El ALCA y el asalto a la democracia latinoamericana.
30/05/2005
- Opinión
En este trabajo quisiéramos examinar un aspecto no demasiado
tenido en cuenta cuando se discute el ALCA: sus implicaciones
para los laboriosos, difíciles e incompletos procesos de
construcción de un orden democrático en América Latina. Como es
sabido, el ALCA es, por una parte, la culminación de un proyecto
imperial, la \"constitucionalización\" de la dependencia y la
dominación colonial que de facto los Estados Unidos ejercen
sobre gran parte de América Latina. Por eso mismo se trata de
algo que va más allá de la economía o los asuntos meramente
comerciales. Que los negociadores norteamericanos y sus aliados
en la región lo presenten de esa manera es bien comprensible,
porque de ese modo ocultan lo esencial, lo inconfesable: el
proyecto de dominación imperial. Sería imperdonable, pero, que
los críticos latinoamericanos no denuncien esa maniobra y que
acoten sus cuestionamientos a los asuntos más específicamente
comerciales de la propuesta, perdiendo de vista su significado
más profundo. Lo peor que podría ocurrirnos es caer en la
trampa de una discusión \"economicista\" del ALCA; o suponer que
se podría \"negociar mejor\" una iniciativa que, cualesquiera sean
sus formas de manifestación, jamás dejará de ser la tentativa de
legalizar irreversiblemente el orden neocolonial que oprime a
nuestros pueblos y ante la cual es absurdo pensar que se puede
llegar a un \"buen arreglo\" o a un \"compromiso razonable\" entre
los intereses de ambas partes, la potencia imperialista y los
pueblos sometidos.
Pero el ALCA no sólo es la cristalización del proyecto de
dominación de los Estados Unidos a comienzos del siglo
veintiuno. También es el instrumento diseñado para tal fin y,
en cuanto tal, reviste un carácter utilitario y coyuntural.
Esto quiere decir que para el logro de los objetivos globales
del imperialismo en esta parte del mundo -inscriptos en su
\"destino manifiesto\" y consagrados desde hace casi dos siglos
por la Doctrina Monroe- el ALCA es un dispositivo más. Si
funciona, la Casa Blanca lo utilizará hasta sacarle el máximo
provecho coagulando las asimetrías estructurales que
caracterizan las relaciones hemisféricas. Si, por el contrario,
comprueba que es inservible, lo desechará con la fulminante
rapidez conque los estadounidenses dejan de lado aquello que no
les es útil y rápidamente buscarán algo que lo reemplace.
Conviene tener en cuenta esta observación porque, por lo que
estamos viendo en la región, ante los crecientes obstáculos y
resistencias con que tropieza el ALCA Washington ha optado por
una estrategia flexible que tiene dos componentes: por un lado,
avanzar hasta donde se pueda con la propuesta original del ALCA
y si esto resultara inviable, avanzar en la concreción de un
ALCA más acotado, el llamado \"ALCA light.\" Pero si estas
negociaciones se estancan el imperialismo avanza mediante la
firma de una serie de tratados de libre comercio binacionales
(Chile, por ejemplo, que fue quien primero se ofreció para
cerrar un tratado de ese tipo ante las vacilaciones y
resistencias de los países de la región ante el ALCA); o
tratando de firmar tratados regionales (con Centroamérica y
República Dominicana, o con los países andinos: Colombia, Perú y
Ecuador). Es preciso pues evitar caer en actitudes
triunfalistas que a partir de la comprobación de que el ALCA no
se inició en la fecha señalada, el 1° de Enero del 2005, lleguen
a la errónea conclusión de que el proyecto está archivado. Nada
de eso: lo que fracasó fue un instrumento, pero el proyecto
sigue su curso, sólo que por otras vías. El imperialismo jamás
se llama a descanso.
Una ojeada a nuestra experiencia democrática
Hechas esas aclaraciones veamos entonces lo que el ALCA
comporta para el futuro de las democracias latinoamericanas.
