El poder de las imágenes

11/09/2005
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  • Opinión
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El poder, en nuestros días, sea el de los gobernantes, el de los artistas o el de los papas, depende de los medios de comunicación electrónicos.  La convicción racional, tal como fue conformada en los tiempos del dominio de la palabra escrita, ha sido superada por la seducción de las imágenes.

El pasaje del reino de la palabra escrita a la “civilización de las imágenes” fue paralelo a otros procesos de desplazamientos: la promoción de lo local, de lo urgente, de lo concreto, en lugar de los principios, de los argumentos, de los análisis, de las visiones de mundo.  El declive de los sindicatos y de los partidos en favor de las “redes” y de los lobbies.  La sustitución de los órganos gubernamentales de planificación de mediano y largo plazo, por los Bancos Centrales y sus instancias de seguimiento coyuntural, de acompañamiento de una realidad que escapa al Estado. El vaciamiento de las instancias de representación política en beneficio de las encuestas de opinión.

La eliminación de las fronteras entre lo público y lo privado, sustituyendo el debate de ideas por los temas de la moralidad, autonomizados en relación a la política.  El poder, cada vez más dictatorial, de la prensa privada, sustituyendo a la justicia, a la opinión pública democrática, a la expresión de la ciudadanía.  La degradación del servicio público y su desmoralización, en beneficio de la lógica del costo/beneficio o del “voluntariado” y de la filantropía.  La sustitución de los derechos por las “oportunidades”, de la universalización de los derechos por programas focalizados y emergentes.  En las campañas electorales y en la vida política en general, la televisión sustituye a las concentraciones públicas, los políticos hablan no para el “pueblo”, sino para los individuos, privadamente recluidos en su círculo familiar.

En la cabeza de las personas, aumenta la credibilidad de aquellos que hacen políticas “humanitarias”, asistencialistas, en lugar de los gobiernos, que deberían generalizar derechos.  Se sustituye la acción de los gobiernos, que deberían llegar a todos, especialmente a los más desvalidos, por la acción puntual de empresas y fundaciones privadas, que escogen lo que van a hacer, conforme a sus criterios y necesidades.

Paralelamente a estos dos movimientos, las alocuciones presidenciales – pero también las de los candidatos durante las campañas electorales – apelan a los vocabularios familiares, con planos de los rostros de los gobernantes o candidatos en la mayor intimidad.  Una falsa intimidad, porque es montada y porque intentan hacer creer que esa proximidad facial representaría la proximidad con su ser social, con lo que representan sus ideas.  La fascinación es recogida por la aproximación y no por la distancia, por la banalización y no por la apología de su trascendencia. Aumenta el peso de los elementos no verbales del mensaje,  fríamente calculados: hablar a la cámara o no, cambiar de cámara en algún momento de la alocución, definir el color de la ropa, el tipo de corbata, de luz, de música introductoria, de escenario de fondo, de expresiones del rostro.

La televisión desacraliza la imagen, de la misma forma que la prensa escrita había desacralizado la palabra.  En el reino de la imagen, hasta el periódico tiene más que ver con la televisión – en la que la gente mira y apenas lee los títulos-, que con los libros.  Hojeamos las páginas como si estuviésemos cambiando de canal con el control remoto.

El propio sentido de la palabra “público” fue pasando de su sentido vinculado a “pueblo” y a “ciudadanía”, a la de espectadores.  Paralelamente a la pérdida de la acción como ciudadanos, las personas pasan a tener como su principal forma de utilización del tiempo libre -después del sueño -, al consumo audiovisual.

El certificado de estadista no es dado por la capacidad de decisión del gobernante, sino por el test televisivo.  En la política mediatizada, la legitimidad está dada por el desempeño en los mass media, como si esa fuera la prueba definitiva de la cualificación de un candidato.  En ese sentido, es la TV la que hace el Estado y no al contrario.  Se compra, o mejor, se vende un gobierno, es decir, su imagen.  La notoriedad mediática, sin embargo, no es irreversible, ella puede ser revertida, pero siempre pasando por la imagen.

Una reforma ministerial del gobierno termina siendo algo así como un cambio de programación. Hasta la escuela se vuelve un servicio anexo a la televisión.  Al blanco y negro de la educación, se contrapone el multicolor de la televisión.  Si el Estado clásico tenía al teatro como matriz, el Estado de la era mediática es amoldado por la televisión.  El Estado transforma los media en religión.  El Estado no tiene una política de la imagen, es la imagen que tiene una política de Estado.  El arte de la política consiste en traducir una política en programa, en imagen televisiva.

Emir Sader
es profesor de la Universidad de São Paulo (USP) y de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (Uerj).  Integrante del Consejo de ALAI.


https://www.alainet.org/es/articulo/123185
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