El estilo de la civilización amerindia
31/01/2004
- Opinión
En las dos últimas décadas, algunas organizaciones
indianistas de América Latina, las de mayor radicalismo
político, están utilizando un discurso en el que contraponen
"la civilización occidental" con la "civilización india".
Esta invención de una tradición pan-india, es algo que
arqueólogos, historiadores o antropólogos hemos considerado
siempre como poco fundada e inverosímil. Sin embargo, la
contraposición de ambas civilizaciones imaginadas, la
occidental y la india, es uno de los instrumentos -quizá, el
más directo- de los varios que se están utilizando para
intentar construir una identidad indígena continental que sea
políticamente operativa. Y así, la doctrina política
indianista mantiene como postulado básico el de la existencia
de una profunda y escondida unidad entre todas las culturas
amerindias (por muy diferentes que nos parezcan) y, además,
que esta unidad constituye y se expresa en una civilización
común y en un proyecto civilizatorio también compartido.
Una mayoría de los dirigentes indígenas, seducidos por
el ecologismo reinante, creen que un aspecto central de la
diferencia entre la civilización india y la occidental está
en la concepción de la naturaleza y en las relaciones que el
hombre establece con ella. Piensan que, en la civilización
india, el hombre es parte integrante e indisoluble del cosmos
y su realización plena consiste en ajustarse armónicamente al
orden universal de la naturaleza. El hombre es naturaleza; no
domina ni pretende dominar: convive, existe en la naturaleza,
como un momento de ella. En cambio, se dice que Occidente
avasalla al mundo natural y, en última instancia, destruye al
hombre mismo. Pero hay posiciones más elaboradas y dignas de
atención y, como ejemplo, voy a resumir las tesis de Javier
Lajo.
Javier Lajo es un dirigente del movimiento indianista
peruano y ha publicado artículos y ensayos sobre el
pensamiento y la filosofía indígenas de las culturas andinas.
Es natural del pueblo de Pocsi, en las alturas de Arequipa,
antiguamente de lengua puquina. Ha estudiado economía y
sociología y está haciendo un postgrado en filosofía. En uno
de sus trabajos más conocidos comienza declarando que
"actualmente venimos trabajando en compañía de algunos
hermanos en la búsqueda de un deslinde cultural completo con
la cultura occidental". Una vez realizada tal labor,
"podremos construir desde nuestra visión indígena un
mestizaje digno y desechar el hibridismo estéril que malogra
nuestros días".
La difícil tarea de "deslinde" comienza con una "crítica
de la filosofía occidental". Lajo considera que el concepto
central de todos los filósofos occidentales (desde los
neoplatónicos hasta Marx) "es la idea creadora o de origen en
el uno, sea esta la materia, el espíritu, la idea, Dios,
etc". Compara las tesis neoplatónicas de Proclo con Hegel y
Marx para concluir que todos "se basan en el concepto
primario de la estructura del pensamiento occidental, que es
el concepto de la unidad creadora, del 'unitarismo' o de un
'generador' del todo a través del origen".
Si lo entiendo bien, el argumento de Lajo es que el
hombre creado por un Dios único a su imposible "imagen y
semejanza" construye una condición humana afectada de
deficiencia permanente y de culpabilidad anticipatoria por no
poder nunca realizar el modelo conforme al que fue creado. El
tiempo errático -esto es, un tiempo no articulado con lo que
llama "tiempo global divino"- y la "culpabilidad
anticipatoria" tienen el efecto de reducir toda relación
entre sujetos a una relación alienada de sujeto-objeto. Y
aquí parece estar el meollo: "...aquí están las 'fallas de
origen' de la civilización occidental, el origen de su
reputada mezquindad, de su belicismo, de su sangre fría; y de
su responsabilidad en la muerte compulsiva o asesinato de
cientos de millones de seres humanos en las guerras de
expansión colonialista y de 'conquista'. Es decir, este es el
origen y carácter del 'alma del conquistador', lo que llevan
los 'wiracochas' debajo de la coraza metálica."