Una aproximación al tema, por somera que sea, revela que a más
de veinte años de reconstrucción democrática el panorama de la
región no podría ser más desolador, lo que demuestra
inapelablemente la irreconciliable contradicción existente entre
capitalismo y democracia. Contradicción que, si bien se suaviza
un tanto en tierras europeas, adquiere entre nosotros una
virulencia muy especial. Y esto es así puesto que la situación
de subordinación estructural en que la sociedad capitalista
coloca a la abrumadora mayoría de la población -que debe
(mal)vender su fuerza de trabajo para (sobre)vivir- es
incompatible con el principio de igualdad sobre el cual se funda
la doctrina democrática. Por ello una genuina democracia sólo
puede construirse sobre el terreno de un modo de producción
post-capitalista. Mientras haya capitalismo estas serán las
democracias que tendremos, las que producen \"líderes\" como
Reagan, Bush Jr., Berlusconi, Aznar, Blair y, entre nosotros,
Moscoso, Menem, Flores, Carlos Andrés Pérez, Salinas de Gortari
y algunos otros que, pese a su más cuidada apariencia y a los
artificios de los mercaderes de imágenes, en el fondo son casi
lo mismo.(1)
El precio de la resolución de esta contradicción entre
capitalismo y democracia ha sido la degradación de nuestras
aspiraciones democráticas a un mínimo absoluto: el montaje de un
mecanismo formal, fuertemente condicionado por los lobbies de
las clases dominantes y el imperialismo, y que apenas permite la
elección de un funcionario que pese a su pomposo nombre,
\"presidente de la república\", asume su cargo privado casi por
completo de poderes, atribuciones y prerrogativas para cumplir
con la fórmula que según Abraham Lincoln definía a la
democracia: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Esta minusvalía tiene orígenes bien precisos: la persuasión que
carcome a la dirigencia política latinoamericana de que sólo se
podrá \"gobernar bien\" si se cosecha el aplauso de los ricos y
poderosos, la sonriente complacencia de los \"expertos\" del FMI y
el Banco Mundial, la lisonja de la prensa económica
internacional y la clamorosa ovación en Davos. El reverso de
esta deplorable medalla es la acendrada \"demofobia\" que
caracteriza a ese liderazgo, el pánico que les infunde la
participación, movilización y organización de los sectores
populares. Se trata por eso mismo de \"democracias de bajísima
intensidad\", secuestradas por los grandes intereses económicos,
sometidas a los caprichos de Washington y que conciben al buen
gobierno como la \"gobernanza\", neologismo creado por los
epígonos del Banco Mundial para designar a las prácticas de los
gobiernos que actúan exclusivamente movidos por su aspiración de
servir a los mercados. Es obvio que, bajo estas condiciones,
las perspectivas de tener un gobierno decente son completamente
ilusorias. Veamos entonces, en primer lugar, la imagen pública,
la percepción social de lo que ha logrado la democracia en
nuestra región, para luego internarnos en un análisis más
estructural.
Vox populi, vox Dei
Conviene meditar sobre este viejo aforismo de la república
romana, que tanta importancia le asignaba a la opinión de la
plebe. Mediciones hechas por Latinobarómetro (sobre una muestra
de algo más de 19.000 personas en dieciocho países de América
Latina) aportan algunos datos interesantes que permiten calibrar
los alcances de la frustración de las expectativas populares en
relación a la democracia. En el año 1997 el 41 % de la
población de la región declaraba sentirse satisfecha con el
funcionamiento de la democracia, pero a partir de entonces dicha
proporción comienza a descender hasta llegar, en el 2001, a un
25 % de la población. A partir de ese momento se insinúa una
leve recuperación hasta llegar, en el 2004, a un 29 % de
satisfechos. Esto representa, para el período 1997-2004, una
disminución de doce puntos porcentuales en el índice de
satisfacción con la democracia. En este mismo período hubo sólo
tres países en los cuales esta tendencia no se verificó:
Venezuela, Brasil y Chile que, en ese orden, experimentaron un
crecimiento en la proporción de satisfechos del 7, 5 y 3 por
ciento respectivamente. Por el contrario, quienes sufrieron una
caída más abrupta fueron el México foxista y Nicaragua, con una
pérdida cercana a los treinta puntos.
