Un modelo a imitar
06/03/2008
- Opinión
Aunque tal no hubiera sido el propósito de los autores de un libro recién aparecido sobre las relaciones cubano- canadienses, tenemos allí buena prueba de cómo podrían haber sido o podrían ser aún los vínculos entre los Estados Unidos y Cuba.
El libro de los profesores canadienses John M. Kirk y Peter McKenna "Sesenta Años de Relaciones Bilaterales Cuba-Canadá", publicado por la Editorial cubana de Ciencias Sociales no habla de esta historia cual si fuera una panacea. Cuenta momentos felices con la misma objetividad con que refiere tensiones y sinsabores.
No obstante el hecho de que el Primer Ministro de Canadá John Diefenbaker era muy anticomunista, partidario ferviente de la monarquía, la Mancomunidad británica y la OTAN, una apreciación del embajador de Canadá en Washington, Charles Ritchie, en los días del triunfo de la revolución, cuando ya el gobierno de Estados Unidos se entregaba al propósito de derrocarla, es definida por los autores como resumen de la posición de Ottawa entonces:
"Creemos que lo ocurrido en Cuba es una revolución social popular y no la toma de posesión de un gobierno inspirado en la Rusia comunista… si algo similar pasara en Canadá,… ¿no deberíamos considerarlo como un asunto solo nuestro, y no nos sentiríamos ofendidos por cualquier intromisión en él? (…) hemos estado siempre en contra de políticas de estrangulación económica, más aún en contra de la intervención militar…".
Kirk y McKenna subrayan que la trascendencia de la posición asumida por Diefenbaker no debe subestimarse, considerando las presiones de Washington que condujeron a que, junto a México, Canadá fuera la única nación de América que no rompiera las relaciones diplomáticas con Cuba a inicios de los años 1960.
Se aprecia en el libro que Canadá debió soportar fuertes reparos por la falta de apoyo oficial a las posiciones adoptadas por los Estados Unidos contra Cuba. Su Embajador en Washington era repetidamente citado al Departamento de Estado para hacerle llegar inquietudes por ese motivo.
Arthur Schlesinger, asistente del Presidente Kennedy, preguntó en ocasiones al embajador de Canadá, con "irrefrenable sarcasmo", si Ottawa había decidido poner a Castro al nivel de Kennedy.
Todo ello, sin olvidar que el gobierno canadiense siempre hizo ver claramente al gobierno cubano que era un aliado firme de los Estados Unidos, pese a las diferencias elementales de opinión sobre la manera más apropiada de tratar con el gobierno de Cuba.
Cuando Lester Pearson, cercano amigo de Kennedy, asumió el gobierno en Canadá, hubo malos augurios para el curso de las relaciones cubano-canadienses que habían tocado fondo poco antes con la Crisis de los Misiles, en octubre de 1962.
Pero el libro explica que lo que siguió fue apenas una política canadiense de inercia y mantenimiento del status quo en una relación "a distancia", pero sin interés alguno por el derrocar al gobierno revolucionario cubano. Todo ello formaba parte de una política "fríamente acertada" que incluía desacuerdos con aspectos fundamentales de la política norteamericana que, según los autores, a veces resultaba difícil de descifrar para la diplomacia cubana.
Vino después, en 1968, el gobierno de Pierre Trudeau, quien lo perdió en 1972 y lo recuperó en 1974, para perderlo nuevamente en 1979 y recobrarlo en 1980.
Con Trudeau, se rompió el estancamiento de las relaciones cubano-canadienses y éstas alcanzaron su punto más alto a raíz de su visita a la isla a principios de 1976. Se singularizaron por una amistad personal que se estableció entre él y el Presidente cubano Fidel Castro "sin importar sus diferencias ideológicas y políticas".
El libro analiza igualmente las relaciones bilaterales durante el gobierno de Brian Mulroney, que se caracterizaron por la apatía y el descuido, no malévolo ni mezquino, pero si deliberado.
Los autores califican de "luna de miel", los nexos diplomáticos y comerciales entre ambos países durante la primera etapa del gobierno de Chretien, cuya política de "compromiso constructivo" y "pragmatismo con principios" terminó por enfriarse a causa de las interpretaciones muy diferentes de las partes acerca de la esencia de los derechos humanos y la realidad histórica de los dos países.
El libro llega en su análisis hasta el período inicial del gobierno de Paul Martin quien, por su naturaleza conservadora y su obsesión por mejorar los nexos con Washington, nadie esperaba que actuara a favor del estrechamiento de los vínculos con La Habana. No obstante, los hechos demostraron una continuidad de la tradicional política de respeto reciproco y mutua conveniencia.
Porque no se trata de una política de colaboración con Cuba en reconocimiento del difícil trance que significa para un país pequeño y pobre del tercer mundo haber podido resistir durante medio siglo, con enormes sacrificios, los embates de la única superpotencia económica, tecnológica y militar del mundo que, para colmo de males, es, al igual que para Canadá, su vecino más cercano.
La política de Canadá hacia Cuba ha sido pragmática y basada en la realidad del país, pretendiendo que sea similar a la practicada con Italia y Japón, México y Chile, opinan Kirk y McKenna.
No es una relación "especial", pero a veces lo parece simplemente por la relación tan anormal y extraña que Estados Unidos mantiene con la Isla. Como afirman los autores, la política de Ottawa hacia Cuba no se distingue de la que Canadá sigue hacia muchos otros países –algo que demuestra que la táctica empleada por Washington es contraproducente y equivocada.
Ciertamente, la mentalidad de "asignaturas pendientes" con que han asumido la tarea de derrocar a la revolución cubana diez sucesivas administraciones estadounidenses, contrasta con el servicio a la paz mundial y a los propios intereses de su nación con que han conducido sus relaciones con Cuba durante casi medio siglo los gobiernos canadienses. ¡Un modelo a imitar!
