Reflexiones en el día de la infancia agredida

Hacer de la infancia la patria infalible

11/06/2006
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“Ya es hora de sentarme
a la sombra de un libro.
Y ser niño.
Por haberme ausentado
de la infancia
un sauce está llorando
en todos los espejos de mi casa".
Juan Gonzalo Rose El día 12 de junio es el Día Mundial contra el Trabajo Infantil y el 4 de junio se dedica a la reflexión sobre los Niños Víctimas Inocentes de la Agresión, a lo cual contribuimos con el siguiente texto. 1. Introducción El niño es víctima invisible de la desorganización y caos en que viven muchas sociedades que se debaten en crisis, por su situación de subdesarrollo y dependencia. Y esto aún más que la mujer, que es otra de las sacrificadas, pero que siquiera su dolor aparece en los reportajes que se hacen en los mercados, o su penuria se patentiza al expresar su protesta en calles y plazas. El niño no aparece en los noticieros, ninguna cámara de televisión ingresa hasta los cuartos oscuros, hasta los patios y azoteas donde se lo confina después de los maltratos, después del desahogo que un padre o una madre inconscientes descargan sobre él. Porque siempre la cuerda se rompe por el punto débil e indefenso. Siempre lo que se afecta en situaciones de crisis es lo más tierno y sensible, y ahí en ese punto están precisamente los niños. Schopenhauer dividía la humanidad en niño, mujer y hombre, afirmando que este último es “el verdadero ser humano”. Si eso pensaba un filósofo, es decir un ser confrontado con las ideas, los valores y los principios, ¿qué podemos esperar de un ser humano cualquiera, agobiado de problemas, con familia que debe sostener, y que precariamente vive en el Cerro San Pedro del distrito de la Victoria, en Lima? Deduciendo de lo que predicaba Shopenhauer, podríamos estar devorando a los niños, crudos o cocidos, servidos en diversidad de potajes puesto que ellos no son verdaderos seres humanos. De allí que hay en estos momentos atroz sufrimiento en una gran mayoría de ellos, o porque ven a sus padres padecer o porque éstos descargan en ellos sus traumas y frustraciones, que se expresa en el castigo y en el maltrato físico y moral de que se los hace víctimas. Miradas así las cosas, ya es una pena para ellos la falta prolongada de sus padres en sus hogares, porque éstos tienen que recurrir al doble empleo para mantener a sus familias o, por el contrario, es una sanción su presencia amarga y hostil al interior de sus hogares. Lo mejor que debieran tener los niños -es decir sus padres- o no los tienen o los tienen pero mal. Y nosotros, los hombres, después de haber cometido una falta, un abuso, una ofensa contra el niño, no somos tan hombres como para ir y pedirle disculpas o perdón. Es más fácil arrepentirse ante la mujer, que hacerlo ante el niño, porque él “no es persona”, él no tiene poder, no recurre a ningún ardid ni subterfugio para hacer sentir al otro su infamia y su maldad. Tiene que tragar su resentimiento, tiene que reprimirse y desahogarse latigueando al suelo, apedreando un objeto, destrozando el juguete querido, haciendo rodar de una patada al gato, matando al pajarito en la escalera. Él será aquel adulto de mañana, o de pasado mañana, erizado y recubierto de púas, cavernícola y malvado, porque cuando era niño hicimos de él un cúmulo de resentimientos, un hato de rencor que tuvo que explotar tarde o temprano, acrecentando la violencia, haciendo subir al máximo el odio hacia su sociedad y su mundo. De allí, el feroz desarraigo de muchos jóvenes respecto a su realidad, su sociedad, su familia y hasta su propio país. Muchas veces salimos a protestar en las calles con nuestros carteles, en campaña loable por “lo mala que es la televisión”, “por la paz en contra de la guerra”, por “el consumo de drogas”, por aquellos problemas de afuera, “macros”, de política muy general. Pero por lo cotidiano, menudo y corriente, por aquello que está metido en nuestra casa y en el interior de nuestra ropa, bajo la piel que nos envuelve, por eso no clamamos alzando los brazos, eso no nos parece cuestionable, pasa como si nada, siendo más bien ahí donde está el verdadero problema. Se dice que los niños son el futuro de un