Vistas las cosas desde otra perspectiva, si en 1997 había
sólo dos países en donde más de la mitad de la población
expresaba su satisfacción con el funcionamiento de la democracia
(Costa Rica, con 68 % y Uruguay, con 64 %), en el 2004 ya no
quedaba ninguno. El desencanto con las democracias \"de baja
intensidad\" hizo que la proporción de satisfechos costarricenses
descendiera al 48 %, veinte puntos menos que en 1997, al paso
que en el Uruguay de Jorge Batlle, de tan infausta memoria, la
caída fue de diecinueve puntos porcentuales, para quedar en un
45 % de la población. En el México foxista (que tantas
esperanzas había despertado en un confundido sector de la
intelectualidad de izquierda que creyó que con el advenimiento
del PAN se produciría el dichoso \"cambio de régimen\" que,
finalmente, abriría las puertas a la democracia política) sólo
el 17 % de la población compartía tan bellas expectativas, una
vertical caída desde el 36 % que existía cuando, en el 2000,
Vicente Fox inauguraba su mandato. Chile, a su vez, exhibe una
desconcertante paradoja: el país considerado el modelo por
antonomasia de lo que debe ser la democracia registra una
elevada proporción de gentes ingratas y disconformes, que no
encuentran en las prédicas de los organismos financieros
internacionales y la prensa económica mundial razones
suficientes para sentirse satisfechos con su democracia: en 1997
sólo un 37 % lo estaba con las políticas de \"la izquierda
racional y responsable\" de la Concertación tan alabada por
aquellos. Luego de un brusco descenso al 23 %, registrado en al
año 2001, se produjo una recuperación que, para el 2004, había
elevado la proporción de los satisfechos al 40 %, de todos modos
una cifra bastante inferior a la mitad de la población. En el
Brasil de Fernando H. Cardoso, un verdadero campeón del
discurso democrático, la proporción de los satisfechos fluctuó
entre el 20 y el 27 por ciento durante sus dos mandatos
presidenciales, una marca que no puede alimentar demasiado
orgullo que digamos. Luego de dos años de gobierno de Lula la
cifra de los satisfechos se estabilizó muy levemente por encima,
en el 28 %. En 1998, cuando todavía no se despejaban los
vapores embriagantes que impedían visualizar los tenebrosos
contornos del \"milagro económico\" argentino -proclamado urbi et
orbi por Michel Camdessus en su fatídico discurso de despedida
como Director Gerente del Fondo Monetario Internacional- los
satisfechos con el funcionamiento de la democracia eran un 49 %
de la población. Esa cifra luego descendería al 20 % en el 2001
y a un raquítico 8 % en el 2002, luego de las jornadas del 19 y
20 de Diciembre del 2001.(2)
Dados tales antecedentes no sorprende entonces comprobar
que el apoyo al régimen democrático, no ya la satisfacción con
su funcionamiento, haya también descendido en esos mismos años:
si en 1997 quienes creían que la democracia era preferible a
cualquier otra forma de gobierno constituían el 62 % de la
población latinoamericana hacia el 2004 este guarismo se había
reducido al 53 %. No obstante, el mismo informe de
Latinobarómetro observa que un 55 % de la muestra
latinoamericana manifestó estar dispuesta a aceptar un gobierno
no democrático si es que éste demostraba ser capaz de resolver
los problemas económicos del país. En este marco de declinante
legitimidad democrática, producto de las políticas reaccionarias
implementadas por gobiernos supuestamente democráticos, debe
destacarse que sólo tres países registraron un aumento en el
apoyo a la democracia. El caso más destacado fue Venezuela,
donde esta proporción pasó del 64 al 74 % entre 1997 y el 2004.
Este notable desempeño, que coloca a este país a la cabeza de
sus vecinos latinoamericanos, contrasta llamativamente con las
reiteradas denuncias de la administración norteamericana acerca
de la debilidad institucional de la democracia en Venezuela, la
naturaleza ilegítima del poder presidencial y otras
descalificaciones por el estilo. ¿Qué habría que decir entonces
de gobiernos como el de Alejandro Toledo, en el Perú, en donde
sólo el 7 % de la población se manifiesta satisfecho en relación
al funcionamiento de la democracia? ¿O el del ex-presidente
Lucio Gutiérrez, en donde sólo el 14 % de la población
manifestaba estar satisfecho con el funcionamiento de la
democracia en Ecuador? Sin embargo, sería vana cualquier
tentativa de encontrar en declaraciones de la Sra. Condoleeza
Rice mención alguna acerca de la debilidad del impulso
democrático en dos países cuyos gobiernos dieron reiteradas
muestras de sumisión ante el amo imperial. El famoso doble
standard inaugurado como política de Estado por Franklin Delano
Roosevelt cuando dijera, de Anastasio Somoza padre: \"es un hijo
de puta, pero es nuestro hijo de puta\" perpetúa su vigencia a lo
largo de los años y reaparece con más fuerza que nunca durante
el gobierno de George W. Bush Jr.
