Hechos y teorías

24/04/2008
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Hace un tiempo un legislador estadounidense, haciéndose eco de la sabiduría popular de un grupo no minoritario, propuso que debía estudiarse una ley que impusiera a los profesores enseñar hechos y no teorías. Concretamente se refería a su fobia contra la teoría de la evolución. No se puso a pensar que su propuesta sobre lo que debe ser la enseñanza académica y sobre lo que de hecho es un hecho, no son hechos sino pura y llana teoría. Tampoco se puso a pensar qué quedaría de las ciencias si quitásemos las teorías. Aún teorías imperfectas y responsables de cosmovisiones hoy rechazadas por la misma ciencia, como el modelo geocéntrico de Ptolomeo o el universo tridimensional de Galileo y de Newton tuvieron resultados prácticos que beneficiaron el progreso de la técnica y del conocimiento humano en general, sea científico o humanístico.

En las radios del Sur de Estados Unidos se suele escuchar con insistencia programas infantiles didácticos en que se dramatiza la iluminación de los niños recodándoles que la teoría de la evolución es sólo una teoría. El dilema preestablecido asume que si una posición, la evolucionista, es sólo una teoría, la posición contraria, la creacionista, es un hecho. Por creacionismo se refieren sólo aquel que asume que el mundo fue creado por Dios en siete días reales, hace pocos miles de años. Como si Dios no aceptase la costumbre de las metáforas y las parábolas, recurso narrativo principal de su hijo Jesús. Según esta teoría interpretativa usada por los creacionistas, cuando Jesús hablaba del diferente uso de las semillas, de facto estaría dando cátedra de agronomía. Por otro lado, si una escritura debe ser tomada al pié de la letra, ¿a qué tantos ríos de tinta teológica tratando de explicar lo que no está en la letra? ¿Por qué tantas leyes interpretativas?

Si fuese por las pruebas o indicios, la teoría de la evolución ya le habría ganado la disputa científica a la teoría del creacionismo reciente. ¿Pero en qué cambia esto una religión, toda una fe? Por alguna paradójica razón, los religiosos más ortodoxos de nuestros tiempos no se conforman con un enunciado arbitrario de las Revelaciones sino que buscan obsesivamente legitimarlo con recursos prestados de la odiada ciencia. Cuando descubren un tarugo del arca de Noé recurren entusiasmados a las evidencias de la arqueología, pero si ese tarugo está rodeado de toneladas de fósiles fantásticos, sólo ven allí teorías.

Si hay una Ley y una Revelación sagrada, ¿qué necesidad hay de justificarla? Al fin al cabo sólo Dios tiene derecho a ser arbitrario, aunque hay mucha gente que esté decidida a imitarlo.

Otro tabú intelectual es la reescritura de la historia, a pesar de que la práctica más común de la historia es su propia reescritura. Es común la idea de que la historia es escrita por los vencedores de ayer, pero también es reescrita por los vencedores de hoy. Esto no quiere decir que no sea posible un cierto grado de objetividad o que los hechos sean algo ajeno a las teorías o que estén inmunes a los prejuicios filosóficos, religiosos o cosmogónicos. La definición de un hecho y la reconstrucción del mismo es, en gran parte, una teoría. Lo demuestra la misma ciencia experimental; ni que hablar de los hechos históricos.

No existe un solo pueblo en ningún momento de la historia que no haya reescrito la historia, por regla adaptándola a sus propios intereses. Toda interpretación es como la puesta en escena de un drama de Shakespeare en un teatro de Broadway. Nunca podremos saber cómo fue el drama original, ni cuales fueron estrictamente las motivaciones del autor ni las lecturas que en el siglo XVI hizo cada espectador inglés o italiano. Sí podemos sospechar que no eran todas iguales como no son las nuevas escenificaciones o interpretaciones de un neoyorkino del siglo XXI.