En contraste con la filosofía occidental, se sitúa,
según Lajo, la sabiduría andina. Y frente al monismo de la
primera, se presenta el dualismo complementario de la
segunda. Sin embargo, según explica, la estructura básica es
tripartita. Las tres modalizaciones temporales más obvias
(pasado, presente y futuro) se corresponden con tres mundos:
el uku pacha (el adentro subterráneo), el kay pacha (el mundo
visible) y el hanan pacha (el mundo de arriba y eterno). Esta
tripartición espacio-temporal se corresponde con otras tres
partes del cuerpo humano, a saber: el Munay (o principio del
"querer", del "amar" o de la voluntad consciente), que se
ubica en "la zona púbica o aparato sexual o reproductor"; el
Llankay (el "hacer" o "laborar") "es la esfera del Kay Pacha,
que en el organismo humano lo ocupa la zona del estómago
(ombligo) y del corazón..."; el Yachay ("el saber" o "la
sabiduría"), que es la cabeza en el cuerpo humano y la zona
del Hanan Pacha en el cosmos.
No es raro que suceda entre los nuevos intelectuales
indígenas, que algunas afirmaciones suyas -que, por otra
parte, se corresponden con lo que ya sabemos a través de la
etnografía o de la historia- sean luego aspiradas, deglutidas
y transformadas por la dominante espiritualidad new age. Y
así, me parece a mí, le sucede también a Lajo, cuando afirma
que los hombres justos, nobles y santos alcanzan la
perfección en los tres Pachas y encontrando y reconociendo al
"par" (que es la expresión del carácter dualista de la
sabiduría andina y lo que muestra su preeminencia cultural
sobre occidente). "En un sistema impar o unitario, la unidad
crea su medida y 'enajena' o 'mide' con ella a todas sus
'emanaciones' o creaciones, con el fin de apropiarse de ellas
o 'reincorporarlas'. En cambio en un sistema dicotómico o
binario, al haber dos medidas, la única solución de relación
que tenemos es la proporcionalidad de ambas". Según yo
supongo, Lajo está pensando, bajo la palabra
"proporcionalidad", en los deberes sociales de reciprocidad
y, quizá también, en las conocidas tesis de integración
económica complementaria entre pisos ecológicos de diferente
altitud. En cualquier caso, "esta es la base, o sostén, la
viga maestra del sistema del pensamiento y la sabiduría
fundamental de la cultura andina, la dualidad que se
complementa y se proporciona en un duo-verso paralelo y
combinado".
Aunque haya resumido mucho las tesis de Javier Lajo, el
lector habrá podido apreciar que se trata de una formulación
harto más compleja que las habituales que se limitan a
contraponer a "los hijos de la tierra" con sus depredadores,
o a los beatíficos indígenas solidarios con los competitivos
y agresivos occidentales. ¿Será posible alguna vez
identificar y reconocer las diferencias entre estilos
civilizatorios sin tener que usar expresiones evanescentes y,
por otro lado, sin caer en simplificaciones moralistas o
identitarias?
* * *
Sea cual sea la complejidad con que se diga, esto de una
"civilización india" parece ser una cuestión de política de
identidad (y lo es), pero creo ineludible que nos planteemos,
también, alguna pregunta de mayor enjundia: más allá y al
margen de la voluntad política identitaria de las
organizaciones indianistas, ¿podemos hablar de una
civilización amerindia? O, por el contrario, según la
tradición particularista y relativista de la antropología,
¿no tiene sentido hablar en un plano tan general y debemos de
seguir hablando de culturas específicas y, todo lo más, de
rasgos comunes a las grandes áreas (Mesoamérica, Amazonia,
Andes)? Pero, en el caso, de que quisiéramos contestar a la
primera pregunta, ¿qué concepto utilizar para poder hacer
estas generalizaciones sin grave quebranto de nuestras
tradiciones intelectuales corporativas? En mi opinión, aunque
la falta de espacio no me permita argumentarlo bien en este
momento, el concepto de "estilo" nos facilita la tarea.
El concepto de estilo tiene una función generalizante
que remite a un conjunto, más o menos sistemático, de
convenciones y reglas, a un código no prescriptivo, a una
sintaxis, un léxico y unas figuras retóricas preferenciales.
Pero tiene también una función singularizadora, en tanto sea
entendido como una cualidad que pueda ser predicada de algo o
alguien que tiene estilo, o tal estilo determinado. Esta
ambivalencia funcional lo hace especialmente apto para
conjugar, en un mismo discurso, el enfoque teórico y la
estrategia etnográfica. Permite, además, articular las
características generales del estilo de la civilización
mesoamericana, pongamos por caso, con las correspondientes al
estilo de cualquiera de las culturas o subculturas que la
constituyen y, probablemente, también puede permitir la
identificación de lo que, hipotéticamente, pudieran compartir
todas o muchas de las culturas amerindias del continente.
