Claves para entender la marcha del 4 de febrero
06/02/2008
- Opinión
Bogotá
La marcha del 4 de Febrero ha sido, como se podía imaginar, un éxito contundente en cuanto a participación.
Los reportes hablan de 1 millón de personas solo en Bogotá.
La gente ha marchado en más de 50 ciudades colombianas y otras 130 en todo el mundo.
La atmósfera ha sido muy tranquila y por la calle han desfilado personas de todos los extractos sociales, desde los ricos de los barrios bien hasta los habitantes de las áreas más degradadas. Indudablemente un evento histórico, a tal punto que se la considera como una de las más grandes marchas de la historia del país. No se ha verificado ningún problema de orden público. La consigna de la marcha era: “No mas FARC, no más secuestro”, pero mucha gente desfilaba también con pancartas en contra de los otros actores armados y en favor del acuerdo humanitario.
Uno pocas centenares de personas han acompañado a los familiares de los secuestrados que han decidido no marchar y organizar una liturgia en la Iglesia del Voto Nacional. Los han acompañados, entre otros, el alcalde Samuel Moreno, el ex presidente Samper y ex alcalde Lucho Garzón.
Ha sido un día de fiesta cívica inusual en Colombia, que se ha unido por la paz. Este insólito evento, por realizarse en un país que generalmente no se expresa masivamente en las calles, no obstante ser uno de los más conflictivos del planeta, puede tener por lo menos 3 claves de lectura: el rechazo, la manipulación y la expropiación del dolor.
El rechazo
Si como dice Von Clausewitz, uno de los más reconocidos estudiosos de la historia militar y de la filosofía bélica: "la guerra es la continuación de la política por otros medios", en Colombia es verdad su inversión que por primero hizo el filósofo Foucault: “La política es la continuación de la guerra por otros medios”. El colombiano es un conflicto que todo lo incluye y todo lo justifica.
Ya son 6 las generaciones que han nacido y se han criado en el contexto de la guerra y han tenido que acostumbrarse a magnicidios, violencia, desapariciones, desplazamiento y secuestro. La falta de un “post-conflicto” por 60 años ha hecho que los colombianos no hayan podido “vomitar sus muertos”, como lo sugirió el premio Nobel José Saramago en un reciente viaje al país, o sea no hayan podido analizarse, en una situación pacificada, para aprender de sus errores y no volver a repetirlos.
Un conflicto tan largo tiene pocas referencias en los tiempos modernos como para poder comparar y analizar los efectos sociales sobre la población.
Pero un conflicto tan largo demuestra también, que existe, en las clases dominantes, una incapacidad, cuando no una falta de voluntad, para poner fin al conflicto. Cosa que contrasta fuertemente con las ganas y la ilusión de vivir en un “país normal” de la mayoría de la población. Esto es posible porque Colombia es un país quebrado: por una parte las ciudades volcadas hacia la modernidad, el lujo, y hacia modelos económicos globalizados, y por otra parte, el campo, las áreas rurales, atrasadas y ahogadas en la guerra y la violencia.
Unos de los pocos hechos que lleva el conflicto a las clases medio altas de las ciudades es el secuestro. Los actores armados trasladan físicamente a políticos y a gente común en medio de la selva y de la guerra, creando un cordón umbilical que une las dos partes de esta Colombia rota por la violencia.
En este escenario, la marcha del 4 de febrero, organizada por un grupo de la red Facebook, es una novedad, una de las pocas ocasiones en las cuales la población sale a la calle en forma masiva.
Los colombianos han interiorizado la impotencia y el dolor por su país, y se esfuerzan por borrar el conflicto de su mente.
Por esto, la fuerte reacción frente a las inhumanas condiciones de los rehenes en manos de las FARC es positiva y podría marcar un despertar de la sociedad. Es un raro momento de espontáneo y genuino rechazo a la violencia que vive el país.
Pero es un rechazo a un conflicto que la gente no conoce. La mayoría de los colombianos ignora las formas, los números de la violencia de su país y la naturaleza de los actores en armas. No existe una sociedad civil organizada y consciente que haga un llamado a una multitudinaria marcha de rechazo, existen poderes fuertes que aprovechan este espontáneo sentimiento para encaminarlo hacia sus intereses.
