Entre curandero y terapeuta o el miedo a la libertad

18/01/2008
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Una teoría razonable dice que las mujeres viven veinte años más allá de su última menstruación para poder criar a sus hijos. La naturaleza les ha negado el privilegio de parir un niño indefenso cuando su vida llegaba estadísticamente al final. Por alguna razón, no por piedad, esa misma naturaleza no les negó a las mujeres el placer del sexo más allá de su utilidad reproductiva. Por el contrario, se lo prolongó veinte, cuarenta años para complicar la teología de los conservadores ortodoxos que hablan a favor de la vida y de la naturaleza cuando condenan el placer y practican todo lo contrario a lo que conocía la naturaleza antes de que llegaran sus defensores.

Excepto por este tipo de compensaciones inútiles para la reproducción, es como si a la naturaleza no le importásemos como individuos sino sólo como especie. Por eso nos hemos despegado de ella o nuestros artificios son producto de su propia evolución que aspira a superarse a sí misma, aún a riesgo de suicidarse por sus excesos. Somos o nos creemos individuos libres, más allá de la fatalidad de la biología. Pero esa libertad, por mínima que sea, es en potencia una palanca de Arquímedes, capaz de mover la Tierra. Por eso, porque la libertad no es una condición abstracta y absoluta y sólo se accede a través de la liberación de las condiciones que nos limitan (materiales y culturales), también se ha creado la cultura opuesta: la cultura de la opresión, de la opresión propia y de la opresión ajena.

En nuestro tiempo histórico pueden reconocerse varios logros humanistas en progreso, como la desobediencia de las masas, la progresiva igualación de los derechos humanos y la aceptación de la diversidad como acompañante de esta igualdad radical entre individuos. Pero también debe reconocerse la progresión de otras taras. Por ejemplo, nuestra cultura ha subestimado en una medida creciente e insoportable la voluntad del individuo, al mismo tiempo que ha hecho de la individualidad un ilusorio ídolo de barro. Tal vez se trate de un proceso dialéctico. Al mismo tiempo que la humanidad puja por su liberación social, al mismo tiempo se impone una idea panfletaria de la libertad. El individuo se convierte en un ente individualista, intoxicado por una sobredosis de discursos que apelan a la idea de su libertad. Así nos creemos libres, como un pájaro en el cielo que fatalmente sigue las rutas magnéticas de la migración.

La política partidaria en sus fines tradicionales tiende a eso. Aunque puede ser un instrumento (provisorio) de acción por la liberación, su constitución misma procura y exige la obediencia y la renuncia de la libertad —del poder— de los individuos que siguen a sus líderes.

En muchos aspectos, también la psicología dominante, la psicología populista ha planteado el problema así. Un médico, por lo general, no nos exige fe para curarnos una fractura o bajarnos el colesterol. Un curandero o un terapeuta sí (siempre habrá maravillosas excepciones). Si el curandero o el terapeuta fracasan, no se hacen responsables: el responsable es el paciente, el hombre o la mujer sin fe, el enfermo que se resiste a la cura. Esto es parte de una equívoca tradición cristiana. Lo cual, en última instancia lleva su verdad: la revolución interior, la cura final, radica en el individuo, en su propia responsabilidad, en su voluntad de libertad.

El problema es que la misma cultura dominante ha hecho de la voluntad una antigüedad. A los ladrones se los consideran enfermos, como a los alcohólicos y a los fumadores. Los enfermos o los diferentes que antes debían sufrir la persecución y la hoguera ahora son, indiscriminadamente víctimas, objetos o sujetos de compasión. Una cultura que considera “enfermedad” a cualquier conducta indeseada debería considerarse a sí misma una cultura enferma.

Como parte de la sociedad de consumo, proliferan las terapias para todo tipo y gusto bajo la bendición de lo “políticamente correcto”. Allí aparecen los Don Francisco —no niego su buen corazón— hablando con un señor que golpea a su mujer con tono compasivo: “Señor, usted está enfermo. Debe pedir ayuda. Debe asistir a una terapia”. Se dice en la televisión y todos aplauden, incluso el hombre que ha golpeado a su mujer por diez años, con lágrimas en los ojos. Si el hombre reconoce que es malo y acepta el disciplinamiento de una terapia, es redimido al estatus de héroe moderno, ejemplo de civilización. Y claro, en parte el método resulta. Lo bueno es que, como en la curandería, esta superstición funciona porque quien paga por el servicio siempre obtiene algo a cambio. El dinero ha reemplazado las hojas de tabaco y los sahumerios, y el señor o la señora especialista en corazones, desde su impresionante espacio chamánico, ha reemplazado al brujo o al cura que aliviaba y curaba los pecados con cien avemarías a cambio de la voluntad y la libertad del creyente.

Pero no importa. Seamos prácticos mientras tanto. Terapia para adelgazar, terapia para engordar, terapia de pareja para no separarse, terapia de pareja para separarse, terapia para sobrevivir a la terapia, terapias de cuarenta y cinco minutos para ser feliz al contado. Es nuestro tiempo y hay que jugar con las cartas que están sobre la mesa. El método resulta, aunque la cura sea un síntoma de la enfermedad. Resulta por lo mismo que fallamos todos: por olvidarnos que más que enfermo somos apenas indignos de un mínimo de voluntad para la libertad. Le pagamos a un extraño para que nos resuelva los problemas que no podemos resolver por falta de voluntad. ¿Usted fuma y no puede dejar de hacerlo? Mentira, señor, usted no quiere dejar de fumar y punto. ¿Usted es infiel, violento, jugador, ambicioso, avaro, sexomaníaco? Usted no está enfermo, usted es un cretino según los estándares de los últimos cinco mil años.

Claro que en un límite de irracionalidad un individuo deja de ser responsable de sus actos y se convierte en un enfermo. En ese caso necesita ayuda. La víctima suele compartir un grado de responsabilidad que alimenta al opresor, aunque la responsabilidad del opresor está multiplicada por la cuota de poder que sustenta. El problema es cuando tenemos una sociedad compuesta de entes que cada vez se declaran menos responsables de sus actos. Otro síntoma de la Sociedad Autista. Dividuos o individuos que pretenden resolverlo todo pagándole a un tercero para que alimente una enfermedad cultural con un alivio a sus propias debilidades.

Paradójicamente, las nuestras son sociedades que se vanaglorian de altos estándares de libertad. Pero una sociedad que niegue o subestime el valor de la voluntad del individuo también está enferma. Como decía el indio M. N. Roy (Radical Humanism, 1952), con un tono existencialista, sólo la libertad individual es real (“freedom is real only as individual freedom”). No hay plena liberación individual sin la progresiva liberación social, pero el objetivo de la sociedad y de su liberación sigue siendo la libertad de conciencia del individuo. Los humanistas no apostamos por la liberación budista o la del ermitaño, porque esa pretendida pureza del alma está sucia de egoísmo. Pero entre otras piedras que habrá que remover en el camino de la liberación social e individual, están las superticiones modernas que renuevan el disciplinamiento de los individuos según opresivos clichés socialmente consagrados por la pereza intelectual. Es decir, dejar de movernos como obedientes rebaños. La sociedad de consumo le vende la idea de la libertad a cada oveja al mismo tiempo que no cree en ella. Como decía un personaje de Juan Goitisolo (Makbara, 1980), avanzando un slogan publicitario: “Confiar su poder de decisión en nuestras propias manos será siempre la forma más segura de decidir por usted mismo”.

- Jorge Majfud, The Universtiy of Georgia
https://www.alainet.org/es/articulo/125234
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