En mi opinión, el concepto de "estilo" frente al
concepto de "identidad" tiene algunas ventajas (que, desde
otras perspectivas epistemológicas, reconozco que podrían
valorarse de forma contraria, como inconvenientes):
1. La posibilidad de representar la agregación a-
sistemática de "motivos" o "variantes". Esto
es, la capacidad de enfatizar el pluralismo, o
la polifonía heteroglósica, sin necesidad de
postular ficticias unicidades "sincréticas" o
"híbridas".
2. La permeabilidad del concepto. Un estilo, en
tanto que no prescriptivo, tiene unas
fronteras difusas y consiente variaciones
múltiples sin perder su poder denominativo o
clasificatorio. Compartir un estilo es algo
mucho menos preciso que compartir una
identidad.
3. La percepción impresionista del estilo le hace
resistente a los análisis positivistas y
prolijos, sin perder por ello el rigor de su
caracterización. Facilita, en esa medida, una
perspectiva transdiciplinaria y, por supuesto,
la colaboración con la historia o la
arqueología.
4. Describir un estilo no es una tarea con
implicaciones estratégicas, no afecta a la
categoría identidad-alteridad y deja de ser,
por tanto, objeto de negociación. En esa
medida, libera al debate académico de las
hipotecas de las políticas de identidad y de
los procesos de etnogénesis.
Aceptando esto, podría intentarse la identificación de
rasgos estilísticos que permitan reconocer "lo amerindio"
allá donde se manifieste y diferenciarlo de "lo occidental" y
quizá, también, de lo que sea característico de otras
civilizaciones. A modo de ilustración voy a comentar tres
rasgos amerindios que me parecen decisivos en el contraste
con la civilización occidental. Expresados en forma de
contraposición esquemática serán los siguientes:
Acontecimiento versus Historia; Forma versus Ontología;
Cuerpo versus Humanismo. Paso a comentarlos con algunos
materiales históricos y etnográficos.
* * *
Acontecimiento versus Historia. En síntesis, puede
decirse que la indagación sobre el significado del
acontecimiento está, en nuestra tradición, unida a la
constitución de una disciplina intelectual muy particular, la
historia (que implica una tarea de discriminación de causas
con diferente grado de eficiencia, en la hipótesis genérica
de que el sentido se encuentra en la causa). Parecería que en
las culturas amerindias el sentido, en cambio, procede de la
sincronía más que de la diacronía. Esto es, que el sentido
del acontecimiento está dado más por otros acontecimientos
sincrónicos, aunque sean de muy diferente naturaleza, que por
sus precedentes de la misma clase.
En marcado contraste con la civilización occidental, el
sistema de pensamiento maya, por ejemplo, estaba basado en
una distinción entre dos categorías diferentes de
temporalidad: el tiempo cósmico y el tiempo histórico. El
primero estaba subordinado a los ritmos cíclicos o
secuenciales que la profecía se encargaba de determinar; el
tiempo histórico, en su largo plazo, tuvo también, a la
llegada de los europeos en el período postclásico, un
carácter cíclico (habiendo desaparecido las grandes estelas
conmemorativas en piedra que caracterizaron la época clásica
y la llamada "cuenta larga", con un punto de origen o año
cero) y sólo el tiempo histórico más corto, el referido a la
duración de la vida personal, era entendido como un tiempo
lineal, aunque también sometido a los ciclos fastos o
nefastos determinados a través del tzolkin, el calendario
adivinatorio y ritual de 260 días (Farris, 1983). El acto de
la creación tuvo lugar varias veces sucesivas y los dioses, a
diferencia del Yahvé ausente, periódicamente han de
intervenir para renovar y mantener el orden cósmico y social,
es decir, el orden del tiempo. La piedra de toque de la
ortodoxia estaba en la ordenación y el sentido del tiempo
cósmico; el sentido de las fechas cardinales no era
negociable, aunque, para desconcierto de la cronología al
modo occidental, las fechas mismas no son tan importantes y
un mismo acontecimiento puede situarse, con aparente
despreocupación, en fechas distintas, siempre que todas ellas
tengan un mismo sentido y confieran al acontecimiento en
cuestión sus caracteres distintivos.