Recapitulando: la desilusión democrática que prevalece en
nuestros pueblos está lejos de ser un rasgo \"autoritario\" de
poblaciones visceralmente adictas a formas políticas despóticas
y caciquiles, como lo asegura el discurso de una antropología de
fuerte impronta colonialista. En realidad, se trata de la
respuesta lógica y racional ante un régimen político que, al
menos en su concreción latinoamericana, dio muestras más que
evidentes de estar mucho más preocupado por el bienestar de los
ricos y los poderosos que por la suerte de los pobres y
oprimidos. Los datos recogidos en la misma encuesta a la que
nos estamos refiriendo permiten corroborar esto más allá de toda
duda. Cuando se le preguntó a los entrevistados si estaban
satisfechos con el funcionamiento de la economía de mercado
quienes respondieron afirmativamente constituían apenas el 19 %
de la muestra. Es decir, menos de uno de cada cinco
latinoamericanos manifiesta su satisfacción ante la economía de
mercado. Si se toman los datos a nivel nacional se observa que
en ningún país de la región esta cifra incluye a la mayoría de
la población, pese a lo cual los gobiernos se cuidan de someter
el asunto a discusión o de pretender indagar las razones de
tanto descontento. En el país donde se registra mayor número de
satisfechos, Chile, la proporción de los que así opinan apenas
alcanza el 36 %, una clara minoría frente a quienes manifiestan
una opinión en contrario. En la medida en que las democracias
latinoamericanas tienen como objetivo supremo garantizar la
\"gobernabilidad del sistema político\", esto es, gobernar en
consonancia con los dictados del mercado, nadie puede
sorprenderse que ante las críticas que suscita el funcionamiento
de estos últimos se produzca un \"efecto contagio\" que termine
deslegitimando también a nuestras \"democracias de bajísima
intensidad\".
Consenso de Washington y democracia
Si pasamos del análisis de la opinión pública al estudio de
las cuestiones más estructurales de las democracias
latinoamericanas fácil es comprobar el alarmante debilitamiento
sufrido por éstas a causa del efecto corrosivo de las políticas
del Consenso de Washington. Lejos de haber consolidado nuestras
nacientes democracias, aquéllas operaron en un sentido
exactamente inverso, y las consecuencias se sienten todavía hoy.
Es por eso que luego de un período de más de dos décadas los
logros de los capitalismos democráticos latinoamericanos no
lucen como demasiado excitantes ni atractivos. La sociedad
actual es más desigual e injusta que la que le precediera. Si
entre 1945 y 1980 los países latinoamericanos experimentaron un
módico progreso en dirección de una cierta mayor igualdad
social, y si en ese mismo período experiencias de distinto tipo,
desde variantes del populismo hasta algunas modalidades del
desarrollismo, se las ingeniaron para sentar las bases de una
política que en algunos países fue fuertemente \"inclusionista\" y
tendiente a \"ciudadanizar\" a grandes sectores de nuestras
sociedades otrora privados de todo derecho, el período que se
inicia a partir de la crisis de la deuda y la reinauguración de
la democracia tiene un signo manifiestamente contrario, casi
diríamos que resueltamente reaccionario. Y esta es la gran
paradoja: Latinoamérica entra por este sendero de regresión
social de la mano de la democracia. En esta nueva fase,
celebrada por los publicistas neoliberales como la definitiva
reconciliación de nuestros países con los inexorables
imperativos del mercado y la globalización, viejos derechos –
como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad social–
fueron abruptamente \"mercantilizados\" y convertidos en
inalcanzables mercancías, lanzando a grandes masas de nuestras
sociedades a la pobreza y la indigencia.
Al mismo tiempo, las precarias redes de solidaridad social
fueron demolidas al compás de la precarización laboral y la
fragmentación social ocasionada por las políticas económicas
ortodoxas y, por otro lado, por el desenfrenado individualismo
promovido por los nuevos valores dominantes que proyectaban los
amos del mercado tanto como la dirigencia política que comandaba
estos procesos. Como si lo anterior fuera poco los actores
colectivos y las fuerzas sociales que en el pasado canalizaron
las aspiraciones y las demandas de las clases y capas populares
–los sindicatos, los partidos populistas y de izquierda, las
asociaciones populares, etc.– fueron debilitados o simplemente
satanizados y barridos de la escena pública. De este modo los
ciudadanos de nuestras democracias se vieron atrapados por una
situación paradojal: mientras que en el \"cielo\" ideológico de
las nacientes democracias se exaltaba la soberanía popular y el
amplio repertorio de derechos consagrados por la nueva
institucionalidad, en la prosaica \"tierra\" del mercado y la
sociedad civil los ciudadanos eran despojados prolijamente de
todos y cada uno de esos derechos por medio de crueles y
acelerados procesos de \"desciudadanización\" que los excluían de
los beneficios del progreso económico y la democracia y los
condenaban a la pobreza y la indigencia.
