Parricidios

23/05/2008
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Con seguridad usted, como yo, está indignado ante la hipótesis -ya transformada en denuncia por la autoridad policial y aceptada por el juez- de que un padre haya asesinado a su hija al permitir que fuese asfixiada y a continuación la habría tirado por la ventana desde una altura de 18 metros.

El hijo no es camisa, es piel. No soy padre, pero como hijo sé qué visceral es la relación ente uno y otro. Por eso el parricidio se proyecta como un crimen monstruoso, así como la pedofilia entre padre e hija, como es el caso de Joseph Fritzl, el austríaco que por 24 años mantuvo a su hija en una cárcel secreta y tuvo con ella siete hijos.

Ante casos como éstos nuestra condición humana es profundamente interpelada. ¿De cuánta maldad somos capaces? No fue un hombre trastornado por las drogas el que tiró a su hija por la ventana, ni era un ignorante de la periferia del mundo el que esclavizó y abusó de su propia hija. Uno es bachiller en Derecho en la más moderna metrópoli brasileña; el otro ingeniero eléctrico en Austria.

Las personas demuestran una incontenida indignación ante casos como éstos. Ante las residencias de los acusados cientos de personas permanecen en vigilia y cobran venganza. Los medios de comunicación mantienen el noticiero caliente, pues raras veces les sube tanto la audiencia. ¿Cómo un padre es capaz de matar a su hija o de maltratarla hasta el punto de encarcelarla, torturarla y estuprarla?

“Telón”, dicen las gentes de teatro para indicar el paso de uno a otro acto. ¿Usted es cristiano? ¿Cree que Dios Padre, ofendido por nuestros pecados, asesinó a su Hijo en la cruz? ¿Qué diablo de dios es ése que exige como reparación, para aplacar su ira, la muerte de su propio Hijo? ¿Por qué ese dios no es repudiado igual que los padres antes citados? ¿Por qué aceptar que, en el Gólgota, tuvo lugar el más horrendo de todos los parricidios? ¿Cómo conciliar la idea de Dios Amor con la creencia en un dios parricida que nos envía a Jesús para que sea apresado, humillado y clavado en una cruz?

En la hermenéutica literaria hay lo que se llama migración de sentido, que los griegos denominaban dipticon. Ejemplo de ello son los vitrales de las iglesias: por un lado Moisés, por otro Jesús. Para el observador el significado de uno se transfiere al otro (Jesús es el nuevo Moisés). Esa migración de sentido se da al comparar el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El Génesis (22,1-18) relata que Yahvé exigió de Abrahán, como prueba de fe, el sacrificio de su único hijo, Isaac. El patriarca subió a la montaña dispuesto a derramar la sangre del joven. Al tener la seguridad de que Abrahán no vacilaría en el acto parricida, Yahvé se habría dado por satisfecho, le detuvo la mano y evitó la muerte de Isaac.

En el Calvario el mismo Dios habría entregado al Hijo a la muerte por la redención de nuestros pecados. Si Dios practica el parricidio ¿por qué tanta indignación cuando uno de nosotros lo hace? Esa óptica teológica nos inculca la convicción de que somos pecadores. La culpa. Ahora bien, deberíamos experimentar, sobre todo, la gracia de ser hijos de Dios. El amor.

Los autores bíblicos proyectaron en sus textos categorías propias de la cultura que respiraban. Abrahán, criado en el politeísmo y acostumbrado a dar culto a través de la ofrenda de las primicias -de las cosechas hasta los primogénitos- descubre, en lo alto de la montaña que, al contrario de otros dioses, Yahvé no quiere la muerte, quiere la vida. “Multiplicaré tu posteridad como las estrellas del cielo y los granos de arena de la playa del mar” (22,17). Al descubrir a Yahvé como Dios de la Vida, Abrahán no sacrificó al hijo.

Del mismo modo, Jesús no fue muerto por la voluntad de Dios, sino por la maldad de los hombres. La cruz no es la culminación de una tragedia cuyo plan salió del castigo -o de la voluntad- de un perverso y parricida autor divino. Jesús muere como prisionero político, asesinado por decisión de dos poderes que dominaban la Palestina del siglo 1º. Osó denunciar, en el reino del César, otro reino, el de Dios. Se atrevió a “profanar” el Templo de Jerusalén, calificándolo de “cueva de ladrones” (Mateo 21,13), y agredió a los cambistas que hacían allí negocios autorizados por los responsables del culto.

El Dios de Jesús no es un déspota. Es un Padre amoroso al que el Hijo trataba de “abba” (Marcos 14,16), palabra aramea que significa “querido papá”. Jesús no vino a apuntar con el dedo y acusarnos de pecadores incorregibles. Vino para revelarnos que, “como el Padre me amó, así también los he amado yo; permanezcan en mi amor” (Juan 15,9).

A pesar de nuestros pecados hay salvación porque Dios es Padre/Madre amoroso y misericordioso. Fuimos creados a su imagen y semejanza y de él recibimos, en nuestro espíritu, su Espíritu. Por tanto, debemos amarnos unos a otros, así como somos amados por Él. (Traducción de J.L.Burguet)

- Frei Betto es escritor, autor de “Mística y espiritualidad”, junto con Leonardo Boff.
https://www.alainet.org/es/articulo/127689
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