Claro que detrás de toda esta relatividad asumimos que existe algún tipo de verdad o de verdades. Por ejemplo, no podemos afirmar que Romeo y Julieta es una tragedia tomada por Américo Vespucio en sus viajes por el Nuevo Mundo, aunque podemos especular que aquellos bárbaros eran capaces de experimentar amor y odio al igual que un inglés o un italiano. Por lo menos no hay pruebas ni indicios que indiquen lo contrario. Es decir, hacemos un esfuerzo de renuncia a la arbitrariedad: si algo nos confirma o nos siguiere que nuestra teoría no funciona, debemos modificarla o renunciar a ella. Pero nadie renuncia a una religión por razones factuales sino por razones de fe. Por lo tanto, estamos hablando de epistemologías diferentes y la confirmación de una por los métodos y principios de la otra no sirve o es pura manipulación a las órdenes de los intereses del poder de turno.

Pero si en la historia todo es tan relativo y al mismo tiempo es posible algún tipo de verdad o de objetividad de ciertos hechos, ¿cómo podemos acercarnos a este último? Primero, el reconocimiento de aquella relatividad (o pluralidad de la realidad) es parte de esta verdad "objetiva", hasta que se pruebe lo contrario. Segundo, al menos desde los tiempos de los antiguos griegos la crítica libre es el principal instrumento de avance del conocimiento y, en última instancia, de esa pretendida verdad. Cada vez que cuestionamos la historia le hacemos un bien, no a la historia sino a la objetividad histórica, no a la arbitrariedad sino a la racionalidad.

La verdad histórica nunca puede temerle al cuestionamiento. No podemos cuestionar unos momentos históricos y condenar la revisión de otros, sólo porque puede haber en esta revisión intensiones que sospechamos perversas o inconvenientes, como si estuviésemos cuidando a un niño que no meta los dedos en el enchufe. La verdad no necesita de la censura sino de coraje intelectual, ese del que nadie puede vanagloriarse de poseerlo absolutamente siempre que su sobrevivencia física dependa de su lengua. Por otro lado, nadie puede erigirse como la policía del conocimiento ni de la verdad, sea la verdad histórica, científica o religiosa. Al menos que estemos pensando volver a los tiempos de la Inquisición, cuando se quemaban todas aquellas personas que se atrevían a dudar del canon o a afirmar hechos o interpretaciones que contradecían las versiones oficiales de la iglesia o del Estado.

Aunque, como decía Gramsci, todos somos intelectuales, unos funcionales y otros críticos, el intelectual humanista es siempre un radical, desde el momento en que busca y propone ir a la raíz dejando de lado cualquier legitimación o consenso social sobre el Bien y la Realidad. Razón por la cual sus planteos serán, por lo común, señalados como el Mal y la Fantasía. Es parte de la estrategia de neutralización. De cualquier forma, toda tarea intelectual —que no sea totalmente funcional al poder en curso— es siempre un revisionismo. Unas veces resulta en una confirmación de los hechos oficiales o políticamente correctos y otras veces los contradice. Cuando ocurre lo primero, el establishment premia al revisionista por su madurez y equilibrio, por su sabio camino del medio. Cuando ocurre lo segundo, el Aparato de Legitimación Intelectual que, junto con los ejércitos es el principal arma de cualquier poder instaurado en los Estados y en la sociedad, recurren a una larga lista de neutralizaciones que van desde el silencio hasta la condena, desde la burla, el descrédito o la demonización hasta el violento lenguaje de los hechos: la pérdida de un trabajo, la negación de acceso a determinados espacios públicos, sociales o nacionales, cuando no directamente la desaparición y la muerte.

Pero cuando una verdad histórica comienza a ser defendida con censuras y prohibiciones de revisión, comienza por aparecer como una verdad sospechosa para luego convertirse en una verdad inverosímil y finalmente terminar en la violencia de la verdad, que se distingue en poco de la violencia de la mentira.

Jorge Majfud
Athens, abril 2008.

https://www.alainet.org/es/articulo/127170
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