país, pero es falso; son el presente en nuestra sociedad; ellos esperan una comprensión más razonable acerca de su mundo, reclaman urgentemente desvelo y cuidado, debiendo nosotros afrontar, con relación a todo ello, varios aspectos esenciales que enfocaremos sucintamente y que guardan directa relación con la condición de vida y las categorías de valor con que estamos actualmente viviendo. Algunos de dichos problemas son los siguientes: 2. Negamos al niño la condición de persona humana El primer asunto, y quizá el fundamental, es la negación de persona humana con que tratamos al niño en nuestra sociedad, actitud explícita o tácita, que tiene sus patronos y propugnadores ilustres, tan antiguos y modernos como Aristóteles o Schopenhauer. El primero pensaba que “el niño es un papel en blanco en el cual podemos escribir lo que se nos antoje”, infundio y hasta atrocidad dicha nada menos que por el maestro cuyo pensamiento ha prevalecido durante veinte siglos en la pedagogía y en el orden social; de allí que sea muy natural entonces pensar que el niño está para obedecer, acatar, hacer lo que otros determinan que haga. De allí que sea muy lógico imponerle nuestros gustos, no dejando que él decida por sí mismo; de allí que pensemos que él debe aprender de nosotros y grabar lo que se nos ocurra, como si fuese tabla rasa o borde de playa mojada, válida solo porque graba nuestras pisadas; de allí que pensemos que su cerebro es un recipiente vacío que nosotros llenamos indiscriminadamente, como si guardáramos objetos en un cajón o adoquines en la nevera, concepción que ahora es fácil ver que no sólo es errada sino totalmente inmoral. Pero, en vinculación a todo esto, hay algo más infame aún: exigimos que el niño sea lo que nosotros no pudimos ser. Le decimos: Yo quise ser médico (o ingeniero, abogado o lo que sea), pero no pude. Tú tienes que llegar a serlo”. Si ese padre no tuvo valor para ser aquello que quiso, ¿Qué derecho tiene entonces para imponer esta obligación a otra persona? Y es que esa es la cuestión: no damos todavía al niño la categoría de persona humana, con identidad, dignidad y capacidad de elegir. 3. Negamos al niño espacio y lugar Pero al niño no sólo le hemos abolido la condición de persona humana, sino que le negamos lugar, sitio y ambiente en donde estar. El no tiene espacio en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestro país: lo hemos expulsado, confinado, arrinconado, porque entre ceja y ceja hemos concluido o hemos adoptado el concepto de que éste es un mundo para nosotros los adultos, para hombres fuertes, para “machos”. O algo peor: actuamos así sin darnos siquiera el trabajo de tener el concepto, porque de lo contrario lo debatiríamos. Contaré al respecto lo siguiente: Una señora que vino de otro país a Lima me preguntó al tercer día de su visita y caminar por las calles de nuestra ciudad: “¿Dónde están los niños?” Esa pregunta me reveló una realidad nacional de espanto, cual es el confinamiento en que los tenemos: no van en los ómnibus, no pasean por las calles, no ingresan a los restaurantes, no corretean por las plazas. Claro, en ese momento no habíamos pasado aún por las esquinas en donde sí hay niños, pero en condición de mendigos: lustrabotas, limpiadores de lunas de autos, infladores de llantas en los grifos o de vendedores lastimeros en los vehículos de servicio público. Pero a punto estaba de decirle, recurriendo a un lugar común: – “Están en sus casas”. Pero me contuve, reaccionando a tiempo, porque íbamos a visitar a varios amigos en sus casas en donde temí -previéndolo- que no encontraríamos a ningún niño, sino a “la familia”, todos lógicamente adultos. Dicho y hecho. Así fue. No estaban los niños, ni siquiera los presentaron, no aparecieron por ningún lado. Ya de vuelta hacia su alojamiento me preguntó: – “¿Qué porcentaje de población infantil tiene el Perú?” – “Más del 50%” -respondí. – “¡No puede ser!” -me dijo- “debe haber un error, pues se ven menos niños que en países en donde la población infantil es mínima”. Y es que el niño en nuestra realidad se le confina, se le trata como elemento de tercera o quinta categoría, se le esconde porque no es presentable y el lugar adonde se le determina estar es