En nuestros países, en suma, la democracia se ha convertido
en ese \"cascarón vacío\" del que tantas veces ha hablado Nelson
Mandela, en donde medra una clase política cada vez más
irresponsable y corrupta, indiferente ante la suerte de la
ciudadanía y dócil sirviente de los designios del mercado. Que
esto ya es así lo demuestran hasta el cansancio las cifras
presentadas más arriba, que hablan de la inconformidad pública
ante el funcionamiento de la democracia y la enorme desconfianza
popular ante la clase política, los partidos y los parlamentos,
fenómenos éstos que se registran en cada uno de los países de la
región si bien en no todos los casos con similar intensidad.
En términos más generales podría decirse que lo que ocurre
es que, en el nuevo contexto ideológico signado por el primado
del neoliberalismo, la participación ciudadana en la cosa
pública fue sistemática y sutilmente desalentada. La
\"norteamericanización\" de la política latinoamericana es ya
claramente visible en las insulsas campañas electorales; el
papel decisivo ocupado ya no por las ideas y propuestas
políticas sino por \"la imagen\" del candidato –y ahí aparecen los
hechiceros de la imagen, que \"venden\" candidatos presidenciales
apelando a las mismas técnicas con que se vende pasta dental-;
la dilución ideológica de la competencia electoral; la obsesión
de los grandes partidos por ocupar el \"centro\" del espectro
ideológico, y el primado de la video-política, con sus insípidos
discursos y sus rebuscados estilos publicitarios, todo lo cual
no puede sino promover la indiferencia y la apatía políticas.
Estas últimas son típicas de la vida pública de Estados
Unidos, y lejos de ser rasgos circunstanciales, obedecen al
diseño constitucional forjado por los padres fundadores de la
constitución norteamericana que no ahorraron argumentos para
desalentar, o impedir, la participación de la plebe en los
asuntos públicos. Así, Estados Unidos es el único país del
mundo en el que las elecciones –presidenciales, legislativas o
de gobernadores– se realizan en días laborales. No hay feriado
que facilite la participación ciudadana en el acto electoral.
El supuesto es que la obligación de votar sólo corresponde a
quienes no están sujetos a una relación de dependencia laboral.
En otras palabras, no hay el menor interés en que el pueblo
acuda masivamente a las urnas. Más que un derecho se trata de
una obligación de la clase dirigente y sus grupos y sectores
sociales aliados, que por definición no están sujetos a los
rígidos horarios de los asalariados. Son ellos los que deben
votar, no los otros. En el caso latinoamericano, el desaliento
a la participación política tiene que ver en primer lugar con la
satanización experimentada por el Estado y, junto a él, por todo
lo perteneciente a la esfera pública. La propaganda neoliberal
ha cosechado un gran éxito al hacer que la esfera pública sea
percibida como un ámbito en donde prevalecen la corrupción, la
venalidad, la irresponsabilidad y la demagogia. Un lugar, en
síntesis, en el que ninguna persona honesta debería preocuparse
por estar. Este proceso contrasta vivamente con la simétrica
exaltación de las virtudes del mercado y, posteriormente, de la
\"sociedad civil\", concebida ésta sin ninguna de las
diferenciaciones clasistas, sexistas y racistas que la marcan
indeleblemente en los capitalismos contemporáneos.
A lo anterior habría que agregar dos consideraciones
adicionales: el hecho de que las estrategias colectivistas de
intervención política hayan caído igualmente en desgracia en
favor del acérrimo individualismo que prevalece en los mercados
y la banalización de la política y de las instancias
participativas de la ciudadanía –ejemplificados en la dictadura
de los mercados y en el hecho de que éstos, como lo recordaba
George Soros en vísperas de la última elección presidencial en
Brasil, \"votan todos los días\"– terminó por ahuyentar a los
ciudadanos de los comicios y promover la \"privatización\" de sus
actividades. Si todos los partidos elaboran un mismo discurso,
si todos pretenden captar un supuesto \"centro\" político e
ideológico, si nadie quiere diferenciarse y exponerse a la
condena de los dueños del dinero, y si todos se empeñan en
gobernar en función de los dictados del mercado, ¿para qué
molestarse en buscar información, registrarse e ir a votar?
La mercantilización universal y la destrucción de las
democracias
En suma: difícilmente podría sostenerse que un \"paraíso
neoliberal\" de las características que conocemos en nuestra
región, y que sin duda se vería extraordinariamente reforzado
por el ALCA, sea demasiado propenso al desarrollo de una
sociedad integrada y sin exclusiones, o al sostenimiento de la
democracia política y la participación ciudadana en la vida
pública. Más bien parecería ser el escenario propicio para el
resurgimiento de nuevas formas de despotismo político. En
consecuencia, las insustanciales democracias de América Latina
están sufriendo los embates no ya de las \"reformas orientadas al
mercado\", como eufemísticamente se las llama, sino de una
auténtica contrarreforma social dispuesta a llegar a cualquier
extremo con tal de preservar y reproducir las estructuras de la
desigualdad social y económica de nuestra región, con todos los
privilegios que ellas representan para los grupos dominantes.