La manipulación
El presidente Uribe llegó al poder en el 2002 después de 4 años de un infructuosos e interminable proceso de paz. Un proceso nacido con gran expectativa, transformado en un engaño y enterrado indudablemente como consecuencia de los hechos del 11/9/2001. Las elites colombianas se convencieron que, en el nuevo escenario internacional, era posible derrotar militarmente a la guerrilla, evitando un ajuste social que inevitablemente hubiera conllevado un acuerdo de paz con el grupo guerrillero.
Uribe niega la existencia de un conflicto, trasforma a los actores armados de políticos a simples terroristas, y hace de la opción armada la única solución.
Construye un discurso político en donde todo tiene sentido y se justifica en cuanto existe un enemigo terrorista que se tiene que aniquilar, a continuación vienen los planes militares, las batallas se intensifican y la victoria final parece siempre cuestión de días.
Sin embargo, esta postura no permite soluciones negociadas y no prevé terceras posiciones. Existen solo uribistas o guerrilleros. Pero, sin un enemigo, el beligerante presidente podría retirase junto con su gobierno; sin un conflicto, el ejército colombiano tendría que renunciar a las enormes cantidades de ayudas de los EE.UU. que asciende al 6.5% del PIB y a su poder casi ilimitado sobre la población civil.
La realidad es que la paz no la quiere nadie en el gobierno y en las elites colombianas. Mientras que hay guerra hay negocio.
Uribe se transforma en el bien absoluto contrapuesto a la guerrilla que se vuelve simple terrorismo y encarnación del mal. El conflicto armado se banaliza y el paramilitarismo se tiende a justificar como un mal menor frente al horror de las FARC.
Para poder sustentar este discurso, el presidente hace una utilización masiva de los medios de comunicación complacientes. La mayoría de los colombianos que vive el día a día ni se entera de lo que está sucediendo fuera de las pantallas de la TV. La visión oficial del conflicto armado se vuelve la única realidad, la guerrilla y sus crímenes el único enemigo.
Klaudia Girón, profesora de Psicología de la Universidad Javeriana comenta: “De este escenario se desprende que a partir de esa imagen desfigurada del conflicto, se ha ido configurando un país cada vez más desinformado y aterrorizado[…] La mayoría de la gente ni sabe, ni quiere saber las atrocidades que comete el Estado o los paramilitares.”
Así que cuando los colombianos bajan a la calle a marchar, lo hacen en contra del único enemigo que conocen. Consecuentemente humillan a las víctimas de los otros actores y legitiman el proyecto beligerante del presidente.
Es claro que el Gobierno quiere aprovecharse de la jornada para afianzar su imagen como el principal referente anti-FARC en el país, y por esa vía abrirle paso a una eventual segunda reelección presidencial.
Lo demuestra , por ejemplo, el hecho que el Ministerio de Defensa, Juan Manuel Santos, obligue a salir a la calle a su empleados, o que la secretaria y el Ministerio de Educación apoyen la marcha pagando el día a los profesores que lleven a sus alumnos a marchar. Vale la pena acordarse que estas mismas entidades y el gobierno tacharon de terroristas a los estudiantes y profesores que hace pocos meses marcharon en protesta frente a los recortes económicos a la educación.
Esto ha venido generando un debate muy fuerte en la sociedad colombiana, entre quienes quisieran marchar contra todas las violencias y todos los actores armados y quienes, como los jóvenes organizadores, desconocen la existencia de violencias superiores u otras y confunden a los críticos de su iniciativa (víctimas, organizaciones sociales e izquierdas) con amigos de las FARC.
Analizando este debate, muchos analistas consideran que hay una polarización en el país, probablemente se confunde una exasperación de los ánimos y una creciente intolerancia con una polarización. Pero no existe una verdadera división, al contrario, lo que se pretende es un animismo ideológico, una homogeneización del pensamiento, la creación de un enemigo único y de una sola verdad, que tiende a cancelar y desconocer la historia y a eliminar a quienes tengan ideas diferentes, como los mismos familiares de los rehenes de las FARC.