Marzo de 2008
El libro de los profesores canadienses John M. Kirk y Peter McKenna "Sesenta Años de Relaciones Bilaterales Cuba-Canadá", publicado por la Editorial cubana de Ciencias Sociales no habla de esta historia cual si fuera una panacea. Cuenta momentos felices con la misma objetividad con que refiere tensiones y sinsabores.
No obstante el hecho de que el Primer Ministro de Canadá John Diefenbaker era muy anticomunista, partidario ferviente de la monarquía, la Mancomunidad británica y la OTAN, una apreciación del embajador de Canadá en Washington, Charles Ritchie, en los días del triunfo de la revolución, cuando ya el gobierno de Estados Unidos se entregaba al propósito de derrocarla, es definida por los autores como resumen de la posición de Ottawa entonces:
"Creemos que lo ocurrido en Cuba es una revolución social popular y no la toma de posesión de un gobierno inspirado en la Rusia comunista… si algo similar pasara en Canadá,… ¿no deberíamos considerarlo como un asunto solo nuestro, y no nos sentiríamos ofendidos por cualquier intromisión en él? (…) hemos estado siempre en contra de políticas de estrangulación económica, más aún en contra de la intervención militar…".
Kirk y McKenna subrayan que la trascendencia de la posición asumida por Diefenbaker no debe subestimarse, considerando las presiones de Washington que condujeron a que, junto a México, Canadá fuera la única nación de América que no rompiera las relaciones diplomáticas con Cuba a inicios de los años 1960.
Se aprecia en el libro que Canadá debió soportar fuertes reparos por la falta de apoyo oficial a las posiciones adoptadas por los Estados Unidos contra Cuba. Su Embajador en Washington era repetidamente citado al Departamento de Estado para hacerle llegar inquietudes por ese motivo.
Arthur Schlesinger, asistente del Presidente Kennedy, preguntó en ocasiones al embajador de Canadá, con "irrefrenable sarcasmo", si Ottawa había decidido poner a Castro al nivel de Kennedy.
Todo ello, sin olvidar que el gobierno canadiense siempre hizo ver claramente al gobierno cubano que era un aliado firme de los Estados Unidos, pese a las diferencias elementales de opinión sobre la manera más apropiada de tratar con el gobierno de Cuba.
Cuando Lester Pearson, cercano amigo de Kennedy, asumió el gobierno en Canadá, hubo malos augurios para el curso de las relaciones cubano-canadienses que habían tocado fondo poco antes con la Crisis de los Misiles, en octubre de 1962.
Pero el libro explica que lo que siguió fue apenas una política canadiense de inercia y mantenimiento del status quo en una relación "a distancia", pero sin interés alguno por el derrocar al gobierno revolucionario cubano. Todo ello formaba parte de una política "fríamente acertada" que incluía desacuerdos con aspectos fundamentales de la política norteamericana que, según los autores, a veces resultaba difícil de descifrar para la diplomacia cubana.
Vino después, en 1968, el gobierno de Pierre Trudeau, quien lo perdió en 1972 y lo recuperó en 1974, para perderlo nuevamente en 1979 y recobrarlo en 1980.
Con Trudeau, se rompió el estancamiento de las relaciones cubano-canadienses y éstas alcanzaron su punto más alto a raíz de su visita a la isla a principios de 1976. Se singularizaron por una amistad personal que se estableció entre él y el Presidente cubano Fidel Castro "sin importar sus diferencias ideológicas y políticas".
El libro analiza igualmente las relaciones bilaterales durante el gobierno de Brian Mulroney, que se caracterizaron por la apatía y el descuido, no malévolo ni mezquino, pero si deliberado.
Los autores califican de "luna de miel", los nexos diplomáticos y comerciales entre ambos países durante la primera etapa del gobierno de Chretien, cuya política de "compromiso constructivo" y "pragmatismo con principios" terminó por enfriarse a causa de las interpretaciones muy diferentes de las partes acerca de la esencia de los derechos humanos y la realidad histórica de los dos países.
El libro llega en su análisis hasta el período inicial del gobierno de Paul Martin quien, por su naturaleza conservadora y su obsesión por mejorar los nexos con Washington, nadie esperaba que actuara a favor del estrechamiento de los vínculos con La Habana. No obstante, los hechos demostraron una continuidad de la tradicional política de respeto reciproco y mutua conveniencia.
Porque no se trata de una política de colaboración con Cuba en reconocimiento del difícil trance que significa para un país pequeño y pobre del tercer mundo haber podido resistir durante medio siglo, con enormes sacrificios, los embates de la única superpotencia económica, tecnológica y militar del mundo que, para colmo de males, es, al igual que para Canadá, su vecino más cercano.
La política de Canadá hacia Cuba ha sido pragmática y basada en la realidad del país, pretendiendo que sea similar a la practicada con Italia y Japón, México y Chile, opinan Kirk y McKenna.
No es una relación "especial", pero a veces lo parece simplemente por la relación tan anormal y extraña que Estados Unidos mantiene con la Isla. Como afirman los autores, la política de Ottawa hacia Cuba no se distingue de la que Canadá sigue hacia muchos otros países –algo que demuestra que la táctica empleada por Washington es contraproducente y equivocada.
Ciertamente, la mentalidad de "asignaturas pendientes" con que han asumido la tarea de derrocar a la revolución cubana diez sucesivas administraciones estadounidenses, contrasta con el servicio a la paz mundial y a los propios intereses de su nación con que han conducido sus relaciones con Cuba durante casi medio siglo los gobiernos canadienses. ¡Un modelo a imitar!
Marzo de 2008
https://www.alainet.org/es/articulo/126109?language=en
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