el patio trasero, o la azotea junto a los trastos, los muebles y las cosas inservibles, o junto a las sirvientas –existen aún aquí personas a quienes llamamos de ese modo– o al lado de las abuelitas, si a éstas se las trata mal, por supuesto. El no puede estar en la sala porque está encerada, perfumada, lista para las amistades; porque allí él rompe la vajilla, desportilla los muebles, reordena las cosas a su modo; porque el orden y la consideración se ha establecido desde la perspectiva del adulto. Tiempo después, al caminar con mis hijos por la ciudad, he comprendido por qué Lima (y en realidad todo el país) está deshabitada por los niños y es que no hay condiciones para que los padres lleven consigo a los pequeños. Nuestras ciudades están hechas para hombres físicamente fuertes, agresivos y hasta inescrupulosos, porque cada paso en nuestras ciudades es una lucha a muerte que hay que sostener y vencer para pasar adelante, una batalla para apropiarse de un lugar, una guerra donde hay ganadores, pero más heridos, contusos y perdedores. 4. El súbdito y esclavo que tenemos en casa Otro problema no menos grave es la condición de súbdito y esclavo que hemos dado al niño en el interior de nuestras casas y hasta en las instituciones educativas dedicadas a ellos, hecho que se hace evidente en las órdenes que imponemos con increíble brutalidad, que implantamos con violencia y presión, con gritos, sobre quienes descargamos todo el peso de nuestro poder. Él es la indefensa persona que soporta las peroratas ofensivas, en las cuales les sacamos en cara que los mantenemos, les damos de comer, vestimos y educamos, que él es un gasto inútil y un bulto pesado sobre nuestros hombros. Le decimos a él todo lo que no consentimos jamás que nos lo diga alguien a nosotros ni siquiera el ser más querido. Por la centésima parte de lo que decimos a un niño, cualesquiera de nosotros encontraría justificación hasta para matar. Y le decimos a nuestro hijo (o hija) como desahogo de lo que no hemos tenido el coraje de decir al compañero de trabajo, al cual consideramos un sinvergüenza, o al jefe que nos maltrata y de quien sabemos mil deshonestidades. Sin embargo, con saña, alevosía y ventaja, se lo endilgamos al niño o niña. Y es que cuando damos órdenes a los infantes nos suponemos jefes, nos sentimos realizados porque tenemos, por fin, un súbdito y un menesteroso, un mandadero que nos llena de orgullo que esté siempre atento a obedecer lo que se nos ocurra, sin interesarnos en averiguar lo que pasa en su mente, si está dispuesto o no a hacer lo que dictaminamos, si halla o no razonable lo que le enviamos a ejecutar; y lo hacemos sin conocer su opinión, sin pedirle “por favor”, como hacemos con la dama o la señorita ante quien nos deshacemos de atenciones. – Anda y cómprame dos cervezas para celebrar con mi compadre. – No te acordaste de los cigarros. Vuelve por ellos. – ¿No ves que necesitamos vasos? ¡Y que estén limpios! – Trae bancas para sentarnos. 5. La violencia y el derecho que nos arrogamos de ejercerla Otra grave responsabilidad de la comunidad actual con relación al niño es la violencia física, moral y verbal que se ejerce en contra de él. Si descorremos esta cortina o destapamos este problema en sus reales términos, veríamos que nuestra sociedad llora y gime, porque es tan lacerante la condición del menor de edad, que nos oprime el alma conocerla y revelar esta condición en toda su crudeza. Ahora mismo, mientras escribo estas páginas, un niño se queja en la casa de al lado; suplica, pide perdón; luego escucho insultos de una persona mayor y gritos de dolor de parte del niño. La madre que es soltera, le pega inmisericorde, lo acusa de ladrón y que por culpa de él ha destruido su vida. Ella lo deja solo todo el día encerrado con su perro, mientras ella se va a trabajar. Desde la ventana del segundo piso cuando me asomo, me hace muecas, tratando de llamar la atención, apunta sus manos y hace como que me dispara y me mata. Yo le pregunto por su perro, a quien ha puesto por nombre “nimetoques”. Después que entro, está como una hora tirando cualquier cosa a nuestro patio queriendo comunicarse con alguien. Ya de noche llega la madre. Con frecuencia ella tarda, entonces