John Stuart Mill lo expresaba así: “El mal realmente temible no es la lucha violenta entre las diferentes partes de la verdad, sino la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír a las dos partes, cuando tan solo oyen a una es cuando los errores se convierten en prejuicios”.
Es por esto que un marcha espontánea y positiva de rechazo a un crimen, objetivamente abyecto, y de una organización ahistórica que ha perdido el contacto con la realidad y la población, puede terminar apoyando la violencia en Colombia, alejando la paz y promoviendo un proceso de inculpación de las víctimas de los otros actores armados y de los defensores de los derechos humanos. Porque, como demuestran las agresiones a la senadora Piedad Córdoba, partidaria de una salida negociada al conflicto y autora intelectual de la liberación de Clara Rojas y Consuelo de Perdomo, quienes sostienen opiniones impopulares, están expuestos a calumnias.
Iván Cepeda, presidente del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, comenta así la marcha: “La convocatoria que se realiza contra una forma de violencia excluye otras lógicas y se podría decir que hay dos tipos de víctimas: las del secuestro y las de la guerrilla, y otras que han pasado a ser víctimas inexistentes”.
Expropiación del dolor
Cuando los organizadores se niegan marchar contra todas las violencias y deciden marchar solo contra las FARC, desconocen a las víctimas de los otros actores armados y las vuelven invisibles. Se reconoce la atrocidad que viven los más de 700 secuestrados en mano de las FARC, pero se suprime la realidad de un país destrozado por las violencias paramilitar y estatal; peor aun, estas se legitiman. Prueba de ello, es que los jefes paramilitares respaldaron, en un comunicado, la marcha del 4 de febrero.
En Colombia 120.000 personas, según cifras de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación (CNRR), se han identificado como víctimas del paramilitarismo ante la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación. Se piensa que los desaparecidos a manos de los paramilitares de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) podrían llegar a 14.000. ¡Las AUC no tienen rehenes, llenan fosas comunes!
El ex jefe paramilitar Salvatore Mancuso se atribuyó la culpa de 112 masacres con un total de 1370 víctimas. Su amigo, alias Don Berna, reveló la ubicación de 300 víctimas de su estrategia de terror, enterrados en 11 fosas comunes.
Hasta el diciembre del 2007 se encontraron 935 fosas comunes.
Solo el jefe paramilitar Éver Velosa, alias H.H., un mando medio, admitió en Medellín su responsabilidad en 1200 homicidios cometidos en un año y medio: “había noches que matábamos hasta 20”, declaró frente a los familiares de las víctimas que concurrieron para saber el destino de sus seres queridos desaparecidos hace años.
El jefe paramilitar Jorge 40, aceptó su responsabilidad en varias masacres en el norte del país en donde declaró haber asesinado a un centenar de pobladores, incluida la masacre de Ciénega Grande, Santa Marta, en donde fueron ejecutados más de 60 pescadores en el año 2000. Su estructura es responsable de 768 desapariciones y se le atribuyen 200 masacres.
El alias Alemán indicó la ubicación de 50 cuerpos en fosas comunes y confesó más de 100 crímenes.
Hasta hoy se han escuchado solo a 63 paras que rindieron una confesión voluntaria de unos 2914 paras encausados. Esto puede dar una idea de lo que ha sido el terror paramilitar en Colombia.
Con las AUC, el gobierno Uribe ha adelantado un proceso de paz muy cuestionado, en este marco, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia ha declarado que no se puede aplicar el crimen de “sedición” a los integrantes de las AUC, porque no se levantaron en contra del Estado, sino a su favor.
Efectivamente, más de 60 congresistas y políticos uribista están involucrados en el escándalo conocido como la “parapolítica” y se los acusa de haber financiado y creado grupos paramilitares. Entre estos se encuentra el primo del Presidente, Mario Uribe.
Hablando solo del 2008, entre el 31 de diciembre y el 14 de enero, el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE), reportó que presuntos paramilitares de ultraderecha han asesinado a 12 personas, han desaparecido a nueve, han obligado a 120 a desplazarse y han herido a otras tres.
