El bombardeo de los símbolos (III)
02/06/2008
- Opinión
Superman, la Mujer Maravilla y las campañas electorales
No es casualidad que la forma tradicional de ver y de construir la realidad a través de individuos agrupados, de buenos contra malos, propia del telesermón religioso y de los comics de superhéroes, sea idéntica a la promovida por los tradicionales medios masivos de difusión. Una cámara de televisión no puede abarcar lógicas abstractas, ni realidades más allá de individuos o pequeños grupos. No puede, no interesa y frecuentemente no conviene. El principio preplatónico de ver para creer es inseparable de su oscuro cómplice que prescribe creer para ver. Por esta razón el infatigable sermón mediático es necesario para ordenar el espectáculo visual de una realidad hiper-fragmentada, de una sociedad autista. Su mayor fuerza radica en que, contrario a los discursos contestatarios, la ideología de este sermón es transparente, aséptico.
A lo sumo una cámara de televisión logra abarcar una manifestación masiva, pero este tipo de imágenes ocupa un espacio insignificante y suele asociarse a lo irracional, a la “violencia”, cuando es allí donde está parte de la racionalidad histórica. Igual es la lógica de una telenovela, donde se caricaturiza la bondad o la maldad de cada personaje. Éstos están presos de su condición, no pueden cambiar: la mala no puede hacerse buena ni viceversa. Ningún acto positivo salva al malo; ningún delito condena al bueno ante el juicio del espectador, quien no sólo es físicamente pasivo sino que no es dueño de sus propias emociones. En esta lucha programada de buenos contra malos, las estructuras sociales son sepultadas. Cuando la empleada-víctima derrota a la patrona-mala y la desplaza en su posición social, reproduce y confirma —con el poderoso instrumento de la emoción y con cierto aire de crítica social— el mismo vicio estructural, ideológico y cultural que existía al comienzo. El happy ending es la llave que clausura definitivamente la ansiedad previamente creada, cualquier posible crítica.
Aunque mil imágenes nunca podrán reemplazar una sola palabra, en el discurso social, como en la iconolástica Edad Media, una sola imagen sigue valiendo por mil palabras. Aunque el poder se sigue educando y formando en la tradicional cultura letrada, las sociedades que todavía no salen de su tradicional rol de masa productora, son educadas principalmente en la cultura de la imagen, del fragmento. Las grandes revistas como Times suelen poner rostros individuales en sus tapas, no ideas. También las grandes cadenas de televisión y las páginas principales de los diarios más leídos acentúan esta característica de una forma inequívoca, sobre todo cuando algún miserable escándalo sexual sirve de alimento semanal para la valoración propia y la condena ajena. Durante meses, años, cada análisis se despliega a partir de dos fracturas: (1) las palabras y (2) los individuos.
Así también, las elecciones nacionales parecen un concurso de Miss Universo, donde se pone al candidato bajo la lupa para revelar sus emociones, sus pequeños vicios y debilidades y hasta su estado de salud. En Estados Unidos todos conocían las críticas del ex soldado John Kerry a la guerra de Viet-Nam. Pero en el 2004, pocas semanas antes de las elecciones, perdió la presidencia porque un grupo de veteranos combatientes manifestaron que el candidato en realidad había sido un mal compañero. Aparte de feo, un chico malo. Faltó acusarlo de no seguir las reglas de los Boy Scouts. De sus ideas o del debate ideológico de aquel momento nadie se acuerda. En la campaña del 2008, los candidatos siguen hablando en primera persona y buscan desesperadamente demostrar sus “valores”. En realidad, la ansiedad es por no contradecir el discurso social, construido en base a slogans repetidos, al tiempo que se integra otra tradición: satisfacer la ansiedad de lo nuevo y del cambio sin cambiar y sin proponer nunca nada nuevo. Aunque la palabra change (cambio) integra cada lema de la actual campaña electoral, se dedica más tiempo en dejar claro que el individuo que propone el cambio —el programa del partido no importa— posee valores conservadores y no operará ninguna variación radical en la sociedad.
