Ahora, en Argentina los sojeros enseñan a comer…
- Opinión
No aterra el error, que es tan humano, tampoco la ignorancia que es igualmente tan consustancial con nuestros límites.
La incapacidad autocrítica es, sí, un poco más penosa, pero lo que aterra es cuando vemos confeccionar la historia, dibujar la realidad para convertir lo de uno en lo mejor y achacar a otros los defectos propios.
Ángel Brito, en la página que le ofrece el ingeniero Huergo en su Clarín Rural (24 febrero 2007) logra construir un ejemplo de tales retorcimientos intelectuales.
“Luego de la profunda crisis socioeconómica e institucional de fines de 2001 y 2002, y bajo la perspectiva de la nutrición […] Argentina enfrenta una serie de paradojas.”
Vamos a ver de qué paradojas habla nuestro autor.
“En 2002 y 2003 el país parecía inmerso en una catástrofe alimentaria […]. Dice bien Brito, “parecía” porque en realidad se trataba más bien de una catástrofe económica, económico-financiera, económico-financiera-cavaliana. Pero aquí empieza una peculiar escritura de la historia: “Diferentes sectores se movilizaron en una suerte de cruzada contra el hambre.” Si la crisis fue económica y no precisamente alimentaria, toda cruzada dedicada a resolver el problema alimentario parece más bien un desvío, una forma de resolver el problema inadecuado, de darle el pescado a quienes les habían quebrado todas las cañas de pescar…
Nuestro hombre prosigue: “Fue el turno de miles de comedores y experiencias comunitarias, el boom de la solidaridad sojera”. Alguna vez ya lo hemos dicho: el boom de la soja se procesó arrancando campesinos de sus tierras, creando una corriente de expulsión del campo, y esos nuevos marginados rurales fueron a dar con sus huesos a los arrabales urbanos sumándose a viejos marginados. Cuando el clan sojero decide a principios de 2002 ceder el 1 o/oo de su producción (unos 30 millones de kilos, entonces) lo que estaba haciendo era “lavar su culpa” con esa dádiva por la responsabilidad en el vaciamiento del campo y la desocupación consiguiente. Caridad, y preventiva. Nada que ver con la solidaridad, que se da entre iguales. Que abusen de un vocablo todavía prestigiado vinculado con las organizaciones sociales de base, de los que no tienen poder, y eviten el vocablo tristemente asociado a las “damas que hacen desfiles de modas” para darle de comer al “pobrerío”, es demagogia en su más prístino sentido politológico.
Y bien: intentaron “llenar la panza” de los hambrientos y la movida no “cerró” por completo porque el refrendamiento oficial de la jugarreta no salió: recordemos que a mediados de 2002 un encuentro de dietistas y pediatras convocado por el mismísimo gobierno nacional a través de Chiche Duhalde, advertido del desastre alimentario que estaba provocando una ingestión descontrolada de soja, atemperó muchísimo la propaganda desatada por los sojeros acerca de sus maravillas alimentarias (“leche” de soja, que no es tal, porque aunque blanco y líquido, el jugo de soja carece de calcio; brotes de soja que no son tales porque provienen de otro poroto, mung): en las resoluciones finales de dicho encuentro se recomienda no alimentar a ningún bebito hasta los dos años con soja y durante el resto de la infancia incorporar soja a la dieta con muchas restricciones.
Semejantes conclusiones descolocaron al gobierno, pero sobre todo al clan sojero, que decidió seguir adelante, con su invasión de vacas mecánicas proveedoras de jugo de soja y sus guisos de soja (invento argentino, porque los chinos jamás la comen así, siempre la fermentan para descomponer algunas partes indigeribles para el humano) aliado a otras organizaciones privadas (Caritas, boys scouts, rotarios, vegetarianos “apolíticos”) dedicadas a resolver no el problema real; la “producción de pobres”, su contaminación y su pérdida de poder adquisitivo, sino el problema derivado, de la falta de alimentos.
Luego de semejante contribución, histórica, de los sojeros al llenado de panzas, nos confiesa Brito: “apenas pasaron más de tres años y estamos en presencia de lo que ya varios denominan ‘bomba sanitaria’. La Encuesta Nacional de Nutrición y la de Factores de Riesgo plantean que el sobrepeso y obesidad [sic] constituye hoy el desafío quizás más importante y objetivo prioritario de la política de salud y alimentaria.”
¿De qué se extraña Brito? De que tres años después de lo que él llama “solidaridad sojera” haya problema de obesidad, sobrepeso. Y podríamos agregar otros problemas alimentarios directamente vinculados con la ingestión masiva de soja: ginecomastia, descalcificación (p. ej., falta de calcio para dientes en crecimiento), etcétera. Por lo visto, le falta perspicacia como para detectar la causa de tales enfermedades ‘apenas a tres años de iniciado’ el “estilo” alimentario fogoneado por quienes él tanto defiende.