“Pareciera que esas víctimas son inexistentes”, escribió Iván Cepeda Castro, en una carta al presidente Álvaro Uribe. “Ni los gremios empresariales, ni la Iglesia ni los alcaldes, ni los gobernadores, ni los grandes medios de comunicación convocan a marchas de rechazo ciudadano ante esos crímenes”, agregó, en referencia a la manifestación del 4 de febrero.
En la carta, Cepeda continúa: “¿Cuándo se pronunciará Usted sobre los crímenes contra la humanidad que siguen cometiendo los grupos paramilitares? ¿Cuándo hará una alocución solemne para condenar las desapariciones forzadas masivas que han llevado a miles de compatriotas a fosas comunes y cementerios clandestinos?”.
Hablando del ejército colombiano, los últimos informes del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), seguramente el banco de datos más importante sobre el conflicto colombiano, hablan de una realidad escalofriante.
En el último semestre del 2006, las violaciones graves al derecho humanitario internacional, DIH, (desaparición, homicidio extrajudicial, tortura, entre otros) son de responsabilidad, en el 66%, de la fuerza pública, en el 24% de los paramilitares (desmovilizados, según el gobierno) y solo el 4% de las guerrillas. En el primer semestre, los datos indican que el 44% fueron cometidos por actores estatales, el 35.5% por los paras y el 12% por las guerrillas. Como siempre, cuando baja la violencia paramilitar sube la del Estado y viceversa.
En 2007 las cosas no cambian mucho. La fuerza pública es responsable de 385 violaciones graves del DIH, otros actores del Estado de 62, los paras de 325, las guerrillas de 22.
¿Cómo se puede marchar contra los crímenes de la guerrilla sin marchar contra los crímenes del Estado y de los paramilitares? ¿Cómo puede el Estado colombiano llamar a alguien terrorista sin antes apelar a sí mismo de la misma manera?
La marcha del 4 de febrero expropia el dolor de todas la victimas del conflicto. No es casual que ninguna organización de víctimas, o de derechos humanos la haya apoyado.
- Simone Bruno es periodista italiano.
La marcha del 4 de Febrero ha sido, como se podía imaginar, un éxito contundente en cuanto a participación.
Los reportes hablan de 1 millón de personas solo en Bogotá.
La gente ha marchado en más de 50 ciudades colombianas y otras 130 en todo el mundo.
La atmósfera ha sido muy tranquila y por la calle han desfilado personas de todos los extractos sociales, desde los ricos de los barrios bien hasta los habitantes de las áreas más degradadas. Indudablemente un evento histórico, a tal punto que se la considera como una de las más grandes marchas de la historia del país. No se ha verificado ningún problema de orden público. La consigna de la marcha era: “No mas FARC, no más secuestro”, pero mucha gente desfilaba también con pancartas en contra de los otros actores armados y en favor del acuerdo humanitario.
Uno pocas centenares de personas han acompañado a los familiares de los secuestrados que han decidido no marchar y organizar una liturgia en la Iglesia del Voto Nacional. Los han acompañados, entre otros, el alcalde Samuel Moreno, el ex presidente Samper y ex alcalde Lucho Garzón.
Ha sido un día de fiesta cívica inusual en Colombia, que se ha unido por la paz. Este insólito evento, por realizarse en un país que generalmente no se expresa masivamente en las calles, no obstante ser uno de los más conflictivos del planeta, puede tener por lo menos 3 claves de lectura: el rechazo, la manipulación y la expropiación del dolor.
El rechazo
Si como dice Von Clausewitz, uno de los más reconocidos estudiosos de la historia militar y de la filosofía bélica: "la guerra es la continuación de la política por otros medios", en Colombia es verdad su inversión que por primero hizo el filósofo Foucault: “La política es la continuación de la guerra por otros medios”. El colombiano es un conflicto que todo lo incluye y todo lo justifica.
Ya son 6 las generaciones que han nacido y se han criado en el contexto de la guerra y han tenido que acostumbrarse a magnicidios, violencia, desapariciones, desplazamiento y secuestro. La falta de un “post-conflicto” por 60 años ha hecho que los colombianos no hayan podido “vomitar sus muertos”, como lo sugirió el premio Nobel José Saramago en un reciente viaje al país, o sea no hayan podido analizarse, en una situación pacificada, para aprender de sus errores y no volver a repetirlos.
