La solidaridad como ideal universal, encuentro de civilizaciones
21/08/2005
- Opinión
El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de abrazar a mi
especie
en una criatura amiga.
F. Hölderlin
El afán por lo justo no puede realizarse en el individuo, sino sólo en la
comunidad humana.
Martín Buber
La propuesta civilizatoria del capitalismo puede resumirse en una trinidad:
Mercado, Capital y Explotación. Son dioses que han configurado una
mercantilización universal que lo abarca todo, incluida la naturaleza, los
derechos humanos y los sentimientos. Los efectos de esta teología dibujan un
mundo de lucha de todos contra todos, de guerra permanente por el control de
fuentes de riqueza y de extensión del poder. Sin embargo, desde el lado
opuesto, la llamada izquierda social y política ha venido sufriendo un declive
en el campo de la propuesta de valores cualitativos para una nueva
civilización, excesivamente hipotecada a una visión economicista de los cambios
y atada a un discurso que se apoyaba en la creencia de las contradicciones
internas del propio capitalismo como la clave de un desenlace llamado a ser
necesariamente feliz. Hemos predecido tantas veces las crisis estructurales del
capitalismo y el comienzo de su fin que fallamos en no dar la importancia que
se merece al impulso de un nuevo mundo subjetivo de las multitudes para una
nueva sociedad global, siguiendo lo que Michael Löwy y Frei Betto llaman
“civilización de la solidaridad”, algo que debemos entender como punto de
encuentro de civilizaciones.
Ciertamente a lo largo del siglo XX, en la mayor parte de la izquierda social y
política ha predominado la idea de un camino recto, dividido en etapas, hacia
una
nueva sociedad. La tentación de situarse en las coordenadas del progreso, como
si
éste fuera necesariamente un aliado cómplice de las aspiraciones de liberación,
ha tenido un notable peso tanto en el mundo intelectual como en el activismo
social y político. Pero ni el progreso puede presentar un balance limpio que
demuestre que lo es en plenitud, ni en todo caso sus coordenadas tienen una
simpatía especial por las izquierdas. La convicción de que la historia avanza
inevitablemente en la buena dirección y la creencia de que el progreso técnico
lleva consigo el progreso social eran principios básicos de una ideología hoy
seriamente cuestionada. De este modo, al acoso a que se ve sometida la izquierda
por los poderes reales del mundo de hoy, se une una cierta perplejidad, lo que
da
como resultado, por primera vez, una seria duda acerca de la marcha de la
historia.
La mentalidad de la izquierda ha estado muy impregnada por la seguridad de que
los hechos acabarán por darnos la razón. La fe en el triunfo final le otorgaba
seguridad. Así, la actividad social y política, por modesta y limitada que fuese,
surgía como parte de un curso trascendente, como un río jubiloso de Hegel. La
visión holística predominante durante más de un siglo hacía posible encajar cada
acto, cada sacrificio, cada conquista social, en un proyecto intelectual,
político y social que daba un sentido finalista, una confianza insustituible en
estar recorriendo el trayecto correcto. En ese telón de fondo que concebía el
movimiento de la historia de un modo simple y unilateral se desplegó, en
palabras
de Eugenio del Río, un espíritu heroico e ilustrado, un talante prometeico. (1)
Los proyectos de largo plazo dibujaban metas seguras alcanzadas por grandes
sujetos sociales. Ahora, por el contrario, en los comienzos del siglo XXI, cada
acto, cada lucha, aparecen dislocados de un proyecto final, y la visión
atomística tiende a concentrarse en lo concreto, en lo puntual, en lo local, lo
que va acompañado de una fragmentación del pensamiento, de ideologías más
débiles
y de horizontes más chatos.
Sin duda, el momento en que vivimos nos exige aceptar que el futuro es inseguro,
no comprobable, y que lejos de cerrar el círculo de los asuntos a debate hay que
abrirlo ya que no existen esquemas preestablecidos que enseñen el camino. Las
transformaciones no pueden ser decretadas por ninguna autoridad, ni siquiera por
la autoridad de la historia. Este ejercicio abierto nos invita a desarrollar
una
fuerza espiritual e intelectual, una potencia crítica a todo lo existente, una
actitud de investigación. Ralph Miliban tenía toda la razón: el socialismo no es
inevitable, ni es por consiguiente el resultado seguro de las contradicciones
que
vive el capitalismo. Es, nada más y nada menos, una posibilidad. Al igual que
son
una posibilidad futura nuevas regresiones y peores catástrofes. El socialismo en
Miliban surge como lo deseable en medio de la amenaza permanente de situaciones
tenebrosas. Baste decir que los socialistas de finales del siglo XIX nunca
imaginaron hasta que punto el siglo XX se convertiría en un gran matadero. El
Holocausto nazi y el gulag estalinista nos dan la medida de una naturaleza
humana
que invita a dudar seriamente de que la historia camine en el sentido optimista
de Kant. Hechos recientes en las relaciones internacionales expresan la
existencia de nuevas tentaciones totalitarias que ratifican el carácter
ambivalente de la historia. Pero además, está esa indiferencia que muestra el
atasco de la conciencia colectiva: casi un millón de personas fueron asesinadas
en Ruanda ante un público occidental paralizado frente al televisor.