Si pasamos a los pueblos de lengua náhuatl, encontramos
ideas y categorizaciones análogas. También aquí, en el
altiplano central de México, el mismo nombre de año se repite
cada xiuhmolpilli o "ligadura de años", lo que podríamos
llamar el "siglo" de los mexicas, un periodo de 52 años. Un
mismo año, esto es un año con un mismo nombre y significado
para la vida social, retornaba cada 52 años. Por ejemplo, 1
acatl podía ser el año 1519, 1467, 1259 ó 999 (Graulich,
1990) La forma de nombrar el año impedía saber de cuál de
todas esas posibles fechas se estaba hablando. La concepción
secuencial, o cíclica, del tiempo produce una percepción muy
particular de la historia y , desde luego, una clase de
narraciones históricas desconcertantes para los usuarios de
la historia lineal. Por un lado, los acontecimientos no
permanecen ordenados temporalmente en un ciclo único, no
constituyen una historia en la que funcione el principio de
post hoc ergo propter hoc, sino que constituyen una especie
de repertorio ordenado temáticamente. Esta forma de
representación del pasado, dificulta, o imposibilita, el uso
del concepto de "causa histórica"; los acontecimientos no son
explicados por sus antecedentes, sino por el contexto cósmico
que corresponde a su posición calendárica y que está
reflejado en su propio nombre.
Pero lo que me parece más relevante es sugerir algo
sobre el diferente valor del acontecimiento, de cualquier
acontecimiento, en las dos concepciones del tiempo que
estamos contrastando. Para una concepción lineal del tiempo,
un acontecimiento es único, irrepetible y de una singularidad
tal que puede servir como hito para marcar periodos
temporales; su posición epistémica es central y todo el
esfuerzo intelectual de la historiografía europea está
dirigido a su comprensión, teniendo como resultado una clase
particular y variable de relato que se llama "historia". Para
una concepción cíclica o secuencial del tiempo, un
acontecimiento es, en cambio, algo previsto, repetido
periódicamente y para cuya comprensión se utiliza una mezcla
de arte verbal y juego lógico que nosotros llamamos
"profecía".
Para las culturas andinas, al no haber utilizado
escritura antes de la llegada de los españoles, las fuentes
son más difíciles de manejar. Sin embargo, algún estudio,
como el de Olivia Harris y Thérèse Bouysse-Cassagne sobre el
concepto de pacha, -confluencia del tiempo y del espacio-, en
el pensamiento aymara nos permite hacer algunas inferencias
de interés. Parece que pueden distinguirse tres etapas o
edades sucesivas en el tiempo de la humanidad.
La primera edad o edad del taypi, evoca la diversidad y
la multiplicidad mediante una lógica que relaciona a los
hombres, sus dioses y sus lugares de origen (que son los
lagos, las fuentes, etc.,) con un centro primordial o taypi.
A la edad del taypi sigue la edad del puruma; se trata
de un periodo temporal de luz difusa, como la que hay al
anochecer, cuando se oscurece el cielo. Por otro lado, purun
o puruma se llama a tierras de barbecho o desérticas. A esta
noción queda asociada también la de virginidad y por
extensión la de salvaje y la de libre; así "la mujer virgen",
"la vicuña sin cazar", "el pez nunca pescado", "la planta
salvaje" son conocidos como puruma.
¿Cuál es la relación conceptual entre esta edad del
puruma, caracterizada por su situación liminal, y la primera
edad, la del taypi, el centro? El mundo en que vivimos es un
espacio caracterizado por fuerzas centrífugas que van pasando
de su máxima concentración en el taypi a su máxima dispersión
en los bordes, de la vida a la muerte, de lo social a lo
salvaje. Las fuerzas del puruma, que operan en los bordes,
dividen lo que normalmente es único: parten los labios (hacen
labios leporinos), engendran mellizos, duplican las mazorcas
y, en general, forman pares simétricos.
La siguiente edad se llama auca pacha; la palabra auca,
según Bertonio (1612), significa "enemigo", pero no tanto en
un sentido bélico como en su acepción lógica de "contrario".