No establece relaciones de causa-efecto fácilmente perceptibles pero insiste en establecer otras que retuercen la realidad para escamotear responsabilidades: “Mientras tanto desde el gobierno pareciera que el desarrollo del sector agroalimentario es antagónico a los objetivos de crecimiento con equidad.” Puede tener mucha razón Brito, pero lo que desde el vamos resulta categóricamente cierto es su misma frase cambiando “el gobierno” por “el sector agroindustrial”: lo que es antagónico es el desarrollo agroindustrial con el crecimiento con equidad. Lo cual no quiere decir que el gobierno no comparta semejante antagonismo, pero indudablemente quienes han avanzado y hecho punta son, precisamente, los del emporio sojero, es decir, los que han llevado el campo argentino a una nueva etapa en la globalización arrasando cultivos locales y posibilidades de soberanía y calidad alimentaria, poniendo la actividad y la vida rural argentina a disposición de los grandes laboratorios de ingeniería genética, convirtiendo una tierra, productora de excelentes alimentos para humanos, en productora de forraje con destinos trasatlánticos y ahora combustibles, “alimentos” para autos.
“Casi cuatro años de gestión del programa alimentario más importante de este gobierno, la necesidad de poner en acciones los resultados de la encuesta de nutrición y la formidable coyuntura del sector agroalimentario debieran ser motivos de construcción más que de antagonismo. Un ejemplo lo ha dado esta misma gestión [… cuando…] puso decididamente en ejecución sendos programas de fortificación de leche primero y de la harina más tarde, con el objetivo de reducir la anemia por deficiencia de hierro en la infancia […].”
Por suerte Brito reconoce que los negocios agroindustriales marchan muy bien y en sus líneas surge que hay otras enfermedades producidas por los déficit alimentarios, como la anemia. En lugar del reiterado “obesidad y sobrepeso” inicial, ya hemos ido registrando descalcificación, ginecomastia, anemia…
Esto, lo bueno. Lo malo, es otra vez buscar la solución donde no corresponde: inventar un falso problema (otro) para esconder los problemas verdaderos. En este caso, la carencia de alimentos que evitan, desde tiempo inmemorial, la anemia. En la tradición alimentaria argentina, carne. Otra vez, el arrasamiento de los campesinos pequeños y sin titularidad burguesa sobre el territorio, desalojados de las economías locales (que permitían comer conejo, huevos, cordero, gallina, mulitas, pescado, y el tradicional asado) y que, arrinconados en villasmiseria más o menos urbanas, provistos de cajas de comida “de segunda”, se les procura mitigar lo peor de las consecuencias inevitables de la expulsión de los “mercados” laboral y consumidor mediante “fortificación” de leches y harinas (capítulo aparte, el peligro que significa la “fortificación” de harinas que nuestros cuerpos no pueden administrar, desechando su exceso, con lo cual nuestras generosas, remendonas autoridades generan problemas alimentarios por sobredosis).
El gobierno, aprobando la fortificación de harinas y leches, lo que hace es acompañar el proceso de industrialización galopante del campo argentino, con la contaminación generalizada (por la fumigación aérea, entre otras; la más deletérea), el traspaso de producción de alimentos de calidad a commodities (es decir a producción de muy baja calidad alimentaria o directamente con destino no a la alimentación), el destrozo de las actividades agropecuarias locales, para que el país pueda recibir una lluvia de divisas, que quedan mayoritariamente en manos del clan agroindustrial y una buena tajada en el gobierno, con lo cual “administran” la filantropía y dosifican el desplazamiento de población para que no estalle “todo y mal”.
Como no hay mejor forma de esquivar la responsabilidad moral que atribuir al otro lo que es propio, nos cuenta Brito: “Reiteradamente hemos planteado que el perfil nutricional de los alimentos que se distribuyen en los clásicos programas de reparto de cajas y los menús de gran parte de los comedores comunitarios tienen un sesgo ‘obesogénico’, dado por un alto, quizás excesivo, aporte de calorías de baja calidad.”
Me gusta la delicadeza del “quizás excesivo”. Parafraseando a Eduardo Galeano, tendríamos que decir que ‘primero generan la poliomielitis y luego te venden la silla de ruedas, pero te aclaran que no funciona bien, para que a nadie se le ocurra discutir la honestidad comercial…
Lo atroz del discurso de Brito no es su reiterada denuncia al estado criminal (aunque él usa, como corresponde a su ubicación, términos más aterciopelados) sino que exculpa de raíz a otros actores sociales que son los verdaderos dinamizadores de los crímenes que denuncia y de los cuales el estado es un triste ladero, a lo sumo legitimador.
Docente del área de Ecología y DD.HH. de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, periodista y editor de Futuros.
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