Sin embargo, no se trata ahora de sustituir una concepción optimista de la
historia por otra pesimista de igual peso. De lo que se trata es de concebir la
vida como una batalla permanente -en palabras de Norman Geras-, superando todo
pensamiento complaciente con el llamado progreso. Durante décadas, muchos
partidos de izquierda han vivido de las rentas de creer que serían dueños del
futuro como consecuencia de la esperada crisis fatal del sistema capitalista. Es
esta ideología, conservadora, que predecía el triunfo final, la que se ha venido
abajo. En adelante todo es más incierto y todo dependerá de las luchas reales de
la gente, del movimiento; la historia es una construcción humana, no un
movimiento autónomo con final feliz, no una rueda de luces desplegándose
luminosa
hacia el futuro, afirma Geras. Rosa Luxemburgo lo decía: “Sólo la vida, en su
efervescencia, sin obstáculos, es capaz de producir miles de formas nuevas de
vida, de improvisar, de hacer surgir fuerzas creativas y de corregir ella misma
todos los intentos equivocados”. Si esto es así, los determinismos históricos ya
no tienen lugar en lo que debe ser un nuevo mundo subjetivo de la izquierda
social y política. Luchar por la igualdad y la justicia sin saber cuánto
podremos
lograr, constituye una aventura moral de inspiración netamente humanista,
radical. Estos objetivos dan una idea de dirección pero no pueden resolver cómo
tomarán cuerpo institucional. Por otra parte, la sustitución de una visión
armoniosa por utopías más modestas, lejos de ser un factor desmovilizador debe
motivar exactamente lo opuesto: una rebelión cotidiana frente al espanto. Lo que
debilitó a la izquierda fue el creerse poseedora del futuro y conocedora de
todas
las soluciones. Esta creencia fue doblemente dañina: en primer lugar por
ilusoria, y en segundo término porque desconsideró profundizar sobre problemas
de
los que, en realidad, sólo sabíamos el enunciado, dice Eugenio del Río.
Deshacernos del nudo de la historia nos permite la reivindicación del individuo
libertario –del que habla Paolo Flores Arcais- y una nueva concepción de lo
colectivo; simbiosis que requiere una revisión. En este punto el humanismo
radical se rebela contra el destino fatal de lo históricamente necesario que ha
sido fuente de esquematismos. La meta de Otro mundo es posible tiene más que ver
con la moral que con la ciencia, en realidad la ciencia no tiene nada que decir
pues se mueve en otro ámbito. La idea de que la moral debe acompañar al mandato
histórico de las contradicciones en el capitalismo era propia de quienes creían
que el desenlace de Otro mundo sería el resultado inevitable de una fuerza
mecánica. Por el contrario, somos nosotros mismos los que decidimos lo deseable,
la bondad de la sociedad por la que luchamos, no somos prisioneros del
desarrollo
de las fuerzas productivas. A tal punto que la posibilidad de alcanzar realmente
una nueva sociedad -en nuestras vidas- se vuelve secundario en la biografía de
cada persona frente a la importancia del impulso de luchar por ella.
Ya no se trata de hacer de la crítica económica y de la propiedad el núcleo duro
desde el que se construye una sociedad ideal, sino de desplegar una crítica
multilateral que atienda a todos los aspectos de la condición humana y de la
vida
en sociedad. En esta nueva época, el ideal de la solidaridad se convierte en un
paradigma central –no el único- para una nueva realidad social, para una nueva
civilización de civilizaciones. La solidaridad como fuerza, como motor, frente a
ese motor que ha dado tanto éxito al capitalismo como es el afán de hacer
negocios; esto es, la civilización de la solidaridad expresada en la libertad,
la
igualdad y la democracia social y participativa; ideas-fuerza que son los
materiales morales y políticos del movimiento altermundialista que avanza
discutiendo, fracasando, aprendiendo y movilizándose.