El método consiste en que cada candidato hable de sus sentimientos religiosos, de sus pequeños pecados ya superados —elemento imprescindible de humanización entre tanta perfección—, de sus hábitos de buenos padres o buenas madres, de su capacidad de emocionarse y llorar de vez en cuando, de la firmeza de sus temperamentos a las tres de la madrugada. Todos hombres y mujeres listos para salvar al país y a la humanidad, como Superman o Wonder Woman —al fin la igualdad de sexos—, por la fuerza del brazo justiciero de él y del “lazo de la verdad” de ella que, como un narcótico o una picana eléctrica, impone al villano la virtud de la obediencia y el vómito de la verdad ante la irresistible belleza femenina. Como en el psicoanálisis primitivo, la verdad se revela en el tropiezo semántico. Razón por la cual todos los días se está a la espera de algún lapsus de este o aquel candidato. Apenas producido, se echa a andar la gigantesca maquinaria del análisis político y así se deja correr una o dos semanas más entre acalorados debates sobre semántica. Estos análisis son siempre previsibles y nunca radicales. Y un análisis que no es radical no aporta ningún cambio de la misma forma que no produce ningún cambio un político radical. Sobre todo porque rara vez llega al poder. Este quizás sea el punto central que no han comprendido los “pastores de la liberación” de Barack Obama.
El actual molde analítico de los mass media es el siguiente: El candidato X dijo esa palabra y durante la semana se discute qué quiso decir, enmascarado en un lenguaje paralelo sobre “un profundo debate de ideas y valores”. Cuando la opinión mediática interpreta algo diferente a los valores dominantes o lo “políticamente correcto”, el candidato X convoca las cámaras de televisión para pedir disculpas públicas —demostrando su buen corazón— o se justifica explicando que dicha palabra ha sido sacada de contexto, por lo cual donde decía “claro” en realidad quería decir “oscuro”, que aunque parecía criticar a la Vaca Sagrada en realidad la estaba defendiendo, porque siempre ha estado comprometido de corazón con dicha vaca. Alguno, incluso, recurre a las lágrimas para demostrar “su lado humano”. Este recurso arrojó excelentes resultados a favor de Hillary Clinton en al menos dos estados pero después tuvo un efecto contrario cuando se sospechó que el abuso del recurso demostraba una debilidad demasiado femenina en tiempos de guerra.
Al poner al individuo y cada una de sus palabras bajo una lupa cósmica, cualquier crítica global o estructural desaparece. Todo lo cual es consecuente con las dos últimas generaciones: una habituada a la publicidad fragmentada de la televisión; la otra al texto hiperfragmentado de los celulares. Ésta no es una observación del todo pesimista. Sólo una observación sobre la difícil transición que vive la humanidad hacia una liberación que sea más efectiva que su propia narcotización.
Podemos asumir que el individuo existe desde el momento en que ejerce un mínimo de libertad, una libertad siempre condicionada por un mundo material y por una cultura. Esta sería la mejor perspectiva del existencialismo, difícil sino imposible de rebatir. Pero el individuo se define por los otros, por sus contemporáneos y por miles de años y millones de muertos que viven de alguna forma en él. Negar cualquier tipo de libertad en el individuo es propio de del pensamiento antihumanista y de gran parte de la tradición religiosa. Afirmar y promover la idea de que sólo hay individuos independientes interactuando con un mundo que no está dentro suyo no es una herencia del humanismo sino otra antigua arbitrariedad que forma parte también de la insospechada herencia que todos llevamos dentro, como individuos y como sociedad. Y la cultura en todos sus órdenes —desde la telenovela, el comic hasta la política menor— se encarga de promover esta idea como si fuese una condición natural del mundo de los seres humanos. Individuos, palabras, poco más.
