Una democracia imperial

21/05/2007
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A juzgar por los documentos que nos quedan, Tucídides (460-396 a. C.) fue el primer filósofo de la historia que descubrió el poder como un fenómeno humano y no como una virtud que conferían los cielos o los demonios. También fue conciente del valor principal del dinero para vencer en cualquier guerra. Podemos agregar otra: Tucídides nunca creyó en el principio que tanto gustan repetir quienes no confían en los argumentos, en las revisiones críticas: “yo sé lo que digo porque lo viví”. Alguna vez anotamos que esta idea se destruye fácilmente con dos observaciones contrarias de quienes vivieron un mismo hecho. Tucídides lo evidenció así: “La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos y por otros o seguían la memoria de cada uno”. (Ed. Gredos, Madrid 1990, pág. 164)

Según Tucídides, para que Esparta, la otra gran ciudad, entrase en guerra contra la dominante Atenas, los corintios se dirigieron a su asamblea retratando a la gran democracia enemiga: “ellos [los atenienses] son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos; vosotros tendéis a dejar las cosas como están, a no decir nada y a no llevar a cabo ni siquiera lo necesario” (236). Luego: “al igual que pasa en las técnicas, las novedades siempre se imponen”. (238)

Enterados los embajadores atenienses de este discurso, respondieron con las siguientes palabras: “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor, y finalmente por interés; y una vez que ya éramos odiados por la mayoría […] no parecía seguro correr el riesgo de aflojar”. (244) “Siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a vosotros así os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, os ponéis a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos”; (246) “si vosotros nos vencierais y tomaras la dirección del imperio, rápidamente perderías la simpatía que os habéis atraído gracias al miedo que nosotros inspiramos.” (249)

Tocada en su amor propio, la conservadora y xenófoba Esparta decide enfrentarse al expansionismo ateniense. Los atenienses, convencidos por Pericles, se niegan a negociar y enfrentan solitarios una guerra que los lleva a la catástrofe. “No debemos lamentarnos por las casas y por la tierra —advierte Pericles repitiendo un conocido tópico de la época—, sino por las personas: estos bienes no consiguen hombres, sino que son lo hombres quienes consiguen bienes”. (370)

Sin embargo, la guerra extiende muertos sobre Grecia. En un discurso fúnebre, Pericles (Libro II) nos da testimonio de los ideales y representaciones de los antiguos griegos, que hoy llamaríamos “preceptos humanistas”. Refiriéndose a la costumbre espartana de expulsar a cualquier extranjero de su tierra, Pericles procura un contraste moral: “nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y en ningún caso recurrimos a las expulsiones de los extranjeros” (451). En otro discurso completa este retrato ideológico, repitiendo ideas ya formuladas por otros filósofos de Atenas y que olvidaron los conservadores de hoy: “una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente”. (484)

Pero el igualitarismo humanista de Pericles no escapa al patriotismo opresor. Como si la clarividencia griega se convirtiese en miopía al extender la mirada más allá de los límites de su propia patria. La democracia radical intramuros se convierte en imperialismo hacia fuera: “Daos cuenta de que ella [Atenas] goza del mayor renombre entre todos los hombres por no sucumbir a las desgracias y por haber gastado en la guerra más vidas y esfuerzos que ninguna otra; pensad que también ella posee la mayor potencia conseguida hasta nuestros días, cuya memoria, aunque ahora llegáramos a ceder un poco (pues todo ha nacido para disminuir), perdurará para siempre en las generaciones futuras; se recordará que somos los griegos que hemos ejercido nuestro dominio sobre mayor número de griegos, que hemos sostenido las mayores guerras tanto contra coaliciones como contra ciudades separadas, y que hemos habitado la ciudad más rica en toda clase de recursos y la más grande. […] Ser odiados y resultar molestos de momento es lo que siempre les ha ocurrido a todos los que han pretendido dominar a otros; pero quien se expone a la envidia por los más nobles motivos toma la decisión acertada”. (491)

En su introducción crítica a esta misma edición de Gredos, Julio Calogne Ruiz recuerda que el objetivo de Esparta era “el de poner fin al incremento progresivo del poderío ateniense, marcadamente imperialista. Puesto que todo el poder de Atenas venía de los tributos de los súbditos, el pretexto que dio Esparta para combatir era el de liberación de todas las ciudades griegas”. (20) Luego especula: “muchos atenienses modestos debían de darse cuenta de que su bienestar dependía básicamente de la continuidad en la dominación sobre los aliados sin pensar si esta era justa o injusta” (26).

“La cuestión del poder en el siglo V es —continúa Calogne Ruiz—, la del imperialismo de Atenas. Durante tres cuartos de siglo Atenas es un imperio y nada en la vida ateniense puede sustraerse a esa realidad”. (80)

No obstante, esta realidad, que a veces es nombrada de forma explícita por Tucídides, nunca se expresa como tema central en las mayores obras de la literatura y del pensamiento antiguo.

En The World, the Text, and the Critics Edward Said, refiriéndose a la literatura de los últimos siglos, reflexiona sobre la falsa neutralidad política de la cultura y la pretendida “libertad absoluta” de la creación literaria: “Lo que semejantes ideas encubren, mistifican, es precisamente la red que une a los intelectuales con el Estado y con un imperialismo mundial que, en el momento de cada escritura, impone su propia técnica narrativa. […] Lo que deberíamos preguntarnos es por qué tan pocos ‘grandes novelistas’ han encarado los mayores problemas socioeconómicos más allá de sus propias existencias —como el colonialismo y el imperialismo— y por qué, también, los críticos han continuado consagrando este silencio”. (p. 176; traducción nuestra)

- Jorge Majfud, escritor uruguayo, es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos.
https://www.alainet.org/es/articulo/121269
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