Entre el oportunismo o la economía
10/02/2003
- Opinión
¿Puede una gran potencia proyectar su poderío internacional al son
de las contingencias de su política doméstica? Aunque no debiera, sí
puede hacerlo, incluso cosechando ciertas ganancias temporales, como
ahora vemos en Estados Unidos. Otra cosa es: ¿conviene ese comportamiento
a las demás naciones? y ¿hasta dónde las realidades contemporáneas podrán
tolerar ese error? Esto lo sabremos más pronto que tarde.
Las barbaridades sufridas el 11 de septiembre le facilitaron a la
Administración Bush resolver algunas de sus prioridades durante el
período subsiguiente. Electo en circunstancias dudosas, el Presidente
carecía de legitimidad y prestancia requeridas por el cargo, pero asumió
el discurso más provechoso para capitalizar esa tragedia: el de la
exaltación patriótica, tanto para ocultar las insuficiencias de su
mandato como para justificar otras pretensiones.
El staff presidencial manejó el protagonismo necesario para
tomarse el escenario e imponer sus propia interpretación de los hechos.
En el campo doméstico, ello dejó en posición subordinada al liderazgo del
Partido Demócrata y a Al Gore, obligándolos a plegarse al liderazgo
presidencial. La alusión a Pearl Harbor muy pronto se hizo insostenible,
pero alcanzó para prestarle a George W. Bush un aura inicial que
temporalmente remedó la de Franklin D. Roosvelt.
Desatar la guerra de Afganistán fue una idea que la oposición no
pudo rebatir, aunque su justificación nunca fue cabalmente sustentada. En
el campo internacional eso permitió exhibir una supremacía militar ante
la cual la diplomacia de las demás potencias --aliadas o no-- apenas
ensayó tímidos balbuceos antes de uncirse al carro. A la postre, una vez
más la guerra mostró ser cruel, inhumana, destructiva y excesivamente
costosa, sin dar los resultados prometidos: Afganistán está reducida al
caos, mientras el terrorismo vuelve a manifestarse en ese y otros lares.
Afganistán no fue un éxito, pero sí sentó un precedente. De allí
deriva la legitimación que ahora el Consejo de Seguridad le ha dado a una
nueva guerra de Irak. Negociando palabras más palabras menos ante el
tibio intento foráneo de evitar que Washington violente en demasía las
normas mundiales de convivencia, la Casa Blanca finalmente le impuso esta
misión a la ONU. Y, acto seguido, George W. Bush le advirtió a Bagdad que
Estados Unidos está presto para hacerle cumplir esa "decisión del mundo",
como si esta no fuera una resolución enteramente norteamericana.
Ahora, la segunda guerra de Irak está por iniciarse. En ese
contexto, mientras la economía estadunidense empieza a traquear por más
de un costado y se acumulan los escándalos financieros de algunas de las
mayores corporaciones norteamericanas --donde ciertos miembros del staff
tienen intereses--, el Partido Republicano logró recuperar el control de
ambas cámaras del Congreso. Precisamente, la condición que faltaba para
cercenar mayores derechos cívicos al pueblo norteamericano, crear un
superministerio de Seguridad y designar más jueces federales con
filiación política conservadora.
¿Cuánto pueden durar estos éxitos del oportunismo político? Tal
vez no hasta las próximas elecciones. El costo de la guerra que ahora se
plantea es oneroso incluso para una economía de gran talla y, no en
balde, la pasada Guerra del Desierto precedió la derrota electoral de
Bush padre. Por un lado, se ha sometido al mundo a la obediencia, pero
éste no permanecerá conforme. Por otro, más pronto que tarde el
deterioro llevará al gran público estadunidense a concluir --como en las
elecciones de 1992-- que "it is the economy, stupid".
https://www.alainet.org/es/articulo/106920?language=es
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