Reinventar la palabra
18/01/2005
- Opinión
Dice el evangelio de Juan que en un principio fue el Verbo.
Es que la palabra, el lenguaje (los nombres y significados de las
cosas, las imágenes, metáforas y símbolos) es lo plenamente
humano, un fenómeno imprescindible de comunicación social, la
expresión de nuestro pensamiento, el combustible que motoriza
nuestras acciones.
En el curso de la historia, desde la más remota antigüedad, las
palabras han sido terapéuticas, utilizadas por chamanes,
predicadores y psicólogos, para remediar los males del alma. Decía
Epicuro "Vana es la palabra del filósofo que no sirve para curar y
aliviar el sufrimiento de los seres humanos". Hay palabras que
impulsan a los actos más nobles y solidarios. Y también palabras
que instilan odio, violencia y muerte contra la humanidad.
Es que la palabra no es inocente, neutra. En "Alicia en el país de
las maravillas", Lewis Carroll dice que las palabras tienen
dueño. La palabra "pan" tiene un sentido diferente para el
saciado que para el hambriento. El esclavo debe hablar el
lenguaje que le impone el amo, pero, como lo muestra Shakespeare
en "La Tempestad", Calibán, el oprimido, puede utilizar el
lenguaje del amo subvirtiéndolo, no para servirle sino para
rebelarse.
Quienes detentan el poder, los amos de las riquezas y de las
armas materiales e ideológicas, tienen el monopolio del lenguaje
cotidiano. Ellos se arrogan, entre tantos atributos, el de definir
las palabras, los conceptos, la cultura imperante. Deciden, por
ejemplo, que no hay libertad superior a la libertad de mercado, ni
derecho mayor que el de la propiedad de los poderosos; nos enseñan
desde la cuna hasta la sepultura que el blanco es superior al
negro y al indígena, que la mujer es inferior al hombre e incapaz
de regir sobre su cuerpo y su vida, que de un lado, el suyo, están
los ganadores, y afuera, excluidos, los perdedores, los pobres...
Se trata de una vieja historia, la historia de esa "cultura del
silencio que –al decir de Paulo Freire- desde hace cinco siglos
sigue siendo la superestructura necesaria a la estructura de la
dominación". Los conquistadores y evangelizadores del Imperio
español sostenían que los indígenas no hablaban ni escribían sino
que emitían ruidos animales. En tiempos más cercanos, los
intelectuales de la oligarquía defendían la pureza de la "lengua
nacional" frente a la "deformación" , el cocoliche, el lunfardo,
el argot arrabalero, de las masas criollas e inmigrantes.
Leopoldo Lugones escribía : "La posesión del idioma expresa la
solidaridad espiritual de la Nación. Me opongo a la demagógica
pretensión que atribuye al uso de la plebe una importancia capital
en la formación del idioma. Porque no hay tal. Todo idioma es obra
de cultura realizada por los cultos /…/, un deber de la
aristocracia".
Hoy, los promotores de esta avasallante globalización
neocolonial que pretende imponernos contenidos simbólicos y
formas de expresión hegemónicas (ese "neohabla" autoritario que
avizoraba George Orwell en "1984") que nos ignoran e
inferiorizan , no sólo destruyen las raíces históricas y las
identidades culturales, sino que se apoderan de las palabras
creadas por las luchas y las ideas del pueblo, para desaparecerlas
o criminalizarlas. Así la huelga, las clases sociales, el piquete
o los escraches, la democracia cuando la protagonizan las masas,
la paz cuando es fruto de la justicia. Incluso utilizan para sus
propios -y opuestos- fines las palabras que inventa el
movimiento popular para delinear sus anhelos. Así, por ejemplo, en
un Seminario de grandes empresarios y fundaciones transnacionales
realizado en Buenos Aires en junio de 2004, el retrógrado López
Murphy señaló que "Todos los que están acá creen que otro país es
posible".
Ya sabemos, por dolorosa experiencia, cuál es el país que quieren
los que lo saquearon y
ensangrentaron por décadas. La palabra, para estos cenáculos, es
sinónimo de obediencia, de resignación de los de abajo. Su
lenguaje no expresa la realidad, sino que la enmascara, la
escamotea.
Lo que han hecho y hacen los empresarios de las palabras recuerda
lo que escribiera el joven revolucionario cubano Julio Antonio
Mella: "Con el tiempo las grandes palabras, que expresaban grandes
ideas, se han ido corrompiendo como ríos que encontrasen cerrados
sus desagües propios. El torrente se convierte en pantano, la
verdad en mentira, porque el torrente, como la verdad, necesitan
del movimiento constante, de la agitación fecunda".
