Intervención del Papa Benedicto XVI en el encuentro con representantes de la ciencia en la Universidad de Ratisbona

11/09/2006
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
Es una ocasión emocionante para mí estar otra vez en la universidad y poder disertar aquí nuevamente. Al hacerlo, mis pensamientos retroceden hasta aquellos años cuando, luego de un agradable período en la Fresinger Hochschule, comencé mi actividad como profesor académico en la Universidad de Bonn. Eso fue en 1959, en los días de la vieja universidad de los profesores ordinarios. Las distintas cátedras no tenían ni asistentes, ni secretarios, pero en contrapartida había mucho contacto directo con los estudiantes y, sobre todo, también con los profesores entre si. Solíamos reunirnos antes y después de las clases en las salas del cuerpo de profesores. Había un vivaz intercambio con historiadores, filósofos, filólogos y, naturalmente, también entre las dos facultades teológicas. Cada semestre había un dies academicus durante el cual los profesores de cada facultad aparecían ante los estudiantes de toda la universidad haciendo posible una genuina experiencia de universitas – algo que también Usted, Honorable Rector, acaba de mencionar – en otras palabras: se convirtió realmente en una experiencia vivida el hecho que, a pesar de nuestras especializaciones, que muchas veces hacen difícil la comunicación entre nosotros, constituimos un todo, trabajando en todo sobre la base de una sola racionalidad con sus múltiples aspectos y compartiendo la responsabilidad por el correcto empleo de la razón. La universidad también estaba orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que, investigando acerca de la razonabilidad de la fe, también ellas estaban haciendo un trabajo que era necesariamente parte del “todo” de la universitas scientiarum, aún cuando no todos podían compartir la fe que los teólogos buscan correlacionar con la razón en su totalidad. Este profundo sentido de coherencia dentro del universo de la razón no fue perturbado ni siquiera cuando se informó que un colega había manifestado que había algo extraño acerca de nuestra universidad; que tenía dos facultades dedicadas a algo que no existía: Dios. Dentro de la universidad en su conjunto, era aceptado sin cuestionamientos que, incluso en vista de semejante escepticismo radical, seguía siendo necesario a pesar de todo plantear la cuestión de Dios, y de hacerlo dentro del contexto de la tradición de la fe cristiana. Recordé todo esto recientemente cuando leí la edición del Profesor Theodore Khoury (de Münster) de parte de un diálogo sostenido – quizás en 1391 en los cuarteles de invierno cerca de Ankara – por el sabio emperador bizantino Manuel II Paleologo y un erudito persa sobre el tema del Cristianismo, el Islam y la verdad de ambos. Fue, presumiblemente, el emperador mismo quien transcribió su propio diálogo durante el sitio de Constantinopla, entre 1394 y 1402; y esto explicaría por qué sus argumentos se hallan reproducidos con más detalle que los de su interlocutor persa. El diálogo se extiende ampliamente sobre las estructuras de fe contenidas en la Biblia y en el Corán y trata especialmente sobre la imagen de Dios y del Hombre mientras que, necesariamente, vuelve en forma reiterada a la relación entre las tres “Leyes” o “reglas de vida”, como se las llamaba: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Corán. No es mi intención discutir esa cuestión en esta exposición; quisiera discutir aquí solamente un punto – mas bien marginal al diálogo completo en si mismo – el cual, dentro del contexto de “fe y razón”, encontré interesante y que puede servir como punto de partida para mis reflexiones sobre este tema. En la cuarta conversación (διάλεξις - controversia) editada por el Profesor Khoury, el emperador toca el tema de la guerra santa. El emperador debe haber sabido que la surah 2, 256 reza: “No hay compulsión en la religión”. De acuerdo con los expertos, ésta es una surah del primer período, cuando Mahoma todavía carecía de poder y se hallaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador también conocía las instrucciones, desarrolladas más tarde y consignadas en el Corán, relacionadas con la guerra santa. Sin entrar en detalles, tales como la diferencia de tratamiento otorgada a quienes poseen el “Libro” y los “infieles”, el emperador se dirige a su interlocutor con sorprendente brusquedad, una brusquedad que nos deja asombrados, sobre la cuestión central acerca de la relación entre religión y violencia en general, diciendo: “Muéstrame tan sólo lo que Mahoma ha traído que sea nuevo, y hallarás solamente cosas malas e inhumanas, tales como su orden de difundir por medio de la espada la fe que predicaba”. El emperador, después de haber atacado de un modo tan fuerte, fundamenta las razones por las cuales difundir la fe por medio de la violencia es algo irracional. La violencia es incompatible