Derecho al silencio
25/10/2007
- Opinión
Hay demasiados ruidos a nuestro alrededor. El corazón se sobresalta, afloran los nervios, se atolondra la mente.
Es el televisor encendido casi todo el tiempo, con su flujo incesante de imágenes absorbiéndonos en un incesante carrusel de fotos; la radio en diálogo inclemente, con música rítmica desprovista de melodía, el sonido alojándose en los orificios auditivos; el teléfono reclamando supuestas urgencias; el celular que invade todos los espacios, con sus musiquitas que perturban en teatros, cines, templos, ceremonias y eventos, algunos usuarios con sus pinganillos colgados de las orejas, publicitando en voz alta conversaciones privadas.
Por todas partes salen ruidos: de la construcción vecina, del latido de las calles, de los automóviles que corren o frenan y de los aviones que surcan el espacio, de las motos estridentes, de los anunciantes que gritan desaforados anunciando su mercancía, de las sirenas que establecen horarios.
Tantos ruidos causan teles perjuicios a la salud humana que el ejército norteamericano creó, con su saña asesina, todo un arsenal de ‘proyectos sonoros’, capaces de producir sonidos de 140 decibelios. Bastan 45 decibelios para impedir el sueño. El rumor del tráfico en la esquina de una calle principal alcanza los 70. A los 85 se produce una lesión auditiva. A los 120 el sonido provoca agudo dolor en los oídos. Imagine, pues, lo que significa esa tecnología de tortura a 140 decibelios.
Nuestro silencio no sólo es roto por ruidos auditivos. También somos agredidos por los visuales. Así como el silencio de la zona rural o de una iglesia nos inunda de paz, me sentí golpeado cuando, años atrás, visité Praga antes de la caída del muro de Berlín. No había publicidad. La ciudad no se escondía detrás de anuncios. La polución visual era cero, permitiendo contemplar la belleza barroca de la tierra de Kafka.
En las ciudades brasileñas, sometidas al imperio del mercado, somos engullidos vorazmente por la proliferación de propagandas, excepto la capital paulista, ahora en fase de despolución visual por iniciativa de la municipalidad.
Sin silencio quedamos vulnerables, expuestos a la voracidad del mercado, a la subjetividad desgarrada, a la epidermis erizada en potencial violencia. Contra ese estado de cosas el profesor Stuart Sim, de la universidad de Sunderland, en Inglaterra, acaba de lanzar Manifiesto por el silencio, contra la polución del ruido. El autor enfatiza que la cacofonía de sonidos que nos envuelve amenaza la salud, provoca agresividad, hipertensión, estrés y problemas cardíacos.
Todos los grandes bienes infinitos de la humanidad -arte, literatura, música, filosofía, tradiciones religiosas- exigen, como materia prima, el silencio. Sin él perdemos nuestra capacidad de razonar, de oír la voz interior, de profundizar la vida espiritual, de amar más allá del juego erótico meramente epidérmico.
Cuando me busca una pareja de novios, interesados en prepararse para el matrimonio, acostumbro a indagar si ambos son capaces de estar juntos una hora en silencio, sin que ninguno se sienta incómodo. En caso contrario, dudo de que estén en condiciones de una saludable vida a dúo, pues el respeto al silencio del otro es uno de los atributos da la confianza amorosa.
Asistí a la película El gran silencio, del director alemán P. Groning, que nos invita a penetra en la vida de una comunidad cartuja en los Alpes franceses. No se oye ninguna palabra en el transcurso de las tres horas de la película, excepto el canto gregoriano de las liturgias monásticas y el toque de la campana. Es una invitación al viaje más desafiante: a lo más profundo de sí mismo.
Quien lo intenta sabe que allí se desdobla Otro que, a su vez, refleja nuestra verdadera identidad. Viaje que tiene como vehículo privilegiado la meditación. En la fase inicial resulta tan arduo como escalar una montaña para quien no está acostumbrado al alpinismo. Pero, en cierto momento, es como si una mano invisible nos elevase, haciendo la subida fácil y agradable.