él, que se llama Daniel, trepa hasta una pared y allí está durante varias horas esperando en silencio, ¿Con qué angustia en el corazón –digo yo– esperará ese niño a su madre? Pero cuando ésta llega, algo encuentra mal y descarga todo su furor en el pequeño de apenas 8 años. En un reportaje a diversos niños del Perú, uno de ellos que trabaja de lustrabotas y tiene 8 años, como Daniel, dijo estas palabras: “No soy malo, porque si no nadie me quiere; pero tampoco soy bueno, porque si no abusan de mí”. Esta es, lamentablemente, la condición de muchos niños en nuestro país: la de adultos precoces, la de doctores prematuros en cómo manejar acomodaticiamente el bien y el mal, la de conciencias perturbadas de lo atroz y terrible que resulta ser niño en estos tiempos aciagos. 6. Los condenamos y maltratamos por jugar “Nada es más importante que un niño”, escuché decir a un líder latinoamericano, principio que es natural y de sentido común; pero ¡qué lejano e ilusorio resulta todo ello cuando lo cotejamos con nuestra realidad!, en donde condenamos, castigamos, vilipendiamos a un niño hasta por ser niño, es decir, por su capacidad de recrear el mundo, de descubrir su realidad, de experimentar y construir, hechos que los niños alcanzan a través del juego. En nuestras casas, en la escuela, en la comunidad en que vivimos, niño juguetón es niño malcriado, “oveja negra”, "vergüenza de la familia”; porque queremos niños quietos; formales, súbditos; que no nos den problemas, que acaten y obedezcan, razón que hace que maltratemos, castiguemos y marginemos al niño, simplemente por su capacidad de ser despierto e inteligente frente al mundo. Rodrigo un día trajo su libreta de notas del colegio con 10 en conducta. Me preocupé, sin embargo tenía confianza en mi hijo. Me apersoné a ver lo que ocurría. El regente silbó de satisfacción. Oí que le decía: "Ya ves, ha tenido que venir tu papá". Y me mostró un bloque de papeletas sujetas con un agarrador de metal. "¿Cuáles son sus faltas?", pregunté. "Aquí están. Se las voy a leer. "Por hablar". "Por reír". "Por jugar". "Por salir del salón". "Por cantar". "Por conversar con su compañero". "Bueno –repliqué yo– me voy contento, porque tengo un hijo que habla, ríe, juega, sale del salón, canta, conversa; es decir está vivo. Le agradezco mucho señor". Incurrimos en aquello porque ignoramos que los hombres de éxito son aquellos que fueron muy expresivos de niños y ya de adultos realizan su trabajo como si fuera un juego, hecho que eso sólo es posible cuando en la niñez hubo experiencia plena de compartir y ser felices, de tener libertad para innovarlo todo. Si ordenáramos la educación, la familia y la comunidad -en donde fundamentalmente hay niños- en función de algo auténtico, tendríamos que hacerlo a partir de reconocer el juego como la clave fundamental para dicha organización, puesto que es lo que caracteriza al niño, dado que es la forma como él se relaciona armónicamente con el mundo. Así, todas las capacidades, habilidades, destrezas y proyecciones las tendríamos afloradas para poder conducir todo proceso, siendo el primer resultado nuestra propia redención porque el primer beneficiado de esa comprensión será el adulto. 7. Difícilmente nos comunicamos con el niño Otro aspecto igualmente fundamental, y que en este caso dejamos de hacer con el niño, es comunicarnos con él; que no es lo mismo a “hablar con él”, porque muchas veces hablamos para darle lecciones, pontificar acerca de las cosas, obligarlo a hacer algo que nosotros queremos que haga, hechos que indudablemente no son comunicación; porque ésta es una relación horizontal, de mutuo respeto, de expresar nuestras ideas y aceptar las ideas del otro. ¡Eso no hacemos! Nuestra relación o conversación con el niño es de consejeros, de “personas experimentadas” que van a prevenirle algo, prepararlo para la vida, etcétera, asuntos de los cuales el niño esta harto, que desprecia y abomina porque hemos perdido en el fondo “autoridad” ante él, porque conoce más que nadie nuestros dobleces y nuestras miserias, porque sabe que la ley es la del embudo: él debe ser bueno y correcto, pese a que los adultos nos portemos como patanes. El niño necesita comunicación, aunque él demuestre no