Tristan Platt (1980) ha desarrollado ampliamente la
importancia del concepto yanantiu, o yanani en aymara, que se
refiere a las cosas que siempre están juntas, como son los
dos ojos, las dos manos, los dos guantes, los dos zapatos o
una yunta de bueyes. Los elementos auca también son pares,
pero, a diferencia de los yanantin, no pueden coincidir, se
rechazan, se anulan y contraponen mutuamente, como el día y
la noche, el agua y el fuego, como los enemigos. Sin embargo,
en el pensamiento aymara están previstos dos posibles caminos
de reconciliación de los contrarios: el encuentro y la
alternancia, expresados, respectivamente, en los conceptos de
tinku y kuti.
Tinku es el nombre de las peleas rituales en las que se
encuentran dos bandos opuestos, frecuentemente llamados
aläsaya (el lado de arriba) y mäsaya (el lado de abajo). En
tierra aymara estos combates rituales se practican desde una
época remota y siguen hasta el presente. Al permitir que las
fuerzas de ambas mitades se midan y que los contrincantes se
sujeten, el tinku pretende realizar el ideal de yanantin,
como dos mitades perfectas en torno a un taypi.
Kuti es otra noción alternativa a tinku para pensar y
ajustar las relaciones entre contrarios; kuti remite a
conceptos como "vuelta", "cambio" o "turno". Se dice que el
sol cumple una revolución, como kuti, durante el solsticio.
Todo un mundo, toda una era, un pacha, puede cambiar de
sentido y esto es lo que se llama pacha kuti. Cuando un Inca
muere, se produce un pacha kuti. Cuando los españoles llegan
a los Andes, se produce otro pacha kuti.
Si usáramos nuestros términos más corrientes para
sintetizar lo anterior, podríamos decir que la historia está
constituida por acontecimientos tinku y acontecimientos kuti;
periódicamente, el espacio-tiempo cambia de orientación por
un pacha-kuti. Forzando un tanto el significado originario,
podría decirse que el sentido de los acontecimientos viene
dado por su inclusión en una de esas dos categorías: la que
implica un intercambio o igualación de contrarios en busca
del equilibrio o la que significa un cambio de rumbo, de
orientación, una renovación cíclica. En todo caso, ninguno de
estos conceptos ayuda a hilvanar los acontecimientos en un
relato causal que, en nuestra tradición cultural, pudiéramos
introducir en el marco de lo que llamamos "historia".
De modo general, creo que podemos decir que lo que los
indios cuentan sobre su pasado y, sobre todo, la manera en
que lo cuentan, la estructura argumental de sus diversos
géneros literarios, resulta opaca a los oídos europeos. No es
fácil percibir las relaciones causales entre los diferentes
episodios de un mismo "relato" y ni siquiera se puede
entender la continuidad narrativa de unos personajes que, a
lo largo de la trama, cambian de nombre, de características y
de modo de comportarse. Los oídos europeos, al margen de las
dificultades lingüísticas, lo que escuchan son nombres,
frases o secuencias, acontecimientos de sentido oscuro, que
parecen inarticulados entre sí o incoherentes. "...Más
parecen sueños los que refieren, que historias", dice Acosta,
en su Historia Natural y Moral de las Indias.
* * *
Forma versus Ontología. Un rasgo estilístico que, una y
otra vez, surge en las etnografía americanista es el de la
importancia de las cuestiones formales. La práctica social
adjudica siempre mayor relevancia a las maneras que a las
intenciones, a la "costumbre" -el término utilizado para
referirse a lo que nosotros llamaríamos "religión"- más que a
la convicción personal o la creencia, a la figura más que al
alma. Las cuestiones relevantes son cuestiones de forma y no
de contenido. Y no sólo como materia estética sino como
verdadera sustancia ética. Podríamos decir que, al contrario
que en occidente, el valor del ser está en el exterior, en la
apariencia, en la física y no en la metafísica.
Esta contraposición alude a lo que es, y ha sido, la
principal fuente de malentendidos en las relaciones que
tienen, desde hace cinco siglos, las civilizaciones amerindia
y occidental. Una y otra vez los occidentales que han
mantenido estrecha relación con los pueblos indios de América
se han asombrado, escandalizado o irritado ante su falta de
convicciones profundas, ante su propensión al engaño y la
deslealtad, ante su falsedad e hipocresía. Una y otra vez,
misioneros o funcionarios, tanto coloniales como
republicanos, han puesto de manifiesto la sorprendente
facilidad de las poblaciones amerindias para acoger cualquier
novedad, para adaptarla a sus gustos o desecharla más tarde.