Un conflicto tan largo tiene pocas referencias en los tiempos modernos como para poder comparar y analizar los efectos sociales sobre la población.
Pero un conflicto tan largo demuestra también, que existe, en las clases dominantes, una incapacidad, cuando no una falta de voluntad, para poner fin al conflicto. Cosa que contrasta fuertemente con las ganas y la ilusión de vivir en un “país normal” de la mayoría de la población. Esto es posible porque Colombia es un país quebrado: por una parte las ciudades volcadas hacia la modernidad, el lujo, y hacia modelos económicos globalizados, y por otra parte, el campo, las áreas rurales, atrasadas y ahogadas en la guerra y la violencia.
Unos de los pocos hechos que lleva el conflicto a las clases medio altas de las ciudades es el secuestro. Los actores armados trasladan físicamente a políticos y a gente común en medio de la selva y de la guerra, creando un cordón umbilical que une las dos partes de esta Colombia rota por la violencia.
En este escenario, la marcha del 4 de febrero, organizada por un grupo de la red Facebook, es una novedad, una de las pocas ocasiones en las cuales la población sale a la calle en forma masiva.
Los colombianos han interiorizado la impotencia y el dolor por su país, y se esfuerzan por borrar el conflicto de su mente.
Por esto, la fuerte reacción frente a las inhumanas condiciones de los rehenes en manos de las FARC es positiva y podría marcar un despertar de la sociedad. Es un raro momento de espontáneo y genuino rechazo a la violencia que vive el país.
Pero es un rechazo a un conflicto que la gente no conoce. La mayoría de los colombianos ignora las formas, los números de la violencia de su país y la naturaleza de los actores en armas. No existe una sociedad civil organizada y consciente que haga un llamado a una multitudinaria marcha de rechazo, existen poderes fuertes que aprovechan este espontáneo sentimiento para encaminarlo hacia sus intereses.
La manipulación
El presidente Uribe llegó al poder en el 2002 después de 4 años de un infructuosos e interminable proceso de paz. Un proceso nacido con gran expectativa, transformado en un engaño y enterrado indudablemente como consecuencia de los hechos del 11/9/2001. Las elites colombianas se convencieron que, en el nuevo escenario internacional, era posible derrotar militarmente a la guerrilla, evitando un ajuste social que inevitablemente hubiera conllevado un acuerdo de paz con el grupo guerrillero.
Uribe niega la existencia de un conflicto, trasforma a los actores armados de políticos a simples terroristas, y hace de la opción armada la única solución.
Construye un discurso político en donde todo tiene sentido y se justifica en cuanto existe un enemigo terrorista que se tiene que aniquilar, a continuación vienen los planes militares, las batallas se intensifican y la victoria final parece siempre cuestión de días.
Sin embargo, esta postura no permite soluciones negociadas y no prevé terceras posiciones. Existen solo uribistas o guerrilleros. Pero, sin un enemigo, el beligerante presidente podría retirase junto con su gobierno; sin un conflicto, el ejército colombiano tendría que renunciar a las enormes cantidades de ayudas de los EE.UU. que asciende al 6.5% del PIB y a su poder casi ilimitado sobre la población civil.
La realidad es que la paz no la quiere nadie en el gobierno y en las elites colombianas. Mientras que hay guerra hay negocio.
Uribe se transforma en el bien absoluto contrapuesto a la guerrilla que se vuelve simple terrorismo y encarnación del mal. El conflicto armado se banaliza y el paramilitarismo se tiende a justificar como un mal menor frente al horror de las FARC.
Para poder sustentar este discurso, el presidente hace una utilización masiva de los medios de comunicación complacientes. La mayoría de los colombianos que vive el día a día ni se entera de lo que está sucediendo fuera de las pantallas de la TV. La visión oficial del conflicto armado se vuelve la única realidad, la guerrilla y sus crímenes el único enemigo.