Esta contrarreforma tiene por objetivo declarado hacer que los
rigores del mercado actúen como incentivos para motivar
conductas supuestamente más racionales e innovadoras de los
agentes económicos. Esta es la línea fundamental de los
razonamientos de Friedrich von Hayek, y su intransigente prédica
en contra del igualitarismo y el colectivismo. En sus propias
palabras: \"la desigualdad, insoportable para tantos, ha sido
necesaria para lograr el nivel de rentas relativamente alto de
que hoy disfrutan en Occidente la mayoría de las personas.\" (3)
Por eso no cabe la menor duda de que, tal como lo ha observado
Gosta Esping-Andersen en repetidas ocasiones, un buen indicador
de la mayor o menor justicia social existente en un país está
dado por el grado de \"desmercantilización\" de la oferta de
bienes y servicios básicos requeridos para satisfacer las
necesidades de los hombres y mujeres concretos que constituyen
una comunidad.
La \"desmercantilización\" significa que una persona puede
sobrevivir sin depender de los caprichosos movimientos del
mercado. Ella \"fortalece al trabajador y debilita la autoridad
absoluta de los empleadores. Esta es, exactamente, la razón por
la cual los empleadores siempre se opusieron a ella.\"(4) Allí
donde la provisión de la educación, la salud, la vivienda, la
recreación y la seguridad social –para citar las instancias más
corrientes– se encuentre liberada de los sesgos clasistas y
excluyentes introducidos por el mercado, será posible contemplar
los contornos de una sociedad más justa y de una democracia más
robusta. La otra cara de la mercantilización, que es la esencia
de la propuesta del ALCA, es la exclusión, porque ella significa
que sólo quienes tienen dinero suficiente podrán adquirir bienes
y servicios que en otras sociedades son inherentes a la
condición ciudadana. Por el contrario, allí donde aquellos
dependan del desigual acceso de sus habitantes en función de sus
recursos económicos –es decir, ya no más concebidos como
derechos ciudadanos de universal adjudicación– tropezaremos con
la injusticia y todo el repertorio de sus aberrantes
manifestaciones: indigencia y pobreza, desintegración social y
anomia, ignorancia, enfermedad, las múltiples formas de la
opresión y sus deplorables secuelas. Los países escandinavos y
América Latina muestran los contrastantes alcances de esta
dicotomía: por una parte, una ciudadanía política efectiva que
se asienta sobre la universalidad del acceso a bienes y
servicios básicos concebidos como una suerte de innegociable
\"salario del ciudadano\" ya incorporado al \"contrato social\" de
los países nórdicos y, de manera un tanto más diluida, al de las
formaciones sociales europeas en general. El \"salario del
ciudadano\" significa, en buenas cuentas, un certificado en
contra de la exclusión social porque garantiza por la vía
política e institucional el disfrute de ciertos bienes y
servicios que, ante la ausencia de tal instituto, deben adquirir
en el mercado aquellos sectores cuyos ingresos los facultan a
ello. Por el contrario, las \"nuevas democracias
latinoamericanas\", con su mezcla de inconsecuentes procesos de
ciudadanización política cabalgando sobre una creciente
\"desciudadanización económica y social\", culminan en una
ciudadanía formal y fetichizada, vaciada de contenido sustantivo
y segura fuente de futuros despotismos. De ahí que, al cabo de
tantos años de transiciones democráticas, tengamos democracias
sin ciudadanos, o democracias de libre mercado, cuyo objetivo
supremo es garantizar la ganancia de las clases dominantes y no
el bienestar de la ciudadanía.
El tiro de gracia: los \"Tribunales especiales\" y la liquidación
de la soberanía nacional.
Si algo demuestra el análisis volcado en las páginas
anteriores es la verdadera defraudación a la que ha sido
sometida la voluntad popular y las expectativas que nuestras
poblaciones tenían en el advenimiento democrático. Una
democracia sin ciudadanos, ni soberanía popular, ni
autodeterminación nacional. Una democracia que no redistribuye
la riqueza ni atiende a las necesidades de los más pobres, de
los oprimidos, de los explotados, de los excluidos. Un régimen
político que, por lo tanto, no merece ser llamado democrático.