El concepto que se ha utilizado para soslayar el juicio moral
directo y conceder un estatus epistemológico a esta conducta
ha sido el de "sincretismo" y, modernamente, en su versión
secular y globalizada, el de "hibridismo". Ambos términos
remiten a los procesos de agregación de lo foráneo con
indiferencia hacia la coherencia de los contenidos. No puedo
ahora desarrollar una crítica de ambos conceptos y me
limitaré a señalar que la objeción principal se refiere al
supuesto tácito común acerca de que el resultado de los
procesos de sincretización o hibridación sea el de configurar
una cultura mezclada o híbrida, en lugar de pensar, como
sugiere la etnografía, que esos procesos de agregación
producen sociedades culturalmente inarticuladas, marcadas por
su profunda heterogeneidad cultural interna (y que esto no es
efecto de la colonización, ni de la globalización, sino una
marca de estilo, algo "típicamente" amerindio). Pero, aunque
no vaya a desarrollar esta cuestión crítica, sí voy a traer a
colación algún testimonio sobre tan singular modo de
proceder.
Nosotros, ante las peculiares mezclas amerindias, no
sentimos, como los frailes evangelizadores, su ofensa moral o
su perversión dogmática, pero sí sentimos impugnada nuestra
inteligencia lógica, y nuestras convenciones académicas,
cuando escuchamos que pueden mantenerse, simultáneamente y de
modo no provisional, creencias y prácticas contradictorias.
Tampoco Acosta podía entenderlo, salvo que tal comportamiento
se "explicase" por su falsedad y mentira:
"Adoran a Cristo y dan culto a sus dioses;
temen a Dios y no lo temen. (...) Le temen de
palabra, mientras insta el juez o el sacerdote; le
temen mostrando una apariencia fingida de
cristiandad; pero no le temen en su corazón, no le
adoran de verdad, ni creen con su entendimiento
como es necesario para la justicia. Y para mayor
abundamiento, sus hijos y sus nietos hacen lo que
hicieron sus padres hasta el día presente."
Este "no creer con el entendimiento", ¿qué quiere decir?
¿No se refiere acaso a la falta de "profundidad", a que sólo
dan valor a la apariencia. Este creer y no creer, ¿es
eclecticismo? ¿Se trata de una táctica de resistencia ante la
evangelización forzosa? ¿O, más bien, es una conducta
reveladora de una pauta cognitiva de larga duración?
¿No es acaso la expresión de unas sociedades que tienen
como rasgo distintivo la relación "canibalística" con el otro
(E. Viveiros) y no la persistencia en el ser, donde la
relación y la forma priman sobre la sustancia? ¿Su
"eclecticismo" no es el nombre de la indiferencia hacia las
cuestiones ontológicas y de identidad? Permítanme citar un
solo ejemplo, que tomo de un artículo de Oscar Calavia.
Se refiere a los kiriri de Mirandela, en el estado de
Pernambuco. Los kiriri se encuentran en una situación que es
común a la mayor parte de los indios del nordeste brasileño.
Rodeados por una densa población brasileña con la que se
relacionan, cultural y genéticamente, desde hace siglos,
difícilmente pueden distinguirse de ella. Todas esas
características diferenciales que tan preciosas resultan para
las políticas etnicistas de nuestro tiempo -atavíos exóticos,
lengua propia, chamanismo- han desaparecido hace mucho
tiempo. En las últimas décadas del siglo XIX, los kiriri se
hicieron seguidores de Antonio Conselheiro y perdieron sus
propios rasgos étnicos y religiosos al adherirse a un
movimiento mesiánico compartido por todo el pueblo mestizo;
en la campaña de Canudos dejaron sus últimos chamanes y su
lengua. Cien años después, intentan invertir el camino. En
los años 70, se convierten a la Fe Bah'ai, algo bien exótico
en el sertao del nordeste brasileño, y esta nueva "creencia"
los hace más visibles y los particulariza, al tiempo que les
permite reagruparse. Años más tarde, el mismo grupo optó por
una nueva estrategia religiosa, opuesta pero simétrica a la
anterior. Apoyados por instituciones católicas y por
organizaciones no-gubernamentales, los kiriri han emprendido
una sorprendente labor de reinvención de la cultura
tradicional. Han enviado emisarios a la distante aldea de los
tuxá, -que, según les han explicado, están lejanamente
emparentados con ellos- para estudiar su lengua y el ritual
del Toré, una danza con cantos e incorporaciones de
espíritus, y que es un buen resumen del chamanismo indígena
nordestino y "costumbre de indio" por excelencia. Los kiriri
han aprendido a danzar un ritual de antepasados desconocidos
al son de cánticos dichos en una lengua que no entienden. Han
empezado a usar diademas de plumas y a pintar su cuerpo como
"salvajes". Su reinvención cultural tiene los rasgos de una
nueva conversión. Pero, esta forma instrumental de tratar las
creencias, como formas sin contenido, ¿hacia que otra
religión les conducirá en los próximos años? ¿Cuánto tiempo
durará esta nueva mutación?