con la naturaleza de Dios y con la naturaleza del alma. “A Dios”, dice el emperador, “no le agrada la sangre – y el no actuar racionalmente (σὺν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe nace del alma, no del cuerpo. Quien quiera guiar a otro hacia la fe necesita la habilidad de hablar bien y de razonar con propiedad, sin violencia ni amenazas…Para convencer a un alma razonable no se necesita un brazo fuerte, ni armas de ninguna clase, ni otros medios para amenazar de muerte a una persona…” La afirmación decisiva de este argumento contra las conversiones violentas es el siguiente: el no actuar de acuerdo con la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury observa: para el emperador, formado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente por si misma. Pero para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está atada por ninguna de nuestras categorías, ni siquiera por la de racionalidad. Aquí Khoury cita un trabajo del destacado islamista francés R. Arnaldez quien señala que Ibn Hazm llegó a afirmar que Dios no está atado ni siquiera a su propia palabra y que nada lo obliga a revelarnos la verdad. Si Él lo quisiera, el Hombre tendría que practicar hasta la idolatría. En este punto, en lo referido a comprender a Dios y por lo tanto, en cuanto a lo concerniente a la religión, nos enfrentamos a un dilema inevitable. La convicción de que actuando de manera irracional contradecimos a la naturaleza de Dios, ¿es tan sólo una idea griega o ha sido siempre intrínsecamente cierta? Creo que aquí podemos ver la profunda armonía entre lo que es griego en el mejor sentido de la palabra y la comprensión bíblica de la fe en Dios. Modificando el primer versículo del Génesis, el primer versículo de toda la Biblia, Juan comenzó el prólogo de su Evangelio con las palabras: “En el principio fue el λόγος “. Esta es la misma palabra que utiliza el emperador: Dios actúa σὺν λόγω, con logos. Logos significa tanto razón como palabra – una razón que es creativa y capaz de comunicarse, mas precisamente como razón. De este modo Juan pronunció la palabra final sobre el concepto bíblico de Dios y en esta palabra todos los hilos frecuentemente tortuosos y difíciles de seguir de la fe bíblica encuentran su culminación y su síntesis. En el principio fue el logos y el logos es Dios, dice el Evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el griego, sin embargo, no sucedió por casualidad. La visión de San Pablo quien vió obstruidos los caminos hacia el Asia y en un sueño vio a un hombre macedonio pidiéndole: “¡Ven a Macedonia y ayúdanos! (Cf.Actos 16:6-10) – esta visión puede ser interpretada como una condensación de la necesidad intrínseca del acercamiento entre la fe bíblica y la indagación griega. De hecho, esta aproximación ya había estado produciéndose por largo tiempo. El misterioso nombre de Dios, revelado desde la zarza ardiente, que separa a este Dios de todas las otras divinidades con sus múltiples nombres y simplemente declara “Yo soy”, ya presenta un desafío a la noción de mito, desafío que se encuentra en cercana analogía con el intento de Sócrates de conquistar y trascender el mito. Dentro del Antiguo Testamento, el proceso que comenzó con la zarza ardiente llegó a una nueva madurez en tiempos del Exilio, cuando el Dios de Israel, privado de su tierra y de su culto, fue proclamado Dios del cielo y de la tierra y descrito en una simple fórmula que refleja como un eco las palabras pronunciadas junto a la zarza ardiente: “Yo soy”. Esta nueva comprensión de Dios está acompañada de una especie de iluminación que encuentra su dura expresión en la ridiculización de dioses que son tan sólo obra de manos humanas (Cf. Salmo 115). Así, a pesar del amargo conflicto con aquellos gobernantes helenísticos que intentaron adaptarla por la fuerza a las costumbres y al culto religioso de los griegos, durante el período helenístico la fe bíblica avanzó por dentro hacia lo mejor del pensamiento griego hasta lograr ese contacto mutuo que se completó especialmente en la literatura sabia tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento producida en Alejandría – la Septuaginta – es más que una simple (y en ese sentido realmente menos que satisfactoria) traducción del texto hebreo: es un testigo textual independiente y un paso distintivo e importante en la historia de la revelación que produjo este encuentro de una manera decisiva para el nacimiento y la difusión del Cristianismo. En lo profundo, lo que tiene lugar es un encuentro de la fe y la razón; un encuentro entre la genuina ilustración y la religión. Desde el mismo corazón de la fe cristiana y, al mismo tiempo, desde el corazón del pensamiento griego ahora unido a la fe, Manuel II fue capaz de decir: el no obrar “con logos” es contrario a la naturaleza de Dios. Con toda honestidad hay que observar que en la tardía Edad Media hallamos tendencias en teología que menoscabarían esta