País de los juerguistas
05/03/2006
- Opinión
El carnaval fue, en tiempos pasados, una fiesta religiosa. Como revela su etimología, era (y todavía lo es, en otro sentido) el “festival de la carne”. En el triduo que antecede a la Cuaresma los cristianos se hartaban de carne; porque después del miércoles de ceniza pasaban 40 días en abstinencia, no sólo de filetes y chorizos, sino incluso de relaciones sexuales.
Con el tiempo el carnaval se transformó en jolgorio profano. Fiesta en que se bromea invirtiendo los papeles personales y sociales. El rostro cubierto con el antifaz del diablo o del político, el hombre vestido de mujer y la mujer con trajes masculinos, el rico en la calle en harapos, el pobre luciendo trajes imperiales.
Antes era una fiesta sana, en la que todos participaban. En cada ciudad del Brasil había grupos[1] , “cuerdas”, bailes, desfiles y carros alegóricos. En plazas y avenidas, adultos y niños se mezclaban en común alegría. Nadie iba a la calle preocupado por la bolsa o por la cartera. Era un carnaval sin drogas ni violencias, aunque siempre había quienes exageraban en la bebida y olían lanzaperfume[2].
Cambió el Brasil, cambiamos nosotros. Entretanto, el carnaval adquirió el carácter de locura. La difícil sobrevivencia redujo nuestro espacio de ocio, y el imperio de la televisión nuestro tiempo. La fiesta de Momo permaneció como momento de catarsis. Se busca el placer inmediato en el sexo y en la droga; la transgresión de los valores en la desnudez y en la irreverencia agresivas; la competencia exacerbada en la disputa de premios a las fantasías, a los grupos y, sobre todo, a las escuelas de samba.
Hoy el carnaval agoniza en las ciudades brasileñas. Es un feriado largo. Esclavizados por el icono electrónico, dejamos de ser participantes para quedarnos como meros (tele)espectadores. Desnudamos la fantasía del cuerpo para confinarla en la mente. Es la globalización del mironismo. Repantigados en un sofá, vemos a la mulata restregarse en nuestro video y volatilizarse en el carrusel de imágenes. Quedamos reducidos a la condición de clientes de una carnicería mágica, cuyas tajadas son pedazos de gente salpicados de confetis y purpurina.
Quedan ya pocos palcos: los sambódromos de Rio y de São Paulo, los tríos eléctricos de Salvador, los grupos de Olida. También allí el dinero supera al sonido ronco de la batería, los biennacidos ocupan el lugar de la gente (pobre) de los cerros, los temas y los bailarines son oscurecidos por el desnudo explícito. Lo llamativo de las escuelas, criadas en favelas y suburbios, queda para las estrellas globales y el narcisismo de aquellos que, convencidos de su esbeltez física o magnificados por la fama, se exhiben en las pasarelas de samba.
Nos sobra la tristeza de saber que nuestra única alegría es fijarnos en quien desfila para exaltar la victoria de todas las cervezas. Así, estamos condicionados a creer que la felicidad está al alcance de la mano, brilla como oro y refresca como nieve en este calor tropical: en el vaso, el líquido dorado coronado por la espuma blanca.
No es para menos: cerveza en las manos, una pelota en los pies rumbo a la copa del hexacampeonato y el gobierno eximiendo de impuestos a los inversores extranjeros para que nos traigan más dólares, ¿no merecemos el título de país de los juerguistas?
- Frei Betto es escritor, autor de “La mosca azul”, entre otros libros.
Traducción de J.L.Burguet.
Notas:
[1] La palabra técnica del carnaval es “blocos”, bloques.
[2] Recipiente cilíndrico, de vidrio o de metal, que contiene clorato de etileno perfumado mantenido a presión y lanzado de golpe, que se usa especialmente en el carnaval.
https://www.alainet.org/es/articulo/114494
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