La solidaridad no es, en todo caso, ni de lejos, el estado natural de la
sociedad. Es el humanismo expresado como crítica y construcción que sólo puede
desarrollarse desde la radicalidad e inflexibilidad frente a toda opresión. Es
una tensión permanente en favor de la igualdad, de la libertad, del feminismo,
de
la ecología... En el núcleo humanista late el deseo de felicidad; toda la lucha
por la posibilidad de Otro mundo busca el fin de la infelicidad en la esfera de
lo posible. Esta visión significa un pensamiento y una acción que afronte
críticamente el Estado y las prácticas políticas predominantes en Occidente, la
dualización de la sociedad y la explotación, las relaciones entre las personas y
entre los sexos, el insensato uso de los recursos naturales, la hostilidad de la
gran ciudad actual -como síntesis superior de la civilización occidental-, el
trabajo, el empleo del tiempo y el ocio, el sistema mundial y la división Norte-
Sur, los medios de comunicación, la humillación de algunos grupos étnicos... La
solidaridad significa humanizar la sociedad deshumanizada, humanizar la política.
Son numerosos los hilos de reflexión que se pueden escoger: el crecimiento
selectivo, la decisión democrática sobre qué producir, el trabajo como
satisfacción, nuevas pautas del consumo, la democracia genuina de los consumido-
res, una educación orientada al conocimiento y a la espiritualidad, el ingreso
anual garantizado, el fin del militarismo, el rescate democrático de la política,
la sociedad participante, la igualdad universal...
Solidaridad es también el derecho a soñar. La praxis humana exige la utopía, no
contemplada como diseño de la sociedad futura (resulta difícil pensar una
sociedad física), ni como perfección, ni como armonía, ni como verdad
universalizable (siguiendo la crítica de Isaiah Berlin), sino como rechazo de lo
existente, imaginación, sueño humano e impulso. No pensamos en una utopía
normativizadora, sino que pensamos en ella como tensión humana, como deseo de
ruptura. Pero, además, ¿no puede decirse que una meta utópica es más realista
que
el "realismo" de los ideólogos neoliberales? En cierto modo la izquierda tiene
un
destino utópico. Pero no porque confiemos necesariamente en el futuro, ni en las
virtudes de la especie humana, sino porque la utopía como inconformidad con lo
que existe y como esperanza de lo nuevo es la conveniencia de creer en algo
mejor. Nuestra sustancia moral, nuestro sentido subversivo, nuestro romanticismo
radical, no son sentimientos ajenos a la utopía.
La actual civilización occidental y el progreso, bajo la hegemonía del
neoliberalismo, extienden el individualismo alienante y la soledad (vivimos una
gran soledad en compañía), la angustia, el afán de acumulación, la
insatisfacción
espiritual, la frustración profesional, las relaciones contaminadas por el
interés particular, etc. La solidaridad es la rebelión a esta civilización
arcaica a condición de que se ejerza como asociación, cooperación entre iguales
y no relación jerárquica de un agente sobre otro. La solidaridad entonces no es
el actuar por compasión sino la expresión de un pensamiento radical que va a la
raíz de los problemas; de un pensamiento multidimensional; de un pensamiento que
concibe la relación entre el todo y las partes, como se da por ejemplo en las
ciencias ecológicas; de un pensamiento que considere la relación entre lo social,
la economía, lo cultural, la política, lo nacional; de un pensamiento que se
reconozca siempre inacabado y negocie con la incertidumbre. Podríamos decir que
hay seis fases secuenciales en la solidaridad concebida como fuerza de
transformación social: 1) concienciación, 2) organización-relación, 3) no
cooperación con el actual orden mundial, 4) confrontación-lucha contra las
dominaciones en sus diferentes manifestaciones, 5) creación de redes para el
asedio al neoliberalismo, 6) proponer alternativas en todos los órdenes.
