Es cuestión de justicia, no de caridad

25/04/2005
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Hay cuatro clases de pobres: los que no tienen que comer ni cuidados sanitarios imprescindibles, los que no tienen acceso a la educación más elemental, los que no saben que son pobres y finalmente los que ni saben que son personas. Hay millones de seres que han aceptado su inhumana situación con un fatalismo espantoso, que obedecen y se arrastran y padecen porque no tienen fuerza ni para rebelarse y exigir lo que por naturaleza les corresponde. Se repiten los datos de Naciones Unidas que denuncian que hay más de mil millones de pobres en el mundo, que mil quinientos millones no tienen acceso al agua potable, que la situación ha rebasado la esfera de lo social y se ha convertido en inhumana, en la que toda explosión tendrá cabida. No están sometidos a las leyes de los hombres aquellos a quienes no se les reconocen su dignidad y sus derechos fundamentales para participar de los bienes y servicios creados por los hombres. La propiedad privada no puede ser absoluta pues siempre estará hipotecada por el derecho a la vida y al bienestar básico de todos los seres humanos. Los derechos fundamentales no se adquieren como resultado del esfuerzo o de la herencia o de la fortuna sino que son inherentes a la condición humana. Cuando se han conculcado esos derechos fundamentales, la pobreza y la marginación se convierten en exclusión, en la "bomba social" denunciada por Butros Galli en la Cumbre de Copenhague. En las grandes ciudades viven muchas personas en la calle: son los llamados "sin hogar". Estas situaciones se explican por enfermedades mentales, problemas de "atención de la comunidad", familias rotas, adicción a drogas o al alcohol, dificultades de adaptación tras haber cumplido penas de prisión o inmigrantes que se enfrentan a una sociedad que no se ocupa de ellos mientras mantiene altos índices de desempleo y de precariedad laboral. Las personas desarraigadas forman parte del contexto más amplio de la "exclusión social", que no puede ser reducida simplemente a la falta de vivienda. Muchos de estos hombres y mujeres han sido rechazados por las instituciones oficiales o dependen de ellas porque han sido sus huéspedes en la inclusa, en el orfanato, en las prisiones, en los comedores sociales. En muchos casos lo de menos es la ausencia de un techo o de una cama, el rigor de los fríos o la asfixia de los calores. La más triste de las carencias es la de no tener conciencia de su dignidad de personas, de sus derechos y de sus deberes. Lo aberrante es caer en la apatía y en el cinismo por no tener quien los quiera. Por no ser reconocidos sus derechos naturales. En otras épocas los hemos llamado mendigos, indigentes, pordioseros, transeúntes. Son términos despectivos que no responden a la realidad tan diversa que se quiere describir. Hoy se suele utilizar el término "Personas Sin Hogar", por lo que supone de carencia común de familia, de raíces, de amistades, de amores y de cualquier factor que suponga calor humano. Pero hay otras exclusiones como las que cada día en mayor número padecen las personas mayores, les enfermos crónicos o discapacitados. En las sociedades rurales el problema es menos agresivo porque se encuadra en el concepto ancestral de la gran familia y de la solidaridad. Es en las grandes ciudades del mundo desarrollado en donde se muestran con toda su crudeza estas lacras que laceran la justicia más elemental. La inmigración sin asistencias, la desestructuración familiar, el consumismo y el despilfarro desbordados, la pérdida de valores y de otros criterios que los del máximo beneficio, del triunfo sobre quien sea y del "todo vale" con tal de tener, en detrimento de las exigencias naturales del ser. No bastan los parches de la beneficencia ni de la caridad, por respetables que sean, para silenciar a los que tienen derecho a exigir su realización en justicia. No son suficientes las Declaraciones de Derechos Humanos y políticos sino se garantiza su expresión en derechos sociales para todos. Esta es la gran asignatura pendiente en la Unión Europea, en donde hay casi tres millones de personas reconocidas como "excluidos", y en el resto de los países industrializados y enriquecidos del Norte sociológico. Las cosas no son de sus dueños sino de quienes las necesitan. Y es legítimo el tomar por la fuerza lo que no se obtiene en justicia pues el deber de resistencia ante situaciones tiránicas se convierte en legítimo derecho cuando padecen los más débiles. Nadie ha nacido para padecer ni caben fantasías de hipotéticos futuros. Los paraísos no son otra cosa que la proyección en el futuro del mito de la edad de oro. * José Carlos García Fajardo es Profesor de Pensamiento Político y Social (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias, Madrid.
https://www.alainet.org/es/articulo/111821
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