- Jorge Majfud, Lincoln University of Pennsylvania,
No es casualidad que la forma tradicional de ver y de construir la realidad a través de individuos agrupados, de buenos contra malos, propia del telesermón religioso y de los comics de superhéroes, sea idéntica a la promovida por los tradicionales medios masivos de difusión. Una cámara de televisión no puede abarcar lógicas abstractas, ni realidades más allá de individuos o pequeños grupos. No puede, no interesa y frecuentemente no conviene. El principio preplatónico de ver para creer es inseparable de su oscuro cómplice que prescribe creer para ver. Por esta razón el infatigable sermón mediático es necesario para ordenar el espectáculo visual de una realidad hiper-fragmentada, de una sociedad autista. Su mayor fuerza radica en que, contrario a los discursos contestatarios, la ideología de este sermón es transparente, aséptico.
A lo sumo una cámara de televisión logra abarcar una manifestación masiva, pero este tipo de imágenes ocupa un espacio insignificante y suele asociarse a lo irracional, a la “violencia”, cuando es allí donde está parte de la racionalidad histórica. Igual es la lógica de una telenovela, donde se caricaturiza la bondad o la maldad de cada personaje. Éstos están presos de su condición, no pueden cambiar: la mala no puede hacerse buena ni viceversa. Ningún acto positivo salva al malo; ningún delito condena al bueno ante el juicio del espectador, quien no sólo es físicamente pasivo sino que no es dueño de sus propias emociones. En esta lucha programada de buenos contra malos, las estructuras sociales son sepultadas. Cuando la empleada-víctima derrota a la patrona-mala y la desplaza en su posición social, reproduce y confirma —con el poderoso instrumento de la emoción y con cierto aire de crítica social— el mismo vicio estructural, ideológico y cultural que existía al comienzo. El happy ending es la llave que clausura definitivamente la ansiedad previamente creada, cualquier posible crítica.
Aunque mil imágenes nunca podrán reemplazar una sola palabra, en el discurso social, como en la iconolástica Edad Media, una sola imagen sigue valiendo por mil palabras. Aunque el poder se sigue educando y formando en la tradicional cultura letrada, las sociedades que todavía no salen de su tradicional rol de masa productora, son educadas principalmente en la cultura de la imagen, del fragmento. Las grandes revistas como Times suelen poner rostros individuales en sus tapas, no ideas. También las grandes cadenas de televisión y las páginas principales de los diarios más leídos acentúan esta característica de una forma inequívoca, sobre todo cuando algún miserable escándalo sexual sirve de alimento semanal para la valoración propia y la condena ajena. Durante meses, años, cada análisis se despliega a partir de dos fracturas: (1) las palabras y (2) los individuos.
Así también, las elecciones nacionales parecen un concurso de Miss Universo, donde se pone al candidato bajo la lupa para revelar sus emociones, sus pequeños vicios y debilidades y hasta su estado de salud. En Estados Unidos todos conocían las críticas del ex soldado John Kerry a la guerra de Viet-Nam. Pero en el 2004, pocas semanas antes de las elecciones, perdió la presidencia porque un grupo de veteranos combatientes manifestaron que el candidato en realidad había sido un mal compañero. Aparte de feo, un chico malo. Faltó acusarlo de no seguir las reglas de los Boy Scouts. De sus ideas o del debate ideológico de aquel momento nadie se acuerda. En la campaña del 2008, los candidatos siguen hablando en primera persona y buscan desesperadamente demostrar sus “valores”. En realidad, la ansiedad es por no contradecir el discurso social, construido en base a slogans repetidos, al tiempo que se integra otra tradición: satisfacer la ansiedad de lo nuevo y del cambio sin cambiar y sin proponer nunca nada nuevo. Aunque la palabra change (cambio) integra cada lema de la actual campaña electoral, se dedica más tiempo en dejar claro que el individuo que propone el cambio —el programa del partido no importa— posee valores conservadores y no operará ninguna variación radical en la sociedad.