La solidaridad como ideal civilizatorio o punto de encuentro entre
civilizaciones
es un paradigma de la resistencia frente al diagnóstico condenatorio de Samuel
Huntington que ve en el inevitable choque de civilizaciones una guerra entre
dioses justicieros, como denuncia Juan Goytisolo. Supone la recreación cotidiana
a través de la relación con el otro, de valores humanos que construyan nuevas
relaciones sociales, sentimentales, el diálogo y el afecto, la imaginación y el
gozo, una nueva mirada del mundo y de la vida. Esta solidaridad debería ser el
principio vector de una lucha implacable contra la pobreza y la marginación,
contra una desigualdad desbordante. Lo humano del hombre y la mujer es
desvivirse
por el otro hombre y la otra mujer, diría Levinas. ¿Un ideal ingenuo? No, más
bien es la última oportunidad. Como dice el tango el mundo está hecho una
porquería y sabemos lo que hay que hacer; se trata de cambiar la vida, no sólo
la
economía. El asunto consiste en asumir las consecuencias de esa lucha implacable
bajando del mundo de las ideas al mundo de la práctica. (2) Imanol Zubero lo
plantea de un modo tan lúcido como radical: “El proyecto socialista no puede
plantearse ya sólo en términos de emancipación. Si bien la política de la vida
supone emancipación, si la política emancipatoria es una política de
oportunidades de vida, la política de vida es una política de estilo de vida
(...) Es una política de decisión humana. Y por serlo, inmediatamente exige una
remoralización de la vida social, pone sobre el tapete aquellas cuestiones
morales y existenciales reprimidas por la modernidad. No es casualidad que todos
los movimientos sociales contemporáneos pongan énfasis en la cuestión del estilo
de vida y den nueva relevancia a los comportamientos individuales” (3). A esto
se
refiere precisamente Eduardo Galeano al poner el dedo donde duele: Cuanto más se
siente acorralado el mundo rico, menor es la posibilidad de que el aire circule
por todos los pulmones. Creo que el Norte tiene la certeza, o por lo menos la
sospecha, de que su propio modelo de vida es impracticable a escala planetaria.
¿Nos negamos, realmente, a asumir los costes que se derivan del compromiso de
luchar por la erradicación de la pobreza global? ¿Sabemos lo que hay que hacer
para intentar lograr la mayor igualdad posible pero no tenemos la voluntad real
de vivir de forma más austera?
Frente a la idea de ayuda de “los que tienen” a “los que no tienen” la
solidaridad es entonces la defensa innegociable de la vida digna de todos.
La solidaridad como paradigma del cambio tiene también hoy día unas
posibilidades
enormes. Frente a la bipolarización entre el Bien y el Mal que responde a una
doctrina perversa, administrada en el caso occidental por una derecha
fundamentalista norteamericana que adopta la lucha contra el islam como un
choque
de civilizaciones, la solidaridad ofrece el espacio de una relación dialógica
entre culturas desde el pleno respeto. Un espacio que se opone asimismo a
quienes
desde una interpretación guerrera y apocalíptica proclaman la guerra santa
islamista como un espejo que replica a los que mandan en Estados Unidos. La
solidaridad se erige en este escenario como una fuerza para derribar los muros
mentales y los del miedo, los muros del sectarismo y de la dialéctica violenta;
es como un abrazo entre Spinoza e Ibn Jaldún. Con urgencia la solidaridad nos
demanda acciones atrevidas de tender las manos a los otros frente a todo cuanto
empuja a la xenofobia, al racismo, a la exclusión, al cierre de las fortalezas.
Ello significa un nuevo internacionalismo, no etnicista, no blanco y cristiano,
sino un internacionalismo del siglo XXI capaz de globalizar una solidaridad sin
idioma hegemónico, sin espacio geográfico central, sin proyecto cultural único.
Es de esta manera que en el nuevo mundo subjetivo de la izquierda social y
política nos pregunta sobre qué clase de mundo queremos, qué vida es la deseable.
Ya no se trata de la vieja contradicción reduccionista entre modo y relaciones
de
producción. El asunto es mucho más ambicioso: se trata de crear una nueva
realidad con materiales liberados de doctrinas que subordinaban los valores, la
moral y lo que Zubero denomina política de la vida, a desarrollos tecnológicos y
movimientos de una historia mecánica que prometía el paraíso en la Tierra.
Notas
(1) Son interesantes las obras de Eugenio del Río “Crisis social y moral en
Occidente” 1991; “Crítica de la política en Occidente” 1992; “Disentir,
resistir. Entre dos épocas” 2001, todas ellas de Editorial Talasa. Madrid.
(2) Nota del autor: Con frecuencia hacemos de la solidaridad un discurso de
nuevos proyectos sociales, un valor en el mundo de las ideas, pero nos cuesta
una enormidad ser consecuentes en el mundo de la práctica cotidiana, con las
gentes cercanas. No vale ser solidarios con lo lejano si ante el otro de al
lado huimos de responsabilidades.
(3) Es de mucho interés la obra de Imanol Zubero “Las nuevas condiciones de la
solidaridad” 1994. Instituto Diocesano de Teología Pastoral de Bilbao.
- Iosu Perales es politólogo. Trabaja en la ONGD PTM-Mundubat.
https://www.alainet.org/es/articulo/112772
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