Caballos de fuego
15/05/2008
- Opinión
Observo la coyuntura mundial, el alza del precio de los alimentos, el alejamiento de los gobernantes, obstinados en abastecer vehículos y no bocas, el cruel manoseo del poder, y esta aberrante paradoja: la ONU clama por US$ 2 mil millones para socorrer a las víctimas del hambre (854 millones de personas), mientras los Estados Unidos gastan en la invasión de Iraq 500 mil millones, según el Servicio de Investigación del Congreso (CRS por sus siglas en inglés).
Recuerdo la caída de Faetonte, personaje de una de las narraciones paradigmáticas de la mitología griega. Hijo del Sol, el joven Faetonte, movido por la inquietud propia de su edad, se vio desafiado a probar su ascendencia divina y a dirigir el carro de su padre.
Al presentarse en el palacio de Helio, Faetonte se aproximó al trono donde el dios-sol reinaba rodeado de su séquito: el Día, el Mes, el Año, el Siglo y las Horas. También estaban la Primavera con su corona de flores, el Verano cubierto de espigas de cereales, el Otoño con su cuerno de la abundancia lleno de uvas, y el Invierno con sus cabellos blancos como la nieve.
Faetonte le exigió a su padre una prueba de amor. Helio prometió atenderle tan pronto como le manifestara un pedido. Luego se arrepintió, al oír al hijo expresar el deseo de tener en sus manos las riendas del carro guiado por cuatro caballos incandescentes que echaban llamas, y gracias a los vientos diseminaban la luz del día por toda la Tierra.
Helio consideró absurda la petición del hijo. ¿Cómo confiar a un joven inmaduro el carro capaz de impedir al mundo vivir inmerso en las tinieblas? Así que le respondió:
- ¡Hijo, quisiera desdecirme de mi promesa! Me pides algo que está más allá de tus fuerzas. Tú eres joven y mortal; deseas más de lo que otros dioses son capaces de obtener. Ninguno de ellos logra mantener el equilibrio sobre el eje incandescente. El camino de mi carruaje es escarpado, sólo con mucho esfuerzo mis caballos, al amanecer, consiguen subirlo. La mitad del camino está alta, en el centro del Cielo. Y al final el camino desciende abruptamente, exige una conducción segura para que no se hunda el carro en las profundidades del mar. Acuérdate de que el Cielo se mueve con un ímpetu constante y es necesario viajar en sentido contrario a dicho movimiento. ¿Cómo vas a poder conseguir eso? Cambia tu petición. Pide lo que quieras, todas las riquezas del Cielo y de la Tierra, menos eso.
El muchacho no dio marcha atrás, convencido de que sería capaz de disipar las tinieblas que cubren el mundo. Al ver que la Aurora ya se aproximaba para inaugurar un nuevo día, Helio quiso que su hijo le acompañara en el carro. Faetonte, mientras tanto, insistió en conducirlo él solo. Una de las Horas, nerviosa, alertó al dios solar:
- Helio, es hora de enganchar los corceles de fuego al carro. Vea, la Aurora ya está en camino. Urge que su carro flameante siga detrás.
Como todo padre de carácter débil, el rey echó mano de sus principios para no contrariar al hijo. Ante la insistencia de la joven, cedió al corazón en detrimento de la razón.
Faetonte subió al carro y condujo los caballos al galope por la línea etérea que los mantenía equidistantes de la Tierra y del Cielo, de modo que no incendiara las viviendas de los hombres y de los dioses. Con las riendas en las manos, se sintió señor del mundo, cuya luz provenía de su carro flamígero. A pesar de todo, el brillo de las llamas le perturbaron los ojos y la mente. No consiguió mantener el equilibrio del carro. Los caballos tiraban más que la fuerza de sus manos. Frenéticos, se sumergieron en dirección a la Tierra. Al pasar por montañas cubiertas de nieve, el calor del carro las derritió, el bufo de los animales incendió ciudades y calcinó países, hizo arder selvas, secar los ríos y los mares.
Zeus, indignado, lanzó uno de sus rayos y desbarató el carro, dispersando a los caballos. El cuerpo de Faetonte, con los cabellos en llamas, cayó como una estrella ardiente. Las Náyades lo depositaron en un túmulo, en cuya lápida grabaron este epitafio: “Aquí yace Faetonte. Él corrió en el carro de Helio; y si mucho fracasó, mucho más se atrevió”.
El pecado de Adán y Eva consistió en comer el fruto del conocimiento del Bien del Mal: quisieron igualarse a Dios. Sólo Él sabe discernir con nitidez esos dos polos, y es la adecuación de nuestra voluntad a la de Él lo que nos permite hacer “Su voluntad así en la Tierra como en el Cielo”. Aparte de esto, somos conducidos a ciegas por los caballos de fuego de nuestras atrevidas pretensiones. Con grave prejuicio para nuestros semejantes y para la Madre Tierra. (Traducción de J.L.Burguet)
Frei Betto es escritor, autor de “Sinfonía universal. La cosmovisión de Teilhard de Chardin”, entre otros libros.
https://www.alainet.org/es/articulo/127519
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