El método consiste en que cada candidato hable de sus sentimientos religiosos, de sus pequeños pecados ya superados —elemento imprescindible de humanización entre tanta perfección—, de sus hábitos de buenos padres o buenas madres, de su capacidad de emocionarse y llorar de vez en cuando, de la firmeza de sus temperamentos a las tres de la madrugada. Todos hombres y mujeres listos para salvar al país y a la humanidad, como Superman o Wonder Woman —al fin la igualdad de sexos—, por la fuerza del brazo justiciero de él y del “lazo de la verdad” de ella que, como un narcótico o una picana eléctrica, impone al villano la virtud de la obediencia y el vómito de la verdad ante la irresistible belleza femenina. Como en el psicoanálisis primitivo, la verdad se revela en el tropiezo semántico. Razón por la cual todos los días se está a la espera de algún lapsus de este o aquel candidato. Apenas producido, se echa a andar la gigantesca maquinaria del análisis político y así se deja correr una o dos semanas más entre acalorados debates sobre semántica. Estos análisis son siempre previsibles y nunca radicales. Y un análisis que no es radical no aporta ningún cambio de la misma forma que no produce ningún cambio un político radical. Sobre todo porque rara vez llega al poder. Este quizás sea el punto central que no han comprendido los “pastores de la liberación” de Barack Obama.
El actual molde analítico de los mass media es el siguiente: El candidato X dijo esa palabra y durante la semana se discute qué quiso decir, enmascarado en un lenguaje paralelo sobre “un profundo debate de ideas y valores”. Cuando la opinión mediática interpreta algo diferente a los valores dominantes o lo “políticamente correcto”, el candidato X convoca las cámaras de televisión para pedir disculpas públicas —demostrando su buen corazón— o se justifica explicando que dicha palabra ha sido sacada de contexto, por lo cual donde decía “claro” en realidad quería decir “oscuro”, que aunque parecía criticar a la Vaca Sagrada en realidad la estaba defendiendo, porque siempre ha estado comprometido de corazón con dicha vaca. Alguno, incluso, recurre a las lágrimas para demostrar “su lado humano”. Este recurso arrojó excelentes resultados a favor de Hillary Clinton en al menos dos estados pero después tuvo un efecto contrario cuando se sospechó que el abuso del recurso demostraba una debilidad demasiado femenina en tiempos de guerra.
Al poner al individuo y cada una de sus palabras bajo una lupa cósmica, cualquier crítica global o estructural desaparece. Todo lo cual es consecuente con las dos últimas generaciones: una habituada a la publicidad fragmentada de la televisión; la otra al texto hiperfragmentado de los celulares. Ésta no es una observación del todo pesimista. Sólo una observación sobre la difícil transición que vive la humanidad hacia una liberación que sea más efectiva que su propia narcotización.
Podemos asumir que el individuo existe desde el momento en que ejerce un mínimo de libertad, una libertad siempre condicionada por un mundo material y por una cultura. Esta sería la mejor perspectiva del existencialismo, difícil sino imposible de rebatir. Pero el individuo se define por los otros, por sus contemporáneos y por miles de años y millones de muertos que viven de alguna forma en él. Negar cualquier tipo de libertad en el individuo es propio de del pensamiento antihumanista y de gran parte de la tradición religiosa. Afirmar y promover la idea de que sólo hay individuos independientes interactuando con un mundo que no está dentro suyo no es una herencia del humanismo sino otra antigua arbitrariedad que forma parte también de la insospechada herencia que todos llevamos dentro, como individuos y como sociedad. Y la cultura en todos sus órdenes —desde la telenovela, el comic hasta la política menor— se encarga de promover esta idea como si fuese una condición natural del mundo de los seres humanos. Individuos, palabras, poco más.
- Jorge Majfud, Lincoln University of Pennsylvania,
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