síntesis entre el espíritu griego y el espíritu cristiano. En contraste con el así denominado intelectualismo de Agustín y de Tomas, con Duns Scoto surgió un voluntarismo que, en sus desarrollos posteriores, condujo a la tesis de que sólo podemos conocer la voluntas ordinata de Dios. Más allá de ella está el ámbito de la libertad de Dios en virtud de la cual Él podría haber hecho lo contrario de todo lo que hizo realmente. Esto hace surgir posiciones que claramente se aproximan a las de Ibn Hazm y hasta podrían conducir a la imagen de un Dios caprichoso que no está atado ni siquiera a la verdad y a la bondad. La trascendencia y la diferenciación de Dios están tan exaltadas que nuestra razón, nuestro sentido de lo verdadero y lo bueno, ya no constituyen un auténtico espejo de Dios y sus posibilidades más profundas permanecen siendo eternamente inalcanzables y ocultas detrás de sus decisiones reales. En forma opuesta a esto, la fe de la Iglesia siempre ha insistido en que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu Creador y nuestra razón creada, existe una analogía real en la cual – tal como lo afirmó el Cuarto Concilio de Letrán en 1215 – la disimilitud sigue siendo infinitamente más grande que la similitud, pero sin embargo no lo es tanto como para abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se vuelve más divino cuando lo empujamos lejos de nosotros con un puro, impenetrable, voluntarismo; por el contrario, el verdaderamente divino Dios es el Dios que se ha revelado como logos y, en tanto logos, ha actuado y continúa actuando con amor por nosotros. Por cierto, como dice San Pablo, el amor “trasciende” el conocimiento y es, por lo tanto, capaz de percibir más que tan sólo pensamiento (Cf. Efesos 3:19); sin embargo sigue siendo el amor del Dios que es Logos. Por ello la adoración cristiana, que es como otra vez dice Pablo “λογικη λατρεία”, constituye una adoración que se halla en armonía con la eterna Palabra y con nuestra razón. (Cf. Romanos 12:1) Este acercamiento interno entre la fe bíblica y la investigación filosófica griega fue un acontecimiento de importancia decisiva no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones sino también del de la historia mundial – es un evento que nos atañe aún al día de hoy. Dada esta convergencia, no es sorprendente que la cristiandad, a pesar de sus orígenes y algunos significativos desarrollos en el Este, tomó finalmente su carácter históricamente decisivo en Europa. Podemos expresar esto también a la inversa: esta convergencia, con la adición subsiguiente de la herencia romana, creó a Europa y sigue siendo el fundamento de lo que con justicia puede llamarse Europa. La tesis de que la herencia griega críticamente purificada forma una parte integrante de la fe cristiana ha sido discutida por la pretensión de deshelenizar al Cristianismo que ha dominado crecientemente las discusiones desde el comienzo de la Edad Moderna. Observando más de cerca, se pueden ver tres etapa en el programa de deshelenización las cuales, si bien se hallan interconectadas, se diferencia claramente en cuanto a su motivación y sus objetivos. La deshelenización surge primero en conexión con los postulados de la Reforma en el Siglo XVI. Mirando hacia la tradición de la teología escolástica, los reformadores pensaron que se enfrentaban con un sistema de fe totalmente condicionado por la filosofía, es decir: con una articulación de la fe basada en un sistema de pensamiento ajeno. Como resultado, la fe ya no apareció como una Palabra histórica viviente sino como el elemento de un sistema filosófico superestructural. El principio de la sola scriptura, por el otro lado, buscó la fe en su forma pura, primordial, tal como originalmente se halla en la Palabra bíblica. Apareció la metafísica como una premisa derivada de otra fuente, de la cual la fe tenía que ser liberada a fin de volver a ser íntegramente ella misma otra vez. Cuando Kant afirmó que necesitaba poner el pensamiento a un lado a fin de hacer lugar para la fe, impulsó este programa con un radicalismo que los reformadores nunca pudieron haber previsto. De este modo ancló a la fe exclusivamente en la razón práctica negándole el acceso a la totalidad de la realidad. La teología liberal de los siglos XIX y XX acompañó la segunda etapa del proceso de deshelenización, con Adolf von Harnack como su representante más sobresaliente. Cuando yo era estudiante y en los primeros años de mi profesorado, este programa era muy influyente también en la teología católica. Tomaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi disertación inaugural en Bonn, en 1959, intenté tratar el tema y no pretendo repetir aquí lo que dije en aquella oportunidad, pero quisiera describir aunque más no sea brevemente lo que era nuevo en cuanto a esta segunda etapa de deshelenización. La idea de Harnack era la de volver simplemente al Jesús humano y a su simple mensaje que estaba más allá de los agregados de la teología y por cierto de la helenización: este simple mensaje era visto como la culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Se decía que Jesús había puesto fin al culto a favor de la moralidad. Al final, se lo representó como el padre de un mensaje moral humanitario. En lo fundamental, el objetivo de Harnack era el de volver a poner a la cristiandad en armonía con la razón moderna, liberándolo por decirlo así de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, tales como la fe en la divinidad de Cristo y el Dios Trino. