo de la economía mundial. Los valores del capitalismo salvaje —enriquecerse a cualquier precio— insuflaron aire a la burbuja especulativa hasta volverla peligrosa. Pero esos valores, aplicados a rajatabla, son los que están en la base de los escándalos que ahora comienzan a salpicar la credibilidad del sistema. La lógica es sencilla: si el valor principal es ganar dinero, los medios para hacerlo deben ser dejados de lado. Por eso, de alguna manera la crisis actual evidencia tanto la mutación cultural del sistema como sus límites. La ética, vieja y querida Desde Max Weber sabemos que fueron ciertos valores éticos los que hicieron posible la difusión del capitalismo como sistema histórico. Esos valores apuntaban a una ética del trabajo, tanto en su vertiente del "trabajo bien hecho" como al trabajo como la forma de obtener riquezas, y a cierta austeridad capaz de promover el ahorro, entre otros. Pero el capitalismo ha erosionado la base que lo hizo posible, que no fue solo material (económica y técnica) sino también, y primordialmente, moral. En palabras de Eric Hobsbawm, "el capitalismo había triunfado porque no era solo capitalista. La maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones necesarias para el éxito, pero no suficientes". Sostiene el historiador que la moderna sociedad industrial dependió hasta mediados del siglo XX de la simbiosis entre los viejos valores comunitarios y familiares y la nueva sociedad, y que la desintegración de aquellos valores "comenzó a erosionar el patrimonio histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin ese patrimonio". Al enumerar esos valores, Hobsbawm hace referencia, en una línea cercana a las tesis de Weber, a la familia, el hábito de trabajo, "los hábitos de obediencia y lealtad, incluyendo los hábitos de lealtad de los ejecutivos a la propia empresa". Véase que, justamente, es la falta de esos hábitos lo que Greenspan denomina "falsificación y fraude", lo que está generando grandes dificultades que se pretenden resolver con una ley. O sea, con la intervención del Estado, cosa que va a contrapelo de la ideología que defiende el Consenso de Washington. Si el sistema aún funciona es porque "sigue gozando de modelos de identificación producidos en otros tiempos", apunta Cornelius Castoriadis: el juez íntegro, el funcionario legalista, el obrero consciente de su trabajo, el padre responsable de sus hijos, el empresario "weberiano", el maestro que, sin ninguna razón, sigue interesándose en su profesión. "No hay nada en el sistema que justifique los 'valores' que esos personajes encarnan", sostiene el filósofo greco-francés. Ahora que a la crisis de valores básicos se suma una crisis de confianza, en los políticos y en los empresarios, el cóctel parece explosivo, por más que a corto plazo la recuperación de las bolsas insufle cierto ánimo a los especuladores. No deberíamos, sin embargo, perder de vista lo que hay en el trasfondo, lo que justamente está cuestionando la continuidad de una forma vida: vivir solo para acumular riquezas.
https://www.alainet.org/es/articulo/106184
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