Klaudia Girón, profesora de Psicología de la Universidad Javeriana comenta: “De este escenario se desprende que a partir de esa imagen desfigurada del conflicto, se ha ido configurando un país cada vez más desinformado y aterrorizado[…] La mayoría de la gente ni sabe, ni quiere saber las atrocidades que comete el Estado o los paramilitares.”
Así que cuando los colombianos bajan a la calle a marchar, lo hacen en contra del único enemigo que conocen. Consecuentemente humillan a las víctimas de los otros actores y legitiman el proyecto beligerante del presidente.
Es claro que el Gobierno quiere aprovecharse de la jornada para afianzar su imagen como el principal referente anti-FARC en el país, y por esa vía abrirle paso a una eventual segunda reelección presidencial.
Lo demuestra , por ejemplo, el hecho que el Ministerio de Defensa, Juan Manuel Santos, obligue a salir a la calle a su empleados, o que la secretaria y el Ministerio de Educación apoyen la marcha pagando el día a los profesores que lleven a sus alumnos a marchar. Vale la pena acordarse que estas mismas entidades y el gobierno tacharon de terroristas a los estudiantes y profesores que hace pocos meses marcharon en protesta frente a los recortes económicos a la educación.
Esto ha venido generando un debate muy fuerte en la sociedad colombiana, entre quienes quisieran marchar contra todas las violencias y todos los actores armados y quienes, como los jóvenes organizadores, desconocen la existencia de violencias superiores u otras y confunden a los críticos de su iniciativa (víctimas, organizaciones sociales e izquierdas) con amigos de las FARC.
Analizando este debate, muchos analistas consideran que hay una polarización en el país, probablemente se confunde una exasperación de los ánimos y una creciente intolerancia con una polarización. Pero no existe una verdadera división, al contrario, lo que se pretende es un animismo ideológico, una homogeneización del pensamiento, la creación de un enemigo único y de una sola verdad, que tiende a cancelar y desconocer la historia y a eliminar a quienes tengan ideas diferentes, como los mismos familiares de los rehenes de las FARC.
John Stuart Mill lo expresaba así: “El mal realmente temible no es la lucha violenta entre las diferentes partes de la verdad, sino la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír a las dos partes, cuando tan solo oyen a una es cuando los errores se convierten en prejuicios”.
Es por esto que un marcha espontánea y positiva de rechazo a un crimen, objetivamente abyecto, y de una organización ahistórica que ha perdido el contacto con la realidad y la población, puede terminar apoyando la violencia en Colombia, alejando la paz y promoviendo un proceso de inculpación de las víctimas de los otros actores armados y de los defensores de los derechos humanos. Porque, como demuestran las agresiones a la senadora Piedad Córdoba, partidaria de una salida negociada al conflicto y autora intelectual de la liberación de Clara Rojas y Consuelo de Perdomo, quienes sostienen opiniones impopulares, están expuestos a calumnias.
Iván Cepeda, presidente del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, comenta así la marcha: “La convocatoria que se realiza contra una forma de violencia excluye otras lógicas y se podría decir que hay dos tipos de víctimas: las del secuestro y las de la guerrilla, y otras que han pasado a ser víctimas inexistentes”.
Expropiación del dolor
Cuando los organizadores se niegan marchar contra todas las violencias y deciden marchar solo contra las FARC, desconocen a las víctimas de los otros actores armados y las vuelven invisibles. Se reconoce la atrocidad que viven los más de 700 secuestrados en mano de las FARC, pero se suprime la realidad de un país destrozado por las violencias paramilitar y estatal; peor aun, estas se legitiman. Prueba de ello, es que los jefes paramilitares respaldaron, en un comunicado, la marcha del 4 de febrero.
En Colombia 120.000 personas, según cifras de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación (CNRR), se han identificado como víctimas del paramilitarismo ante la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación. Se piensa que los desaparecidos a manos de los paramilitares de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) podrían llegar a 14.000. ¡Las AUC no tienen rehenes, llenan fosas comunes!
El ex jefe paramilitar Salvatore Mancuso se atribuyó la culpa de 112 masacres con un total de 1370 víctimas. Su amigo, alias Don Berna, reveló la ubicación de 300 víctimas de su estrategia de terror, enterrados en 11 fosas comunes.