Porque, según lo escribía Jean-Jacques Rousseau hace más de
doscientos años, la democracia es aquel régimen \"en el que nadie
está tan desprotegido como para tener que venderse, y nadie
tiene tanto dinero como para poder comprarlo\". En realidad, lo
que tenemos en América Latina, con las contadas excepciones de
Cuba y Venezuela, son plutocracias, gobierno de los ricos en
provecho propio. Esa es la raíz profunda de la apatía y
desafección política que impregnan nuestra vida política.
Con el ALCA, las enclenques democracias de la región verán
aún más disminuidas su capacidad de actuar en defensa del
bienestar público y los intereses generales de la nación, para
no hablar de la promoción de las clases y grupos sociales
oprimidos por la dictadura de los mercados. Un ejemplo de los
alcances de esta capitulación de las democracias ante el ALCA, o
los TLCs, está dado por la exigencia de que cualquier disputa
entre los países que firmen el acuerdo o entre alguno de éstos y
las firmas transnacionales deberá ser resuelta apelando a un
tribunal especial de mediación. Con esto se corona el proceso
de vaciamiento del Estado democrático y se le inflige la
estocada final a los restos de la soberanía nacional, ya
bastante maltrechos luego de veinte años de políticas
neoliberales, puesto que ni siquiera se va a poder administrar
justicia en el terreno económico.
En preparación del ALCA, en los años noventa los Estados
Unidos promovieron la firma de una serie de tratados, \"Tratados
Bilaterales de Promoción y Protección de las Inversiones
Extranjeras\". Estos tratados cristalizaban un acuerdo entre
estados, normalmente un Estado rico y otro pobre, débil y
dependiente, por el cual \"los inversores de cualquiera de los
países signatarios pueden recurrir a tribunales internacionales
para la resolución de diferendos o controversias con el estado
receptor de sus capitales\". Esto fue recibido por algunos
espíritus inocentes como un dato positivo, habida cuenta de la
tradicional reticencia de Washington a someterse a tribunal
alguno situado fuera del territorio de los Estados Unidos, por
ejemplo, la Corte Penal Internacional. Sin embargo, a poco
andar se develó la naturaleza de estos tribunales y se pudo
comprender las razones por las que los negociadores
norteamericanos insistían tanto en su aprobación.
Observando de cerca la propuesta se comprueba que mediante
la misma el inversor extranjero adquiere, por el solo hecho de
ser originario de una de las partes firmantes del tratado, un
status jurídico equivalente al del país receptor, pudiendo por
eso mismo demandarlo ante tribunales arbitrales internacionales.
Por consiguiente, la cesión de competencia y jurisdicción
nacional del estado receptor de la inversión extranjera, un
estado supuestamente democrático, convierte al agente privado,
al inversor extranjero en un nuevo sujeto del derecho público
internacional, consumando de este modo una verdadera
contrarrevolución en el derecho moderno al igualar un Estado con
un actor privado y, para más señas, extranjero.
Las cláusulas fundamentales incorporadas en los diversos
tratados firmados por los países latinoamericanos son,
sucintamente, las siguientes:
a) \"Asegurar un trato justo y equitativo\" a las
inversiones extranjeras, es decir, un tratamiento
igual al otorgado a las empresas de capital
nacional. Lo contrario sería introducir un
criterio no-mercantil y político de carácter
discriminatorio completamente inaceptable ante las
reglas del juego de la mundialización neoliberal.
b) Asegurar \"un trato idéntico\" al acordado a la
nación más favorecida. Esto implica que el estado
anfitrión deberá abstenerse de promover, con
estímulos especiales, inversiones de un tercer país
so pena de tener que extender esos alicientes a
todos los demás inversionistas.
c) \"Estabilización normativa\", esto es, garantizar el
derecho a rechazar la aplicación de una nueva ley,
norma o reglamento que pueda ser considerado
atentatorio contra los intereses de un inversor
extranjero. En tal caso, la firma afectada podrá
exigir la aplicación de la norma vigente a la firma
del tratado o del contrato firmado en su momento
con el estado receptor. Por lo tanto, el gobierno
democrático debe comprometerse a no revisar la
legislación existente, no importa cuales pudieran
ser las motivaciones para ello.
d) Garantizar la libre disponibilidad y remesa de
divisas.
e) Asegurar que el gobierno del país anfitrión abonará
compensaciones específicas por decisiones que
afecten a las inversiones extranjeras
(expropiaciones, nacionalizaciones, etc.) o por
desórdenes sociales y políticos que perjudiquen el
normal desempeño de sus negocios.
f) Garantizar la inaplicabilidad de restricciones al
funcionamiento de las firmas extranjeras asociadas
a políticas de fijación de cuotas de exportación,
adquisición de insumos locales (previstos o no por
una ley), \"compre nacional\" para el sector público,
etc.