* * *
Cuerpo versus Humanismo. En la tradición occidental ha
predominado la idea de que en el "interior" del cuerpo y por
debajo de la diversidad de los roles sociales, hay una
subjetividad que permite la auto-percepción de la
individualidad, del yo. Y sobre la elaboración de estas
nociones han podido elaborarse las teorías del valor de la
persona humana y los diversos humanismos, cristianos o
laicos, característicos de la tradición filosófica y ética
occidental. Es tópico afirmar que el descubrimiento de
América supuso un estímulo intelectual importante en la
reconsideración de lo humano, como bien ha mostrado, entre
otros, A. Pagden. Pero ésta es una historia que sólo nos
incumbe a nosotros y que dista de ser una historia universal.
Como señala Viveiros de Castro, cuando los españoles
llegaron por primera vez a las Antillas, en 1492, se
preocuparon por saber si los indios tenían ánima racional,
pero no dudaron de que tenían cuerpos. Los indios, por el
contrario, no dudaron de que los europeos tuvieran algo
parecido al alma (porque también lo tenían los animales) pero
dudaron de que esas formas corporales tan extrañas fueran
verdaderos cuerpos humanos.
Viveiros continua con la constatación de que el estatus
de lo humano en el pensamiento occidental es esencialmente
ambiguo: por una parte, el ser humano es una especie animal
entre otras, y la animalidad es un dominio que incluye a los
humanos; por otra, la humanidad es una condición moral que
excluye a los animales. Estos dos estatus coexisten en la
noción disyuntiva de "naturaleza humana". En otras palabras,
nuestra cosmología postula una continuidad física y una
discontinuidad metafísica entre humanos y animales. En
contraste, los amerindios postulan una continuidad metafísica
y una discontinuidad física entre los seres de cosmos. Todos
los seres tienen cultura y, aunque puedan tener diferencias
entre sí, esas "culturas naturales", valga el oximoron,
poseen una base común que permite la comunicación entre ellas
y la comparación. Su multiculturalismo es, entonces, más
radical y global; es un "multinaturalismo" que se manifiesta
en el ejercicio continuado del perspectivismo, una manera
indígena y pre-moderna de ser relativista.
Perspectivismo nombra a una teoría indígena según la
cual el modo en que los seres humanos perciben a los animales
y a otras subjetividades que habitan el mundo -dioses,
espíritus, difuntos, habitantes de otros niveles cósmicos,
fenómenos meteorológicos, plantas, animales e incluso
artefactos- difiere profundamente de la manera en que estos
seres conciben a los humanos y se conciben a sí mismos.
Veamos muy brevemente algún material etnográfico relativo a
un pequeño pueblo de lengua tupí, los juruna, que viven en el
curso alto del río Xingú y que han sido estudiados por Tania
Stolze-Lima.
Cuando los juruna están con ganas de comer carne de
pecarí, pueden pedir al chamán que actúe para atraer a los
puercos. Según se piensa, los puercos viven en comunidades
divididas en familias y organizadas en torno a un jefe con
poderes chamánicos. El puerco-chamán se diferencia de los
demás por carecer de pelos en el trasero y por tener pelos
rojizos en la cara. El chamán de los juruna ve en sueños a
ese puerco transformarse en un hombre y procura hacer amistad
con él, ofreciéndole un cigarro para fumar. Cuando siente que
la amistad está consolidada, el chamán le dice que los
hombres de su aldea pretenden hacer una cacería y el puerco-
chamán combina con el humano-chamán el lugar y el día en que
van a cruzar el río. Los cazadores acuden a esa cita
concertada por los dos chamanes, uno humano y otro animal.