Hasta el diciembre del 2007 se encontraron 935 fosas comunes.
Solo el jefe paramilitar Éver Velosa, alias H.H., un mando medio, admitió en Medellín su responsabilidad en 1200 homicidios cometidos en un año y medio: “había noches que matábamos hasta 20”, declaró frente a los familiares de las víctimas que concurrieron para saber el destino de sus seres queridos desaparecidos hace años.
El jefe paramilitar Jorge 40, aceptó su responsabilidad en varias masacres en el norte del país en donde declaró haber asesinado a un centenar de pobladores, incluida la masacre de Ciénega Grande, Santa Marta, en donde fueron ejecutados más de 60 pescadores en el año 2000. Su estructura es responsable de 768 desapariciones y se le atribuyen 200 masacres.
El alias Alemán indicó la ubicación de 50 cuerpos en fosas comunes y confesó más de 100 crímenes.
Hasta hoy se han escuchado solo a 63 paras que rindieron una confesión voluntaria de unos 2914 paras encausados. Esto puede dar una idea de lo que ha sido el terror paramilitar en Colombia.
Con las AUC, el gobierno Uribe ha adelantado un proceso de paz muy cuestionado, en este marco, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia ha declarado que no se puede aplicar el crimen de “sedición” a los integrantes de las AUC, porque no se levantaron en contra del Estado, sino a su favor.
Efectivamente, más de 60 congresistas y políticos uribista están involucrados en el escándalo conocido como la “parapolítica” y se los acusa de haber financiado y creado grupos paramilitares. Entre estos se encuentra el primo del Presidente, Mario Uribe.
Hablando solo del 2008, entre el 31 de diciembre y el 14 de enero, el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE), reportó que presuntos paramilitares de ultraderecha han asesinado a 12 personas, han desaparecido a nueve, han obligado a 120 a desplazarse y han herido a otras tres.
“Pareciera que esas víctimas son inexistentes”, escribió Iván Cepeda Castro, en una carta al presidente Álvaro Uribe. “Ni los gremios empresariales, ni la Iglesia ni los alcaldes, ni los gobernadores, ni los grandes medios de comunicación convocan a marchas de rechazo ciudadano ante esos crímenes”, agregó, en referencia a la manifestación del 4 de febrero.
En la carta, Cepeda continúa: “¿Cuándo se pronunciará Usted sobre los crímenes contra la humanidad que siguen cometiendo los grupos paramilitares? ¿Cuándo hará una alocución solemne para condenar las desapariciones forzadas masivas que han llevado a miles de compatriotas a fosas comunes y cementerios clandestinos?”.
Hablando del ejército colombiano, los últimos informes del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), seguramente el banco de datos más importante sobre el conflicto colombiano, hablan de una realidad escalofriante.
En el último semestre del 2006, las violaciones graves al derecho humanitario internacional, DIH, (desaparición, homicidio extrajudicial, tortura, entre otros) son de responsabilidad, en el 66%, de la fuerza pública, en el 24% de los paramilitares (desmovilizados, según el gobierno) y solo el 4% de las guerrillas. En el primer semestre, los datos indican que el 44% fueron cometidos por actores estatales, el 35.5% por los paras y el 12% por las guerrillas. Como siempre, cuando baja la violencia paramilitar sube la del Estado y viceversa.
En 2007 las cosas no cambian mucho. La fuerza pública es responsable de 385 violaciones graves del DIH, otros actores del Estado de 62, los paras de 325, las guerrillas de 22.
¿Cómo se puede marchar contra los crímenes de la guerrilla sin marchar contra los crímenes del Estado y de los paramilitares? ¿Cómo puede el Estado colombiano llamar a alguien terrorista sin antes apelar a sí mismo de la misma manera?
La marcha del 4 de febrero expropia el dolor de todas la victimas del conflicto. No es casual que ninguna organización de víctimas, o de derechos humanos la haya apoyado.
- Simone Bruno es periodista italiano.
https://www.alainet.org/es/articulo/125516?language=en
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