Sólo entonces se descubre que, en lo imponderable del Misterio, no se sube, se desciende, se sumerge uno en sí mismo para traer a la superficie, del otro lado de nuestro ser, aquel Otro silenciosamente presente en nuestras vidas y en el tejido del Universo. Aquí se calla la palabra y el silencio se hace epifanía. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Mística y Espiritualidad”, junto con Leonardo Boff
Es el televisor encendido casi todo el tiempo, con su flujo incesante de imágenes absorbiéndonos en un incesante carrusel de fotos; la radio en diálogo inclemente, con música rítmica desprovista de melodía, el sonido alojándose en los orificios auditivos; el teléfono reclamando supuestas urgencias; el celular que invade todos los espacios, con sus musiquitas que perturban en teatros, cines, templos, ceremonias y eventos, algunos usuarios con sus pinganillos colgados de las orejas, publicitando en voz alta conversaciones privadas.
Por todas partes salen ruidos: de la construcción vecina, del latido de las calles, de los automóviles que corren o frenan y de los aviones que surcan el espacio, de las motos estridentes, de los anunciantes que gritan desaforados anunciando su mercancía, de las sirenas que establecen horarios.
Tantos ruidos causan teles perjuicios a la salud humana que el ejército norteamericano creó, con su saña asesina, todo un arsenal de ‘proyectos sonoros’, capaces de producir sonidos de 140 decibelios. Bastan 45 decibelios para impedir el sueño. El rumor del tráfico en la esquina de una calle principal alcanza los 70. A los 85 se produce una lesión auditiva. A los 120 el sonido provoca agudo dolor en los oídos. Imagine, pues, lo que significa esa tecnología de tortura a 140 decibelios.
Nuestro silencio no sólo es roto por ruidos auditivos. También somos agredidos por los visuales. Así como el silencio de la zona rural o de una iglesia nos inunda de paz, me sentí golpeado cuando, años atrás, visité Praga antes de la caída del muro de Berlín. No había publicidad. La ciudad no se escondía detrás de anuncios. La polución visual era cero, permitiendo contemplar la belleza barroca de la tierra de Kafka.
En las ciudades brasileñas, sometidas al imperio del mercado, somos engullidos vorazmente por la proliferación de propagandas, excepto la capital paulista, ahora en fase de despolución visual por iniciativa de la municipalidad.
Sin silencio quedamos vulnerables, expuestos a la voracidad del mercado, a la subjetividad desgarrada, a la epidermis erizada en potencial violencia. Contra ese estado de cosas el profesor Stuart Sim, de la universidad de Sunderland, en Inglaterra, acaba de lanzar Manifiesto por el silencio, contra la polución del ruido. El autor enfatiza que la cacofonía de sonidos que nos envuelve amenaza la salud, provoca agresividad, hipertensión, estrés y problemas cardíacos.
Todos los grandes bienes infinitos de la humanidad -arte, literatura, música, filosofía, tradiciones religiosas- exigen, como materia prima, el silencio. Sin él perdemos nuestra capacidad de razonar, de oír la voz interior, de profundizar la vida espiritual, de amar más allá del juego erótico meramente epidérmico.
Cuando me busca una pareja de novios, interesados en prepararse para el matrimonio, acostumbro a indagar si ambos son capaces de estar juntos una hora en silencio, sin que ninguno se sienta incómodo. En caso contrario, dudo de que estén en condiciones de una saludable vida a dúo, pues el respeto al silencio del otro es uno de los atributos da la confianza amorosa.
Asistí a la película El gran silencio, del director alemán P. Groning, que nos invita a penetra en la vida de una comunidad cartuja en los Alpes franceses. No se oye ninguna palabra en el transcurso de las tres horas de la película, excepto el canto gregoriano de las liturgias monásticas y el toque de la campana. Es una invitación al viaje más desafiante: a lo más profundo de sí mismo.
Quien lo intenta sabe que allí se desdobla Otro que, a su vez, refleja nuestra verdadera identidad. Viaje que tiene como vehículo privilegiado la meditación. En la fase inicial resulta tan arduo como escalar una montaña para quien no está acostumbrado al alpinismo. Pero, en cierto momento, es como si una mano invisible nos elevase, haciendo la subida fácil y agradable.
Sólo entonces se descubre que, en lo imponderable del Misterio, no se sube, se desciende, se sumerge uno en sí mismo para traer a la superficie, del otro lado de nuestro ser, aquel Otro silenciosamente presente en nuestras vidas y en el tejido del Universo. Aquí se calla la palabra y el silencio se hace epifanía. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Mística y Espiritualidad”, junto con Leonardo Boff
https://www.alainet.org/es/articulo/123931?language=en
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