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, tal como él la vio, restauraba a la teología en su lugar dentro de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por lo tanto, estrictamente científico. Lo que es capaz de decir críticamente acerca de Jesús es, por decirlo así, una expresión de la razón práctica y en consecuencia puede tomar su merecido lugar dentro de la universidad. Detrás de esta forma de pensar está la moderna auto-limitación de la razón, clásicamente expresada en las “Críticas” de Kant, pero en el ínterin aún más radicalizada por el impacto de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, para decirlo brevemente, en una síntesis de platonismo (cartesianismo) y empiricismo; una síntesis confirmada por el éxito de la tecnología. Por un lado presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, lo cual hace posible comprender como funciona la materia y cómo usarla eficientemente: esta premisa básica es, por decirlo así, el elemento platónico de la comprensión moderna de la naturaleza. Por el otro lado está la capacidad de la naturaleza de ser explotada para nuestros propósitos y aquí sólo la posibilidad de verificación o falseamiento por experimentación puede ofrecer la certeza definitiva. El peso de los dos polos puede, dependiendo de las circunstancias, desplazarse de un lado para el otro. Un pensador fuertemente positivista como J. Monod se ha descrito como un Platónico/Cartesiano convencido. Esto da lugar a dos principios que son cruciales para la cuestión que hemos planteado. En primer lugar, solamente la clase de certeza resultante de la interacción entre elementos matemáticos y empíricos puede ser considerada científica. Cualquier cosa que pretenda ser científica debe medirse contra este criterio. De aquí que las ciencias humanísticas tales como historia, psicología, sociología y filosofía intenten adaptarse a este canon de cientificidad. Un segundo punto que es importante para nuestras reflexiones es que, por su misma naturaleza, este método excluye la cuestión de Dios haciéndola aparecer como una cuestión a-científica o pre-científica. Consecuentemente nos enfrentamos con una reducción del radio de acción de la ciencia y la razón, una reducción que necesita ser cuestionada. Volveré sobre este problema más adelante. Por de pronto hay que observar que desde este punto de vista cualquier intento de sostener la aspiración de la teología a ser “científica” terminaría reduciendo la cristiandad a un mero fragmento de su ser anterior. Pero debemos decir más: si la ciencia como un todo es esto y solamente esto, entonces es el hombre mismo el que termina siendo reducido, puesto que las cuestiones específicamente humanas acerca de nuestro origen y destino, las preguntas planteadas por la religión y la ética, no tienen entonces su lugar dentro del espectro de la razón colectiva tal como lo define la “ciencia” así entendida y deben, por lo tanto, quedar relegadas al ámbito de lo subjetivo. El sujeto decide, entonces, sobre la base de sus experiencias, lo que considera sostenible en materia de religión y la “conciencia” subjetiva se convierte en el árbitro exclusivo de lo que es ético. De este modo, sin embargo, la ética y la religión pierden su poder para crear una comunidad y se convierten en asuntos completamente personales. Este es un peligroso estado de cosas para la humanidad, como podemos verlo por las preocupantes patologías de la religión y de la razón que necesariamente hacen erupción cuando la razón queda reducida de tal forma que las cuestiones de religión y ética ya no le atañen. Los intentos de construir una ética a partir de las reglas de la evolución o de la psicología y sociología, terminan siendo simplemente inadecuadas. Antes de extraer las conclusiones a las que conduce todo lo anterior, debo referirme brevemente a la tercera etapa de deshelenización que se halla ahora en desarrollo. A la luz de nuestra experiencia con el pluralismo cultural, hoy se dice frecuentemente que la síntesis con el helenismo lograda en la Iglesia primigenia fue una inculturación preliminar que no debería ser obligatoria para otras culturas. Se dice que estas últimas tienen el derecho de retornar al simple mensaje del Nuevo Testamento, anterior a esa inculturación, a fin de inculturarlo de nuevo en su propio y particular entorno. Esta tesis no sólo es falsa; es