Los puercos se ven a si mismos como parte de la
humanidad y consideran la caza como un confrontación, como
una guerra local, en la que tienen que capturar forasteros.
En el plano de la realidad humana, los puercos atacan y matan
a algún cazador, pero este acontecimiento a los puercos les
parece una simple captura, como consecuencia de la cual el
hombre muerto se transforma en miembro de su propio grupo.
Unos y otros, humanos y puercos, tienen una perspectiva
diferente sobre sus respectivas peculiaridades culturales.
Durante las noches de luna nueva es cuando los pecaríes -y el
conjunto de los animales de la selva- adiestran a sus crías.
Los juruna, por contraste, adiestran a sus criaturas durante
la luna creciente para evitar que sus rituales sean
simultáneos a los de los animales. La fuerza física (para
vencer en la caza y en la guerra ) es el objetivo principal
de estos ejercicios, pero también se atiende al desarrollo de
ciertas aptitudes como la expresividad verbal y la
inteligencia. Pero el proceso educativo ha empezado mucho
antes, durante el desarrollo del embrión, y está referido a
la implantación y crecimiento del instinto social (en el
sentido de inclinación a la comunicación con otros). Por
medio de las restricciones rituales al consumo de carne de la
futura madre, se procura impedir que sea transmitida al feto
una conducta típica de los animales, a saber: agresividad y
miedo. El temperamento social que los juruna procuran
imprimir en sus crías significa, ante todo, ausencia de
agresividad y de miedo; ser sociable es no estar amedrentado
y no ser violento.
Para los juruna, como para otros muchos pueblos
amerindios, la dicotomía naturaleza-cultura ha de ser
construida y reconstruida continuamente, mediante signos
diacríticos innumerables, porque no hay nada sustancial que
las separe y diferencie. Los seres humanos no son
suficientemente distintos de los restantes seres del mundo
como para poder establecer sobre sus diferencias o
singularidades una moral o un sistema de valores autónomo que
sustente o dé razón a algún tipo de "humanismo". No hay
posibilidad de humanismo alguno cuando los seres humanos
(ejemplificados ahora por los juruna) son tan personas (o tan
poco personas) como los pecaríes.
* * *
Hace casi 50 años Kroeber publicó Style and
Civilizations, una obra que seguía la doble inspiración de
Toynbee y Spengler y, por tanto, con una perspectiva que
combinaba el historicismo más o menos evolucionista con las
preocupaciones de la época por cuestiones de cultura y
personalidad. Nada de esto, según pienso, nos resulta hoy de
gran interés. Sin embargo, considero importante poder
abandonar la cárcel conceptual que implica el término
"identidad". Señala Kroeber que todas las acepciones
principales de la palabra "estilo", se refieren, en primer
lugar, a la forma, en contraste con la sustancia; a la
manera, en contraste con el contenido. En segundo lugar,
implican cierta consistencia de formas. Y, en tercero, pueden
sugerir que las formas usadas en el estilo son lo
suficientemente coherentes para integrarse en una serie de
modelos relacionados.
Estas características parecen acomodarse bien a las
culturas indias, tan interesadas por las formas y tan
descuidadas con las sustancias. Y, además, permiten los
estudios comparativos entre ellas. Por eso, pensarlas como
"estilos" es más provechoso intelectualmente que pensarlas
como "identidades". Aunque, desde luego, los tres rasgos
estilísticos a los que me he referido en este breve texto son
sólo un ejemplo posible y discutible. La contraposición
propuesta por J. Lajo (entre unitarismo y dualismo) merece,
también, ser considerada con otros argumentos y otros
materiales etnográficos. Y así, de modo semejante, otros
rasgos hipotéticos que tienen que ver, por ejemplo, con las
respectivas nociones de "conflicto", de "realidad", de
"extranjero" y otros más que deben ser explorados y
discutidos con una perspectiva comparativa y de larga
duración.
https://www.alainet.org/es/articulo/109344
Del mismo autor
- El estilo de la civilización amerindia 31/01/2004
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