quererla, de ser ya ese erizo enconchado en sí mismo, cerrado y no dispuesto a soltar prenda de lo que le embarga y atormenta, muchas veces porque tiene miedo, se espanta y teme establecer esa comunicación; porque ahí en su delante encuentra un abismo entre él y nosotros, abismo que los adultos ya no vemos ni reconocemos. ¿Nos importa ese miedo? Y, es más: Si lo sabemos, no lo aceptamos, porque tenemos también el prejuicio que todo miedo es debilidad. Y porque queremos hacer del niño un ser duro, sin escrúpulos, porque tememos que sea agredido, maltratado y hasta explotado y en esa inquietud hacemos de él un ser agresivo y un explotador. “Que triture, pero que no sea triturado”, es nuestro lema; tornándolos en esos seres llenos de púas, recovecos y espinas, tanto que nosotros mismos retrocedemos al verlos cuando ya son jóvenes. Pero hay otro aspecto de suma importancia y que guarda relación con este tema y es la otra expulsión, confinamiento y marginación, que se establece en la nula presencia del niño, en los medios de comunicación (siempre que no sea la utilización barata, comercial o el rol de telón de fondo, que se le da en las series sentimentales o en las propagandas que se difunden entre uno y otro programa); refiriéndonos con ello a espacios y contenidos preparados para recrear desde él y hacia él, la vida y el mundo. La razón de esa ausencia flagrante es muy simple, nos lo explica la siguiente respuesta, cierta; pero que deja patente su tremendo cinismo y que la ofrece un empresario cuando se le pregunta por qué no hay espacios para los niños en la radio y la televisión, y él responde: “La realidad del niño en los medios de comunicación es totalmente antieconómica”. 8. El derecho a la imaginación Para finalizar, precisaremos que hay un derecho de la persona humana, que lamentablemente no está considerado en ninguna declaración de principios de los Derechos del Hombre y que tampoco está reconocido en ninguno de los instrumentos siquiera formales que abogan por los derechos del niño, y es el derecho a la imaginación, a la ilusión y a la utopía, justo aquello que caracteriza y define al niño, y que no reconocerlo es como no darle carta de ciudadanía, porque un niño fundamentalmente es ciudadano de todo lo que es ideal. Tal derecho a la imaginación es contrario a los esquemas, a los programas preestablecidos, a las organizaciones verticales, como son los sistemas educativos actuales en nuestras sociedades. La imaginación es contraria a la miseria, sólo en parte determinada por la precariedad económica; porque la otra es la precariedad peor: la de las concepciones del mundo y la vida. Todo eso es lo que hizo gritar a Mark Twain: “¡Viva la ilusión!”. La imaginación es contraria a la pobreza estructural en que vivimos, es opuesta a este régimen de ordenamiento en el hogar, en la escuela y en la sociedad en que ahora nos debatimos, porque aquélla es creatividad, vida, generosidad; contraria al modelo de familia, a los padres y al mundo en que vivimos, y que es obligación hacer promesa y juramento de cambiar. De allí que prometámonos hacer una sociedad que adquiera los valores de la infancia, viviendo en la transparencia, en la nobleza del espíritu, en valores como la ternura y la felicidad. Prometámonos hacer del mundo un paraíso, donde el hombre se sienta niño sin recelos, que es una gracia y un don divino vivir; donde todo sea lozano y bello. Soñemos un país mejor; donde sobre lo valioso que es construyamos lo valioso que falta. Prometámonos llenarlo de ilusión, de sonrisas; en donde las calles sean claras y reluzcan como fuentes; en donde la gente confíe pasar una al lado de la otra persona; donde todos nos sintamos buenos y hermanados. Soñemos un país mejor y marchemos hacia la utopía, buscando la forma de hacerla posible ajustando las cargas en el camino. Un país en donde a cada paso entonemos el canto a la vida. Y será así porque hemos vuelto a ser niños; y lo somos cuando sonreímos. Porque sólo siendo niños podremos sentir la aurora y enarbolar en lo más cimero la esperanza. Fuente: Instituto del Libro y la Lectura INLEC del Perú
https://www.alainet.org/es/articulo/115622?language=es
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