Pecado & culpa
28/09/2002
- Opinión
La muchacha de diecinueve años, hija de comerciantes, se levantó
durante la celebración comunitaria de la penitencia y le dijo al
sacerdote que llegaba al pueblo una vez al mes:
-Padre, quiero confesar mis pecados, los pecados de mi familia y
los pecados de mi pueblo.
Y en voz alta la muchacha se confesó ante la comunidad. Pidió
perdón por su omisión ante los desafíos que le planteaba la realidad:
-Muchas veces es preferible fingir que no se sabe o no se oye bien,
ni se ve. Imitar al avestruz con su cabeza enterrada en la arena. Dejar
que "los otros resuelvan", que alguien tome la iniciativa, sofocando la
fuerza del Espíritu de Dios en nuestro propio espíritu.
Contó cómo su familia no era capaz de admitir todavía que sus
intereses estuvieran sujetos a los intereses de la colectividad:
-La familia piensa en sí misma más que en los demás. Se preocupa
mucho por la seguridad financiera y por las apariencias sociales.
Luego la muchacha describió, en tono más profético que propiamente
penitencial, las injusticias que cometían contra el pueblo los
terratenientes y comerciantes en aquella región:
-El precio del frijol es bajo a la hora de venderlo el labrador, y
alto cuando los dueños de almacenes ya lo tienen guardado. Los bancos
niegan créditos a los pequeños agricultores. Los médicos cobran mucho por
una consulta. Y el pueblo todavía no acaba de creer que su unión y la
fuerza de su esperanza puedan obrar el milagro de la multiplicación de
los panes.
En fin, la muchacha pidió perdón "al Dios de Jesús de Nazaret".
Esa conciencia de la dimensión social del pecado y de su
responsabilidad colectiva no ocupa aún el lugar que merece en la
comunidad cristiana. El pecado ha sido entendido como un hecho aislado,
de responsabilidad estrictamente personal. Algo así como las varias
modalidades del crimen. El derecho penal, igual que la tradición
penitencial, no consideran los factores sociales que engendran al
criminal y al pecador. Apenas consideran la infracción a la ley. De
hecho, el criminal paga, no por haber alterado las normas que regulan las
relaciones sociales, sino por haber nacido en una sociedad y en una clase
social que no le ofrecieron otra alternativa que el camino de
marginalidad.
La moral clásica no toma en cuenta las implicaciones sociales de
los actos personales ni las consecuencias, en la vida de una persona, de
condicionamientos que están al margen de su voluntad. La misma estructura
de la confesión individual favorecía esa tendencia: la acusación de los
pecados partía de un "examen de conciencia". En ese esfuerzo aislado y
subjetivo el peso sicológico del sentimiento de culpabilidad era tenido,
a veces, como si fuera el mismo pecado. La observancia de la ley, de las
norman y de las costumbres tenía más importancia que la búsqueda amorosa
de Dios a través de las ambigüedades de la vida humana. El examen no era
hecho ante la comunidad ni tenía en cuenta sus exigencias objetivas. La
ofensa al prójimo era tomada en un sentido intimista que, objetivamente,
continuaba ignorando al ofendido. Nada parecido a las reuniones de las
comunidades cristianas primitivas.
Traducción de José Luis Burguet
https://www.alainet.org/es/articulo/106538?language=es
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