Amor y éxtasis
22/02/2006
- Opinión
La encíclica “Dios es amor”, la primera del nuevo Papa, sorprende
positivamente en muchos aspectos, a pesar del lenguaje florido, de
difícil comunicación con el público joven. Benedicto 16 rompe la
retórica mayestática, tan del gusto de Papas y cardenales, para
hablar en primera persona: “en mi primera encíclica deseo hablar del
amor”. Y lo hace recurriendo no sólo a autores cristianos, sino
también a clásicos paganos y a otros cuyas obras estuvieron
prohibidas por la Iglesia, como Platón, Aristóteles, Virgilio,
Gassendi, Descartes y Nietzsche.
El papado se pronuncia con nuevo acento. Nada de condenaciones,
escrúpulos o moralismos. El amor es encarado en su dimensión
totalizante, de interrelación con Dios, con el prójimo, con la
colectividad. No se retrae el autor ante los arrobamientos poéticos,
superando dualismos habituales en la tradición eclesiástica: “el amor
entre el hombre y la mujer, en el que concurren indivisiblemente
cuerpo y alma, sobresale como arquetipo del amor por excelencia, de
tal modo que, comparados con él, a primera vista todos los demás
tipos de amor palidecen”. Y exalta las “osadas imágenes eróticas” de
los profetas Oseas y Ezequiel, así como las del Cantar de los
Cantares.
Al criticar la visión platónica, tan frecuente en la tradición de la
Iglesia, el Papa hace un mea culpa: “Hoy no es raro oír censurar al
cristianismo del pasado por haber sido adversario de la corporeidad;
la realidad es que siempre ha habido tendencias en ese sentido”. Y
destaca que “ni el espíritu ama solo, ni el cuerpo: es la persona,
que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y
el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad es
que la persona se vuelve plenamente ella misma. Sólo de este modo es
como el amor -eros- puede crecer hasta su verdadera grandeza”.
Benedicto 16 evoca la pedagogía griega para traducir las dimensiones
del amor: el eros, la atracción arrebatadora que subyuga la razón; la
filia, el amor entre amigos; y el ágape, el cuidado del otro, el
sacrifico de sí, la apertura a lo trascendente. Este último plenifica
el amor e instaura, no “la inmersión en la embriaguez de la
felicidad”, sino el bien del amado. “Sí, el amor es Œéxtasis¹;
éxtasis, no en el sentido de un instante de embriaguez, sino como
camino, como éxodo permanente del yo cerrado en sí mismo para su
liberación en el don de sí y, precisamente de esta forma, para el
reencuentro de sí mismo, pero más aún para el descubrimiento de Dios”.
Benedicto 16 podría incluir una cuarta dimensión, la más envilecedora:
porno, el placer de uno mismo como resultado de la degradación del
otro.
El pontífice rechaza la antinomia entre eros y ágape. “Si se quisiera
llevar al extremo esta antítesis, la esencia del cristianismo
terminaría desarticulada de las relaciones básicas y vitales de la
existencia humana y constituiría un mundo independiente, considerado
quizás admirable, pero decididamente separado del conjunto de la
existencia humana”. Y enfatiza: en el fondo, el Œamor¹ es una única
realidad, aunque con distintas dimensiones; en cada caso, puede que
destaque más una u otra dimensión. Pero cuando ambas dimensiones se
separan completamente una de otra surge una caricatura o, en todo
caso, una forma reductiva del amor”.
La encíclica subraya esta dimensión tan acentuada por la teología de
la liberación: “Jesús se identifica con los necesitados: hambrientos,
sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados. ŒSiempre que
hicieran eso a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí mismo me lo
hacen¹ (Mateo 25,40). El amor a Dios y el amor al prójimo se funden
en un todo: en el más pequeñito encontramos al mismo Jesús y, en
Jesús, encontramos a Dios”.
En una definición primorosa el Papa afirma que “la naturaleza íntima
de la Iglesia se expresa en un triple deber: anuncio de la Palabra de
Dios (kerigma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia),
servicio de la caridad (diakonia)”. Pues “la Iglesia es la familia
de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra
por falta de lo necesario”.
En esa línea, el documento papal reconoce la pertinencia de la
crítica marxista, que contiene “algo de verdad”: “Es forzoso admitir
que los representantes de la Iglesia sólo lentamente se fueron dando
cuenta de que se metía en moldes nuevos el problema de la justa
estructura de la sociedad”. Así, en una defensa intransigente de la
autonomía de la política y de la laicidad del Estado, Benedicto 16
señala que, en la búsqueda de la justicia, “política y fe se juntan”
y deja claro que “no pretende otorgarle a la Iglesia poder sobre el
Estado; ni quiere imponer, a quienes no comparten la fe, perspectivas
y formas de comportamiento que le pertenecen a ésta”.
La Iglesia no puede pretender confesionalizar el mundo de la
política, ni éste puede querer reducir la religión al ámbito de la
sacristía: “La Iglesia no puede ni debe tomar en sus propias manos la
batalla política para realizar la sociedad más justa posible. No
puede ni debe colocarse en el lugar del Estado. Pero tampoco puede ni
debe quedarse al margen de la lucha por la justicia”. Ni se haga del
ejercicio de la caridad una táctica de proselitismo: “Quien realiza
la caridad en nombre de la Iglesia procurará no imponer nunca a los
demás la fe de la Iglesia. Sabe que el amor, en su pureza y gratuidad,
es el mejor testimonio del Dios en quien creemos y por el cual somos
impulsados a amar”.
La encíclica del amor estaría más completa si estuviera
contextualizada en la actual coyuntura mundial, retomando la crítica
contundente que Juan Pablo 2º hizo del neoliberalismo, de la invasión
de Iraq, del neocolonialismo reflejado en el sangrante endeudamiento
de los países pobres, que constituyen impedimentos a la “civilización
del amor” soñada por Pablo 6º. (Traducción de J.L.Burguet)
Frei Betto es escritor, autor de “Alfabeto. Autobiografía escolar”,
entre otros libros.
https://www.alainet.org/es/articulo/114414
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