burda y carece de precisión. El Nuevo Testamento fue escrito en griego y lleva impreso el sello del espíritu griego que ya había llegado a su madurez cuando el Antiguo Testamento se desarrollaba. Es cierto, hay elementos en la evolución de la Iglesia primigenia que no tienen que ser integrados a todas las culturas. Sin embargo, las decisiones fundamentales tomadas en cuanto a la relación entre la fe y el uso de la razón humana son parte de la fe misma; son desarrollos que están en consonancia con la naturaleza de la propia fe. Y de este modo llego a mi conclusión. Este intento, pintado a grandes trazos, de una crítica a la razón moderna desde adentro no tiene nada que ver con retrasar el reloj hasta la época previa a la Ilustración ni con rechazar las concepciones de la edad moderna. Los aspectos positivos de la modernidad deben ser reconocidos sin reservas: estamos agradecidos por las maravillosas posibilidades que le han abierto a la humanidad y por el progreso en humanidad que se nos ha dado. El ethos científico es – tal como lo habéis manifestado Honorable Rector – la voluntad de ser obedientes a la verdad y, como tal, incorpora una actitud que pertenece a las decisiones esenciales del espíritu cristiano. La intención aquí no es de cercenamiento o de crítica negativa sino la de ampliar nuestro concepto de la razón y de su aplicación. Mientras gozamos de las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, también vemos los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos superarlas. Tendremos éxito en ello solamente si la razón y la fe se encuentran de un modo nuevo, si superamos la autolimitación de la razón a lo empíricamente verificable, y si una vez más exponemos sus amplios horizontes. En este sentido, la teología tiene derecho a pertenecer a la universidad y a estar dentro del amplio diálogo de las ciencias, no meramente como una disciplina histórica y una de las ciencias humanas, sino precisamente como teología, como una investigación de la racionalidad de la fe. Sólo así nos volvemos capaces de ese genuino diálogo entre culturas y religiones que tan urgentemente se necesita hoy en día. En el mundo Occidental se sostiene ampliamente que sólo la razón positivista y las filosofías basadas sobre ella son universalmente válidas No obstante, las culturas profundamente religiosas del mundo ven esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un ataque a sus más profundas convicciones. Una razón que es sorda a lo divino y que relega la religión al ámbito de las subculturas es incapaz de entablar el diálogo de las culturas. Al mismo tiempo, como he tratado de mostrar, la moderna razón científica con sus elementos intrínsecamente platónicos lleva en su seno una cuestión que apunta más allá de si misma y más allá de las posibilidades de su metodología. La razón científica moderna simplemente tiene que aceptar la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales predominantes de la naturaleza como algo dado, como algo sobre lo cual su metodología debe basarse. No obstante, la cuestión de por qué esto debe ser así constituye la cuestión real, y es la que debe ser entregada por las ciencias naturales a otros modos y planos de pensamiento – a la filosofía y a la teología. Para la filosofía y –aunque de un modo diferente – para la teología, el escuchar las grandes experiencias y descubrimientos de las tradiciones religiosas de la humanidad, y las de la fe Cristiana en particular, constituye una fuente de conocimiento, e ignorarlo sería una restricción inaceptable de nuestra capacidad de escuchar y de responder. En esto recuerdo algo que Sócrates le dijo a Fedón. En sus conversaciones anteriores se habían suscitado muchas falsas opiniones filosóficas y así Sócrates dice: “Sería fácilmente comprensible si alguien se enojase tanto por todas estas falsas nociones que por el resto de su vida se sintiese desilusionado y burlado por todo discurso acerca del ser – pero de este modo quedaría privado de la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida.” Desde hace mucho que Occidente ha estado en peligro por esta aversión a las cuestiones que subyacen a su racionalidad y sólo puede sufrir un gran daño por ello. El coraje para afrontar toda la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza – éste es el programa con el cual una teología fundada en la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. “El no actuar razonablemente, el no actuar con logos, es contrario a la naturaleza de Dios”, dijo Manuel II de acuerdo con su entendimiento cristiano de Dios en respuesta a su interlocutor persa. Es a este gran logos, a esta amplitud de la razón, que invitamos a nuestros colegas en el diálogo de las culturas. El redescubrirlo constantemente es la gran tarea de la universidad. Traducción de la versión en inglés por Denes Martos
https://www.alainet.org/es/articulo/117156
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS