La victoria sobre el ángel
23/05/2008
- Opinión
Sé lo que experimentó Jacob al luchar con el ángel. Yo lo enfrenté cuando les faltó el piso a mis pies y en el horizonte se les apagó el sol a mis ojos. Me invadió la oscuridad: primero engulló las piernas; luego los brazos, después todo mi ser. Finalmente, cual dragón insaciable, me tragó la identidad.
Inmerso en la noche, partido, perdido, me exilié con dudas. Al comienzo me sentí succionado por el abismo. Todo alrededor se me evaporó. Quedé alelado, en caída libre en un pozo sin fondo. Todas mis certezas se volatilizaron, mi mapa convirtió la geografía en un hermético laberinto, mis creencias profesaron la negación de toda fe. Ciego, viajé en una espiral alucinada, arrastrado por la sinrazón de la insensatez. Me sofocaba la afluencia de la vida sin sentido. Náufrago en un océano vacío de aguas y límites, ocupé el lugar de Jonás en el vientre de la ballena.
No hay mayor sufrimiento que el de perderse a sí mismo torturado por el resplandor de la lucidez. Quién me hubiera concedido, en aquella noche oscura, haber sido sometido a la saludable locura de los atropellos irreversibles de la mente. Quería, cual demente, estar fuera de mí sin la conciencia del destierro ontológico. Y apoyarme en cualquiera de las referencias que, hasta entonces, habían servido de marco en mi camino por la vida: un sueño, un encantamiento, una idea compulsiva, un deseo irrefrenable, una creencia en forma de sagrario. Al menos un ruido, como el silbido del tren que pasaba por mi ciudad y ahora todavía me atraviesa la nostalgia del corazón. O el olor tibio del pan de queso sacado del horno a la mesa, la suave elasticidad de la masa de harina o el aroma endulzado y caliente del café.
Nada de eso me consolaba. Sólo había el vacío, el vacío, el vacío. El caos primordial, antes que Yahvé despertase de su sueño eterno y, distraído, tropezase con la idea de crear el mundo.
Comenzó entonces mi aprendizaje. Primero la conciencia de que era necesario hacer la travesía. A ciegas. Meterme al río sin la menor idea de cuán distante se encontraba la orilla opuesta. Caminar rumbo al plexo solar. Desatar los nudos. Sumergirse en aquel abismo insondable, tirarme del trapecio con los ojos vendados, emprender el arriesgado viaje rumbo a la muerte, solamente apoyado por un hilo de esperanza: del lado de allá me aguardaba, no la muerte, sino la plenitud de la vida.
Caminé por la senda oscura entre escorpiones y escarabajos, arañas y lagartos, con la mente asaltada por fantasmas que, en ella, suscitaban desde las más pavorosas fantasías al hedonismo desenfrenado. Desprendida del alma la imaginación se ensoberbece y cabalga, alada, sobre el carrusel de la lujuria. Desordenada la razón, las ideas revolotean, los propósitos se atascan en el cansancio del espíritu fenecido.
Es necesario ponerse de rodillas y, reverente, escuchar el silencio. Como Elías, no esperar el trueno, el rugir de los vientos, la voracidad flamígera del fuego. Sólo la suave brisa, así como el navegante, terminada la borrasca, recibe contento la llegada de la calma. Pero eso cuesta. Eso es inesperado, indescriptible, misterio de misterios. Para llegar allí urge amansar leones, enfrentar dragones, convivir sin temor en el nido de las serpientes. Y saber perder. Se van las ilusiones, las máscaras; se va aquello otro que insiste en disfrazarse de mí. En el fuego tímido de la lengua húmeda todas las falsas verdades son quemadas lentamente. Entonces se entroniza la desnudez. Es la hora del vértigo.
En el duelo con el ángel, sólo en la hora del vértigo me di cuenta de que no brotaba de mis fuerzas el ímpetu que me hacía alcanzar la tercera margen del río. Alguien soplaba el viento que inflaba las velas de mi barco. Alguien movía las aguas. Esa conciencia de que una extraña energía me impulsaba sin que yo pudiese identificarla se volvió progresivamente aguda. Sí, mi voluntad había dado el primer paso; mi razón denunciaba, insistente, la insensatez de la travesía; mis atavismos se resistían a abandonar la orilla de origen.
Había sin embargo otro factor que sólo lo percibí al perder de vista la orilla que había dejado sin vislumbrar todavía la opuesta. La caída se transmutó en ascensión; el abismo en montaña; el vértigo en énstasis. (Atención, editor: el término, teológico, es exactamente éste, énstasis, no éxtasis).
El ángel depuso las armas, se alejó de la puerta del Edén y dejó que Él me posesionase. Quedé visceralmente apasionado. Todo en mí y a mi alrededor traslucía amor. Y nada me atraía más fuertemente que perder tiempo en la alcoba. Ni pensaba ni quería ni deseaba otra cosa que sentirme abrasado de amor. Me quemaban las entrañas; el pecho ardía en fiebre; la mente, callada, observaba a la razón tragada por la inteligencia. Me encontraba en alguien fuera de mí que, sin embargo, se escondía en el lugar más íntimo de mi ser y desde allí proyectaba su luz sin dejarse ver o tocar. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Mística y espiritualidad”, junto con Leonardo Boff.
Inmerso en la noche, partido, perdido, me exilié con dudas. Al comienzo me sentí succionado por el abismo. Todo alrededor se me evaporó. Quedé alelado, en caída libre en un pozo sin fondo. Todas mis certezas se volatilizaron, mi mapa convirtió la geografía en un hermético laberinto, mis creencias profesaron la negación de toda fe. Ciego, viajé en una espiral alucinada, arrastrado por la sinrazón de la insensatez. Me sofocaba la afluencia de la vida sin sentido. Náufrago en un océano vacío de aguas y límites, ocupé el lugar de Jonás en el vientre de la ballena.
No hay mayor sufrimiento que el de perderse a sí mismo torturado por el resplandor de la lucidez. Quién me hubiera concedido, en aquella noche oscura, haber sido sometido a la saludable locura de los atropellos irreversibles de la mente. Quería, cual demente, estar fuera de mí sin la conciencia del destierro ontológico. Y apoyarme en cualquiera de las referencias que, hasta entonces, habían servido de marco en mi camino por la vida: un sueño, un encantamiento, una idea compulsiva, un deseo irrefrenable, una creencia en forma de sagrario. Al menos un ruido, como el silbido del tren que pasaba por mi ciudad y ahora todavía me atraviesa la nostalgia del corazón. O el olor tibio del pan de queso sacado del horno a la mesa, la suave elasticidad de la masa de harina o el aroma endulzado y caliente del café.
Nada de eso me consolaba. Sólo había el vacío, el vacío, el vacío. El caos primordial, antes que Yahvé despertase de su sueño eterno y, distraído, tropezase con la idea de crear el mundo.
Comenzó entonces mi aprendizaje. Primero la conciencia de que era necesario hacer la travesía. A ciegas. Meterme al río sin la menor idea de cuán distante se encontraba la orilla opuesta. Caminar rumbo al plexo solar. Desatar los nudos. Sumergirse en aquel abismo insondable, tirarme del trapecio con los ojos vendados, emprender el arriesgado viaje rumbo a la muerte, solamente apoyado por un hilo de esperanza: del lado de allá me aguardaba, no la muerte, sino la plenitud de la vida.
Caminé por la senda oscura entre escorpiones y escarabajos, arañas y lagartos, con la mente asaltada por fantasmas que, en ella, suscitaban desde las más pavorosas fantasías al hedonismo desenfrenado. Desprendida del alma la imaginación se ensoberbece y cabalga, alada, sobre el carrusel de la lujuria. Desordenada la razón, las ideas revolotean, los propósitos se atascan en el cansancio del espíritu fenecido.
Es necesario ponerse de rodillas y, reverente, escuchar el silencio. Como Elías, no esperar el trueno, el rugir de los vientos, la voracidad flamígera del fuego. Sólo la suave brisa, así como el navegante, terminada la borrasca, recibe contento la llegada de la calma. Pero eso cuesta. Eso es inesperado, indescriptible, misterio de misterios. Para llegar allí urge amansar leones, enfrentar dragones, convivir sin temor en el nido de las serpientes. Y saber perder. Se van las ilusiones, las máscaras; se va aquello otro que insiste en disfrazarse de mí. En el fuego tímido de la lengua húmeda todas las falsas verdades son quemadas lentamente. Entonces se entroniza la desnudez. Es la hora del vértigo.
En el duelo con el ángel, sólo en la hora del vértigo me di cuenta de que no brotaba de mis fuerzas el ímpetu que me hacía alcanzar la tercera margen del río. Alguien soplaba el viento que inflaba las velas de mi barco. Alguien movía las aguas. Esa conciencia de que una extraña energía me impulsaba sin que yo pudiese identificarla se volvió progresivamente aguda. Sí, mi voluntad había dado el primer paso; mi razón denunciaba, insistente, la insensatez de la travesía; mis atavismos se resistían a abandonar la orilla de origen.
Había sin embargo otro factor que sólo lo percibí al perder de vista la orilla que había dejado sin vislumbrar todavía la opuesta. La caída se transmutó en ascensión; el abismo en montaña; el vértigo en énstasis. (Atención, editor: el término, teológico, es exactamente éste, énstasis, no éxtasis).
El ángel depuso las armas, se alejó de la puerta del Edén y dejó que Él me posesionase. Quedé visceralmente apasionado. Todo en mí y a mi alrededor traslucía amor. Y nada me atraía más fuertemente que perder tiempo en la alcoba. Ni pensaba ni quería ni deseaba otra cosa que sentirme abrasado de amor. Me quemaban las entrañas; el pecho ardía en fiebre; la mente, callada, observaba a la razón tragada por la inteligencia. Me encontraba en alguien fuera de mí que, sin embargo, se escondía en el lugar más íntimo de mi ser y desde allí proyectaba su luz sin dejarse ver o tocar. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Mística y espiritualidad”, junto con Leonardo Boff.
https://www.alainet.org/es/articulo/127691
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