En todos estos casos las empresas internacionales podrán
recurrir a tribunales arbitrales internacionales en absoluta
igualdad de condiciones con el Estado receptor. De lo anterior
se desprende que se consagra una desigualdad radical entre
inversionistas nacionales y extranjeros, dado que éstos gozan de
dos privilegios decisivos que les otorgan una ventaja
considerable en su competencia con los empresarios locales:
primero, pueden abstenerse \"legalmente\" de cumplir con la
legislación nacional vigente. Segundo, pueden dirimir sus
controversias con el Estado anfitrión en el exterior,
liberándose de las restricciones jurisdiccionales o legales que
rigen para sus competidores locales. En consecuencia, la
pérdida de soberanía económica deja de ser una cuestión de hecho
y adquiere rango constitucional.
Ahora bien, ¿cuáles son las características de los
Tribunales Arbitrales Internacionales? Se trata, por lo general,
de tribunales de \"expertos\", reclutados entre consultores
económicos internacionales, asesores de grandes empresas y
académicos vinculados al mundo de los negocios cuya visión sobre
la vida económica no es de sobras conocida. Pero sin duda el
más importante de esos tribunales, de lejos, es el CIADI (Centro
Internacional sobre Arreglo de Diferencias Relativas a
Inversiones). El CIADI fue creado en 1965 en el ámbito del
Banco Mundial con el propósito de \"despolitizar\" las diferencias
entre inversionistas y estados a través de la conciliación o, si
ésta fracasara, del arbitraje del propio organismo. Lo
interesante del caso es que los laudos arbitrales del CIADI son
obligatorios para todas las partes involucradas, tienen una
fuerza ejecutoria inmediata y son inapelables. Tales sentencias
no pueden ser revisadas por ningún tribunal local o nacional, de
cualquier Estado. Los miembros del tribunal suele reclutarse
entre altos funcionarios y asesores del Banco Mundial,
casualmente los mismos que, en la mayoría de los casos,
asesoraron a los gobiernos en la implementación de sus políticas
neoliberales. Se trata, en suma, de una absoluta subrogación de
la jurisdicción nacional y de la legislación surgida de un
Estado democrático a manos de un organismo dependiente del Banco
Mundial.
En la actualidad el CIADI tiene entre sus manos 86 casos
pendientes de resolución, 35 de los cuales son reclamos de
empresas extranjeras que se apoderaron de los servicios públicos
de la Argentina y que plantearon demandas por la pesificación
que tuviera lugar con el derrumbe de la convertibilidad en
diciembre del 2001. El monto de los reclamos actualmente
radicados en el CIADI asciende a 17.000 millones de dólares,
pero se estima que las demandas empresariales podrían crecer
hasta alcanzar una cifra cercana a los 80.000 millones de
dólares.(5) Ese organismo espera que ante la creciente
movilización popular en contra de las empresas privatizadas en
toda América Latina (recordemos la guerra del agua en
Cochabamba, las protestas contra las compañías de electricidad
en Arequipa y tantas acciones similares escenificadas en los más
diversos países de América Latina) el número de litigios pueda
crecer vertiginosamente. Por otra parte, la actitud de algunos
gobiernos de desconocer la jurisdicción del CIADI augura nuevos
y más enconados enfrentamientos.
La pregunta, inevitable, del final es: ¿qué clase de
democracia puede convivir con un orden económico como el que se
pretende instaurar con el ALCA, en cualquiera de sus variantes?
Respuesta: un simulacro de democracia, un régimen fraudulento
basado en el engaño la manipulación. Esta es, por lo tanto, una
razón más por la cual el ALCA, en todas sus posibles
metamorfosis, debe ser rechazado.
-Atilio A. Boron es Director del Consejo Latinoamericano de
Ciencias Sociales (CLACSO). Ponencia presentada en el IV
Encuentro Hemisférico de Lucha contra el ALCA, La Habana, 27-30
abril 2005.
1) Todas estas cifras han sido tomadas de los estudios que regularmente Latinobarometro realiza en los países de la región. Cf. www.latinobarometro.org
2) Cf. The road to serfdom (Chicago: Chicago University Press, 1944)
3)Esping-Andersen, Gosta. The Three Worlds of Welfare capitalism (Princeton: Princeton University Press. 1990)
4) \"El gobierno vuelve a criticar al CIADI\", en Clarín (Buenos Aires), 6 de Marzo de 2005, p.
https://www.alainet.org/es/articulo/116285
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