Y la primera derrota en la batalla cultural por liberarnos de la
opresión y la injusticia, la sufrimos cuando nosotros mismos nos
empantanamos en la gramática del sistema, cuando no vemos en medio
de la pelea que hay palabras, conceptos, metodologías que ya no
tienen significado, y cristalizamos un idioma, un lenguaje que, si
alguna vez lo fue, ha dejado de ser entendible, vivo, movilizador,
para la pluralidad de los movimientos sociales, étnicos,
religiosos, populares.
Señalaba A. de Saint Exupèry que a veces "para aprehender el
mundo de hoy usamos un lenguaje establecido para el mundo de ayer.
Y la vida del pasado nos parece responder mejor a nuestra
naturaleza por la única razón de que responde mejor a nuestro
lenguaje" .
Y ello resulta particularmente dañino cuando dichos movimientos
están atravesando distintas experiencias de lucha, descreyendo
de la retórica tradicional y buscando en la lucha nuevos caminos,
nuevas herramientas del pensar y el hacer propios. Palabras nuevas
que expresen las demandas vitales de una realidad compleja y
contradictoria, y palabras que vuelven renovadas desde nuestra
historia secular de resistencia y utopías. Como dice la sabiduría
oriental, no se puede poner el vino nuevo en odres viejos.
¿Cómo lograr que el esfuerzo por la conformación de espacios
que aglutinen los múltiples afluentes de lo popular, vaya
acompañado por un esfuerzo creativo similar que contribuya a
descolonizar la palabra y utilizarla para enfrentar el orden
discursivo del sistema? ¿Cómo contribuir a que nuestra palabra
deje de mirarse a sí mismo en el espejo inmutable y sectario de
las capillas, para abrirse como un ventanal a todas las voces, a
todas las identidades de nuestra multicolor diversidad?
Algunos nos han hecho recordar que Antonio Machado, en su libro
sobre Juan de Mairena, contaba que éste y sus alumnos, al
reflexionar sobre el teatro, se referían a que las escenas en una
habitación transcurren en ausencia de un cuarto muro, y que es
precisamente la ausencia de semejante muro lo que nos permite
saber qué pasa adentro, entender lo que se habla, compartir la
obra con los personajes.
Ese cuarto muro lo ha levantado siempre el poder para esconder
sus trapisondas. Pero demasiado a menudo también lo levantan
nuestros métodos elitistas, rutinarios, escindidos de la vida y de
la gente. No es posible que la opresión nos una pero la retórica
doctrinaria nos separe.
O inventamos o estamos perdidos, decía Simón Rodríguez, el
maestro de Bolívar. Y también en este terreno de la batalla
histórica deberemos recrear otro "sentido común", otras prácticas,
otras palabras que recojan lo mejor del ayer y de lo nuevo.
Sostenía José Carlos Mariátegui hablando de la creación heroica
como premisa de la transformación histórica "...Tenemos que dar
vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al
socialismo latinoamericano" (subr. JR)
Ante el canibalismo cultural dominante, que moldea la relación
entre los seres humanos como de competencia y agresividad, de
machismo y sexismo, de racismo y discriminación, vale decir, de
todo cuanto desconecta y antagoniza a las personas entre sí,
sólo la cultura que palpita en las experiencias, la dignidad y
la creatividad inagotable de las masas populares puede
ayudarnos a reconocernos en el otro, a escucharnos con respeto y
amistad, a compartir lo que sabemos y aprendemos en el trabajo y
en la lucha. La unidad que anhelamos no podrá ser una
precondición establecida desde afuera, históricamente territorio
de pugnas hegemonistas, sino resultado de esta larga siembra de
esfuerzos y aprendizajes solidarios. Porque las palabras
convencen cuando encarnan en los hechos, en la vida.
Ellos seguirán tratando de domesticarnos, de encerrarnos en la
soledad y la impotencia, de convencernos de que apenas si somos
objetos mudos, nacidos para servir. Nosotros afirmaremos con Blas
de Otero:
"Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un
anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra". * Juan Rosales, escritor, docente universitario, copresidente de AUNA.
si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra". * Juan Rosales, escritor, docente universitario, copresidente de AUNA.
https://www.alainet.org/es/articulo/111202?language=es
Del mismo autor
- Minidavos en Buenos Aires: los tiburones y las sardinas 20/09/2016
- El derecho de los pueblos: La cumbre y el Bicentenario 31/10/2005
- Reinventar la palabra 18/01/2005
- La máscara y el rostro de nuestra identidad 30/11/2002
Clasificado en
Clasificado en:
